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2. Con los desertores

En Bab Amro, el bastión rebelde de Homs, los militares del Ejército Libre de Siria relatan por qué desertaron para enfrentarse a El Asad y afirman que la revolución corre el riesgo de convertirse en una 'yihad' religiosa si no reciben ayuda internacional Esta es la segunda entrega del reportaje del novelista Jonathan Littell en Siria

Milicianos del Ejército Libre de Siria, en Homs.
Milicianos del Ejército Libre de Siria, en Homs.

"Bab Amro es un Estado dentro del Estado". B., el soldado que habla, es un hombre guapo, de rostro fino y expresivo y ojos brillantes, iluminados tanto por su fe como por el ayuno que respeta desde que se unió al Ejército Libre de Siria (ELS), en diciembre. No es un desertor, como la mayoría de sus camaradas, sino un civil de Alepo que, escandalizado por los crímenes del régimen, decidió empuñar las armas. Su frase, desde luego, es anterior al 4 de febrero, el día en el que el Ejército sirio (Jaysh-e-Assadi, lo llaman sus adversarios, el Ejército de los Asad) emprendió un bombardeo intensivo de la zona, que causó varios centenares de muertos. Hasta entonces, se consideraba que Bab Amro era un "barrio liberado".

Es uno de esos barrios populares a un extremo de la ciudad en los que los burgueses, en época normal, no ponen los pies, un barrio de edificios de hormigón de cuatro o cinco plantas, a veces cubiertos con placas de piedra pulida pero, en la mayoría de los casos, sin acabar, apretados unos contra otros en calles estrechas en las que casi no hay sitio para que pasen dos coches, y habitados por trabajadores y mujeres con velo a las que apenas se ve. En las esquinas, vendedores ambulantes ofrecen cuencos de foul, que devoran con los dedos; los chicos llevan bufandas y gorros negros, blancos y verdes, tejidos por sus madres, o azules y naranjas; es decir, los colores de la revolución o los del Al Karama, el equipo de fútbol de Homs. Delante de la mezquita Gilani se amontonan los ataúdes vacíos, listos para ser usados; detrás, ya se han cavado dos tumbas en el terreno, por si acaso los disparos de los francotiradores impiden acceder al cementerio. Hace un frío de mil demonios, húmedo y penetrante, el cielo está gris, sumergido en una niebla sobre la que se recortan las fachadas de los edificios y los minaretes y a través de la que resuenan los disparos, las repentinas deflagraciones de los obuses y las llamadas a la oración.

Más información
1. La zona intermedia
3. Una revolución civil

El ELS controla el perímetro del barrio. Es un auténtico frente, una línea que atraviesa pisos patas arriba, con todos los impactos de balas explosivas y obuses, repletos de barro y escombros, bellos sofás volcados, televisores quemados, camas despedazadas. Al oeste, de cara a los huertos y el estadio, se encuentra Haqura, donde vivimos Mani y yo desde hace casi una semana con una unidad del ELS. Aparte de dos o tres cabezotas, los civiles han huido. Las callejas que desembocan en la tierra de nadie están protegidas por sacos de arena, unos obstáculos ridículos frente a los carros de combate. Se han abierto orificios en los muros de los apartamentos y los jardines para que los combatientes puedan desplazarse de un lugar a otro a cubierto. El puesto de mando de Hassan, el comandante de la unidad, da a una calle bastante ancha, y muchas veces los hombres toman el té en la acera, agrupados en torno a un brasero a pesar del peligro de los obuses y los morteros: "Inshalá", se ríen.

