Las víctimas desconocidas de Hitler
Unos 350 soldados de EE UU estuvieron presos en los campos de concentración nazis, según una investigación del Museo del Holocausto de Washington
Estados Unidos no lo sabía pero de los millones de soldados que envió a la II Guerra Mundial desde 1941 (año en que entró en la contienda) a 1945, más de 300 de ellos fueron recluidos en campos de concentración y no en campos de prisioneros de guerra. “Al llegar a nuestro destino los alemanes nos sorprendieron y nos rodearon, gritando: ¡Botas fuera y andando!", relata, Anthony Acevedo, excombatiente de la 70 División de Infantería del Ejército. Más de 65 años ha permanecido este acontecimiento en el olvido, y ahora ha sido revelado gracias a una investigación elaborada por el Museo del Holocausto de Washington.
La aparición de nueva documentación y de 12 supervivientes del campo de concentración de Berga (Alemania) -un campo satélite de Buchenwald y al que mandaban a los presos no judíos-, aporta nuevos datos sobre el papel que jugó el ejército estadounidense en esta tragedia. “En EE UU siempre se había pensado que nuestra única función durante la II Guerra Mundial fue la de liberadores y este descubrimiento enseña la realidad de unos soldados que fueron víctimas”, explica Kira Schuster, historiadora de la institución.
Cuando Anthony Acevedo (1923, San Bernardino, California) y sus más de 300 compañeros de la 70 división de Infantería del ejército americano fueron destinados en el invierno de 1945 a Alemania, nunca imaginaron que estaban a punto de ser protagonistas de una de “las mayores atrocidades cometidas por el ser humano en toda su historia”, narra Schuster. Tras más de tres meses encerrados en el campo de concentración de Berga, 165 sobrevivieron.
Al llegar a nuestro destino los alemanes nos sorprendieron y nos rodearon, gritando: ¡Botas fuera y andando!, relata Anthony Acevedo
Acevedo, de padres mexicanos, fue uno de los afortunados. Un soldado que quiso dejar constancia y que fue el primero de los 12 supervivientes que donó al museo varios artefactos que en palabras de Schuster, demuestran la realidad de una atrocidad transcurrida entre el 8 de enero de 1945 y el 23 de abril del mismo año. El silencio pudo hacer desaparecer este acontecimiento. “Tras ser liberados, justo antes de embarcar para volver a EE UU, un inspector de seguridad me hizo firmar un papel donde prometía no hablar jamás sobre estos hechos. Durante años, callé”, relata Acevedo por teléfono desde su casa en California.
Entre sus pertenencias, los historiadores encontraron un diario en el que Acevedo apuntó cada una de las muertes que ocurrieron durante su internamiento. “Unos 80 de mis compañeros fallecieron allí. Los registré por su apellido, número de preso y fecha”. El soldado logró adquirir este cuaderno durante la única ocasión en que recibieron ayuda humanitaria de la Cruz Roja en el campo de concentración: “Narrar los acontecimientos fue algo necesario que me ayudó a despejar mi mente durante esa vivencia tan horrible, donde la incertidumbre era la constante. Esos soldados merecían ser recordados”, añade este veterano.
Este diario, de gran valor histórico, es uno los pocos registros de muertes que existen de los campos alemanes durante la II Guerra Mundial. Acevedo mantuvo en secreto la existencia de este cuaderno ya que, de haber sido descubierto, hubiera significado la muerte segura para este veterano latino. “Existen incluso partes en las que Tony añadió la causa de la muerte, lo que aumenta, si cabe, su interés. Un documento que define muy bien la personalidad de este médico durante su encarcelamiento”, sostiene Schuster.
Acevedo una historia de supervivencia
A la edad de 16 años, mientras se bañaba con unos amigos en una alberca en Durango (México), los jóvenes escucharon sonidos de telégrafo que provenían de un lugar cercano. “Supongo que lo que nos movió fue la curiosidad de la juventud, de investigar lo que pasaba. Sin ser consciente de que ese momento me iba a cambiar la vida para siempre”, narra con voz calmada este anciano. Fuimos a ver lo que pasaba y nos percatamos de que dos hombres estaban comunicando mensajes en código Morse a un submarino. Eran espías y corrí a avisar a mi padre, jefe de Obras Públicas de la ciudad. Fueron fusilados por traición”, añade.
