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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Geopolítica árabe

Lluís Bassets

Pocas regiones del planeta han soñado tan intensamente en la posibilidad de trascender los límites nacionales para fundirse en una unidad mayor y más auténtica. A diferencia del sueño de la unidad europea, respuesta a un continente dividido por la guerra, el proyecto panárabe surgió como reacción nacionalista a la dominación colonial y a sus fronteras arbitrarias. Llegó a concretarse en la efímera República Árabe Unida, que unió a Egipto con Siria desde 1958 hasta 1961 bajo la batuta de Nasser, y se reprodujo en otros intentos también fracasados, protagonizados casi todos por un coronel Gadafi ansioso por emularle.

A las ensoñaciones más sublimes les corresponden las realidades más toscas: pocas zonas del planeta se hallan menos integradas económicamente y más cuarteadas en lo político. No hace falta situar el foco sobre la disputa territorial entre israelíes y palestinos, entre el Mediterráneo y el Jordán, para tropezar con divisiones, controles, muros y bloqueos. En el Magreb, Marruecos y Argelia viven de espaldas y con la frontera cerrada, agarrotados por el conflicto del Sáhara Occidental. Y sin embargo, la capacidad de contagio de las revueltas ha venido a recordar, por si alguien lo había olvidado, las afinidades y sentimientos compartidos por los ciudadanos de la entera geografía árabe. Hay una especie de nuevo panarabismo, implícito y ajeno a los proyectos derrotados, alentado por las cadenas de televisión por satélite, con Al Yazira a la cabeza, que no se traduce de momento en la reconstrucción de los viejos ensueños de unidad.

Y ha venido también a estimular la acción política internacional, después de recuperarla en la vida interior de los países en transición. A pesar de las utopías unitarias, o precisamente a causa de sus efectos perversos, esos países apenas se relacionaban entre sí y preferían vivir divididos en una relación individualizada de mutua protección mafiosa con las potencias occidentales de la que los autócratas extrajeron pingües beneficios personales. Ahora no tienen más remedio que hablar entre ellos, cerrar pactos y acuerdos, concertar acciones diplomáticas o militares y aprender a actuar juntos, algo que nunca supieron hacer, como demuestran sus guerras contra Israel, todas perdidas.

La ‘primavera árabe’

La crisis política desencadenada por las revueltas estimula la acción multilateral y reaviva instituciones y proyectos de cooperación e integración. No siempre en la buena dirección, como demuestra la intervención militar en Bahréin de los países del Consejo de Cooperación del Golfo, dirigidos por Arabia Saudí, para acallar las protestas que empezaron allí hace un año. Las monarquías petroleras, encabezadas por la saudí, actuaron en marzo del pasado año como los soviéticos en la época de la guerra fría a través del Pacto de Varsovia, marcando las líneas rojas de la soberanía limitada de los países bajo su paraguas de seguridad, que es también parte del paraguas de Estados Unidos. Una tal actuación venía exigida por las bases militares estadounidenses en la región (en el mismo Bahréin, entre otros), por la amenaza nuclear iraní y, sobre todo, por la denegación de los derechos civiles a la población, principalmente la de religión chií.

Las dos mayores oportunidades para la acción coordinada las han proporcionado las crisis libia y siria. Con la primera, la Liga Árabe patrocinó la creación de una zona de prohibición de vuelos para proteger a los rebeldes de los ataques de Gadafi, aunque luego quedó bajo la dirección europea. Con la segunda, la propia organización árabe es la que conduce la resolución de la crisis y promueve una fuerza de Naciones Unidas que frene la matanza de El Asad contra su población. Los principales impulsores de esta última iniciativa son paradójicamente las monarquías contrarrevolucionarias petroleras, que en esta ocasión apoyan la revolución siria como parte de su guerra fría contra Irán.

La tracción integradora en el oriente árabe, el Mashrek, se dirige al cambio de régimen en Siria y a contener a Irán, y de ahí que tenga en la seguridad su concepto central. En la punta occidental, el Magreb, en cambio, un multilateralismo constructivo está empezando a mover piezas a iniciativa del país vanguardista que es Túnez. Su presidente, Moncef Marzuki, acaba de apalabrar en una gira por Marruecos, Mauritania y Argelia la celebración de una cumbre de la Unión del Magreb Árabe que resucite esta organización nacida en 1988 y sin vida útil hasta ahora. Su objetivo inmediato es construir un espacio magrebí con cinco libertades: de circulación de personas, residencia, trabajo, inversión y participación electoral en los municipios. La pulsión de unidad, lejos del añejo panarabismo, se expresa así en el Mashrek trenzando acuerdos de seguridad, al estilo de la OTAN en la guerra fría, y en el Magreb, buscando una cooperación económica y civil como en la UE.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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