Delante de la mezquita Gilani se amontonan los ataúdes vacíos, listos para ser usados

Una mañana, nos despiertan disparos más sostenidos que de costumbre. Unos soldados irrumpen en la vivienda, sacuden a los que duermen, sacan las metralletas, los cinturones de cartuchos y las granadas de la habitación que sirve de almacén de armas. Les seguimos corriendo hasta el puesto de mando y luego a una calle flanqueada por edificios, en la que nos subimos a un piso. En una habitación destrozada, un combatiente dispara ráfagas de metralleta a través del agujero hecho por un obús; otro, en el salón, dispara su rusi, el nombre local del Kaláshnikov; el olor de la cordita llena el apartamento. Nos explican que un francotirador ha empezado a disparar desde el gran edificio en construcción que está enfrente contra los civiles, y ha herido ya a cuatro personas. El ELS está respondiendo para tratar de eliminarlo. La situación se prolongará unas cuatro horas, durante las que iremos de un piso a otro para observar. Las posiciones del Ejército regular no están lejos, a unos 200 o 400 metros, y, si uno se arriesga a echar un vistazo, se ven con claridad los sacos de arena. Cuando estamos sobre el tejado, oímos las balas cuando pasan silbando o golpean contra los muros; de vez en cuando, sacude el aire la explosión de una granada lanzada desde un cohete. El ELS no pretende tomar las posiciones enemigas, solo obligar a los francotiradores a dejar de disparar contra los civiles.

Muchas veces los hombres toman
el té en la acera, agrupados en torno
a un brasero a pesar del peligro
de los obuses y los morteros

Bab Amro no se aseguró a la primera. En noviembre, la última vez que pasó Mani por aquí, aún había un control de las fuerzas de seguridad en un cruce central, y sus francotiradores disparaban en todas las calles de alrededor, con lo que, de hecho, tenían cortado el barrio en franjas. "Conseguimos rodearlos", nos explica un ayudante de Hassan, "y cortamos el suministro de víveres. Después, cuando llegaron los observadores de la Liga Árabe [a principios de enero], recurrimos a ellos para negociar su retirada sin derramamiento de sangre. Todavía existe otra barrera al final de la avenida, pero es mucho más vulnerable y ya no disparan contra la gente, por miedo a nuestra reacción". Para los combatientes del Ejército Libre, lo esencial de su misión es proteger a la población civil. "En principio, el Ejército regular debería ser neutral", recalca una tarde el teniente Abdel Razzak Atlas, uno de los jefes de la katiba Al Faruk, que presume de ser uno de los primeros sirios que desertaron, en junio de 2011. "Está aquí para proteger al pueblo y la nación. Pero hace todo lo contrario". B., el voluntario de Alepo, que por las noches recita a sus camaradas magníficos poemas en árabe clásico, es más lírico que su jefe: "Nosotros luchamos por nuestra religión, por nuestras mujeres, por nuestra tierra y además para salvar el pellejo. Ellos solo luchan para salvar el pellejo".

Nosotros luchamos por nuestra religión, por nuestras mujeres, por nuestra tierra y además para salvar el pellejo. Ellos solo luchan para salvar el pellejo"

Abdel Razzak Atlas, teniente del Ejército rebelde

Casi todos los miembros del ELS tuvieron que participar en operaciones de represión antes de desertar. Son muy pocos los que confiesan que mataron a alguien. "¿Yo? Yo disparaba al aire", dicen casi todos. Pero su repugnancia por lo que se vieron obligados a hacer y su sentimiento de culpa son palpables. Se nota en la forma que tienen de insistir, cuando nos los presentan, en exhibir su tarjeta militar. El testimonio de un antiguo soldado al que conocemos unos días después en el centro de la ciudad es representativo de todos: "Nos llevaban a las calles para luchar contra bandas armadas. Yo nunca vi ninguna banda armada. Los oficiales nos decían: 'Las municiones no valen nada, disparad a todo lo que podáis".