“A mis 19 años y alistado en el ejercito americano desde hacía tan solo dos, conocí mi destino: Europa. Corría el año 1945. Tras varias semanas de viaje por mar y tierra llegamos a Lyon, y de ahí en tren a Alemania”, explica Acevedo. quien asegura que "la temperatura era de unos 50 grados bajo cero y la nieve llegaba hasta la cadera".
Recuerdo una vez que intenté que el comandante me permitiera operar a un hombre que sufría difteria -dificultad para respirar-; tan solo había que hacerle un leve corte en la tráquea. No me lo permitieron. Lo único que recibí fueron golpes".
Apresados junto a sus compañeros fue trasladado al campo 9B -un campo de prisioneros de guerra en la región de Bad Orb (Alemania) en el que el pelotón estuvo varios días arrestado-, fue interrogado por un oficial que parecía “una estrella de cine, de lo bien vestido que iba”. “Me llevó un cuarto para interrogarme, me sentó en una silla y echó a los guardias. Nos quedamos solos, y de repente comenzó a desgañitarse llamándome traidor por lo ocurrido en Durango. Lo sabían y estaba atrapado”, relata Acevedo.
Tras unos días sin saber que iba ocurrir con ellos, una mañana un oficial gritó: “Colocaros en fila. Los judíos y americanos que den un paso para adelante”, recuerda con total exactitud. Unas horas después fueron trasladados al campo de concentración de Berga. “Nada más llegar nos hicieron desprendernos de la ropa y nos limpiaron con agua helada, fue horrible”, sostiene. El trabajo diario “era siempre igual, vigilar que los otros prisioneros estuvieran en la mejor forma posible, aunque se puede imaginar que lo único que estaban eran vivos”. “El principal problema era la desnutrición; yo mismo llegué pesando 149 libras y salí con 87. La comida era repugnante. Nos alimentaban con sopa de pasto, carne de rata, gato muerto e incluso cucarachas. Y esto cada dos semanas. Recuerdo una vez que intenté que el comandante me permitiera operar a un hombre que sufría difteria -dificultad para respirar-; tan solo había que hacerle un leve corte en la tráquea. No me lo permitieron. Lo único que recibí fueron golpes. Nos trataban peor que al ganado”, cuenta Acevedo con indignación. En total, “tres meses de incertidumbre en los que no sabíamos que iba a ocurrir con nosotros al día siguiente”.
A principios de abril, los soldados alemanes percibieron que las tropas norteamericanas se aproximaban al campo de concentración, “por lo que decidieron sacarnos con la mayor brevedad posible en lo que se denominó la marcha de la muerte”. “Unas 217 millas de recorrido, del 7 al 23 de abril, hasta llegar a un rancho en el que murieron algunos más”. Lograron sobrevivir 165 prisioneros. Asustados, los nazis les abandonaron a su suerte: “El ruido de los tanques cada vez era más cercano”.
Tras un momento de incertidumbre en el que los soldados aliados creyeron que los prisioneros eran alemanes disfrazados, fueron liberados: “En cuanto vieron nuestros harapos y conseguimos hablar, fue todo rodado. Íbamos a sobrevivir. Pero yo solo podía pensar en los muertos y compañeros a los que no podríamos salvar”, narra con añoranza.
Esta experiencia mostró a Acevedo y a sus compañeros supervivientes el gran valor de la vida, en la que no existía el mañana y lo único real era el hoy. “Pensar en las buenas cosas que habíamos dejado en Estados Unidos, como las hamburguesas o las hermosas mujeres, nos ayudó a sobrevivir. Recuerdo que ya en el tanque y a salvo se cruzó una bella dama que llevaba leche fresca, y por fin pude beber. Minutos más tarde la vomité, mi cuerpo la rechazó. Las heridas físicas se sanaron, y aunque no siento ni odio ni rencor, muchas heridas del alma son incurables”, concluye.
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