Casi todos participaron
en operaciones de represión antes de desertar. Son muy pocos los que confiesan que mataron a alguien

Los desertores describen un Ejército regular en plena decadencia. En varias ocasiones, los oficiales del ELS con los que me encuentro reciben informaciones precisas y detalladas de otros oficiales que aún permanecen en activo, igual que reciben también, a cambio de dinero o por el bien de la causa, armas y municiones. El teniente Atlas me explica que, en mayo, intentó organizar con otros oficiales un motín en el que iban a participar dos brigadas y un batallón. "Estaba todo listo. Pero los demás no quisieron llegar hasta el final, por miedo a que la aviación nos aplastara". De ahí la exigencia de una zona de exclusión aérea, que se repite en cada manifestación, una demanda que sorprende a Occidente porque, a diferencia de Gadafi, Bachar el Asad no ha desplegado aún sus aviones contra la población civil. "Si conseguimos que se establezca una zona de exclusión aérea", insiste Atlas, "la mitad del Ejército se amotinará. El régimen estará acabado".

"Es un Ejército de ladrones", gruñe Abu Amar, suboficial. "Todos los que pueden pagar no van, solo se enganchan los pobres. Es un Ejército incompetente, que no funciona. No sirve más que para enriquecer a la comunidad alauí". Esta secta disidente de los chiíes, que muchos musulmanes consideran herética, es la del clan El Asad y la mayoría de los dirigentes de las fuerzas de seguridad. En el ELS hay pocos alauíes, pero alguno hay. Me encuentro con uno, Fadel, en una barrera de control de Baba Amro: "Cuando vi que el Ejército mataba a civiles", explica delante de sus camaradas, "me dije: ‘Yo no estoy con ellos, estoy con el pueblo’. No puedo decir: ‘Como soy alauí, debo estar con los alauíes’. No. Si ellos hacen cosas malas, yo intento hacer cosas buenas". No obstante, la inmensa mayoría de los combatientes del Ejército Libre son suníes, y eso se ve en sus símbolos, los nombres de las katibas, como Khalid ibn Walid (el principal general del profeta) o Kawafil el Shuhada (las caravanas de los mártires). Muchos lo critican enérgicamente. "¿Por qué escogen nombres así?", exclama M., un activista refugiado en Beirut que también es suní. "¡Es nuestra revolución, no la revolución del profeta! Tenemos nuestros propios mártires, podrían emplear sus nombres".

Muchos critican la 'sunización' de la revuelta: "¡Es nuestra revolución, no la revolución del profeta! Tenemos nuestros propios mártires"

Al final de esta sunización de la revolución está la tentación de la yihad. Ese es, sin duda, el mayor peligro que acecha al Ejército Libre, porque le haría el juego a Bachar el Asad. Pero ese argumento no desanima a los oficiales del ELS, al menos en Homs. Abdel Razzak Atlas nos lo dice de forma explícita: "Si esto sigue así, acabaremos convirtiéndonos en algo como Al Qaeda. Si el mundo nos abandona para apoyar a el Asad, nos veremos obligados a proclamar la yihad, para hacer venir a luchadores de todo el mundo musulmán e internacionalizar el conflicto". Atlas insiste en que no es su opinión personal, sino que el comité militar de Homs ha debatido el tema y todos están de acuerdo. Otros oficiales me lo confirman. Hay que destacar que esta idea no es fruto de una radicalización religiosa, sino de un cálculo estratégico, aunque sea muy ingenuo. Para Atlas, una proclamación de yihad podría desembocar en un caos como el iraquí, quizás incluso en una guerra regional, y ese riesgo forzaría la mano de Occidente y le obligaría, por fin, a intervenir. Este joven oficial sirio conoce mal el mundo exterior, sus lógicas y sus limitaciones. Pero expresa el llamamiento de las masas rebeladas contra el régimen: "¡El pueblo quiere una intervención de la OTAN!". Hace un mes no era así; la desesperación lo ha cambiado todo.

Jonathan Littell es escritor franco-estadounidense, autor de la novela Las benévolas. La serie de artículos sobre Siria se está publicando de forma coordinada con el diario francés Le Monde.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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