Catar se erige en el mediador omnipresente en el mundo musulmán
El emirato llena el vacío diplomático dejado por Egipto y Arabia Saudí
El anuncio la semana pasada de que los talibanes afganos van a abrir una oficina política en Catar dice tanto o más del creciente peso político de ese pequeño emirato como de las intenciones de la milicia. La diplomacia catarí lleva varios años mediando en algunos de los problemas más intratables de la zona (Sudán, Yemen, Líbano). Sin embargo, desde el estallido de la primavera árabe su alineamiento con las revueltas ha dado un nuevo énfasis a ese esfuerzo. Como el empeño en albergar grandes eventos deportivos, su política exterior busca sin duda prestigio internacional, pero es sobre todo la estrategia de supervivencia en un entorno regional difícil de un país limitado por su demografía, aunque dotado de ingentes recursos naturales.
Con 11.500 kilómetros cuadrados y una población autóctona que apenas alcanza el cuarto de millón, Catar ha adquirido un peso internacional muy por encima de lo esperable. El entusiasmo que ha mostrado por las revueltas en Túnez, Egipto, Yemen, Libia o Siria contrasta con la prevención que los cambios han despertado en Arabia Saudí, y las aparentes simpatías que han despertado en Irán. El apoyo operacional catarí a la zona de exclusión aérea libia fue decisivo para legitimar la resolución de la ONU que firmó la sentencia de muerte del régimen de Muamar el Gadafi. Además, el emirato se ha se ha mostrado más rápido que Occidente en aceptar la realidad del ascenso islamista que ha traído el derribo de los dictadores.
"Qatar destaca porque nadie más tiene una política activa en la región", interpreta Tarik Yousef, investigador principal de la Brookings Institution y director de Silatech, una iniciativa para crear empleo juvenil basada en Catar. En su opinión, Egipto y Arabia Saudí, los poderes tradicionales, se están quedando al margen, el primero absorto en sus propios problemas y el segundo, falto de reflejos.
Relación con las potencias
Yousef admite que también pesa que el emirato "tiene buenas relaciones con las potencias que cuentan, es percibido como un interlocutor justo y tiene los recursos financieros necesarios". De hecho, algunos observadores han tachado sus esfuerzos de "diplomacia de chequera". Disponer de las terceras reservas mundiales de gas ayuda, pero no basta. Todos los analistas consultados destacan la implicación personal del emir y del primer ministro tanto para evitar que Líbano se precipitara en una nueva guerra civil en 2008 como en recabar apoyos para la oposición libia la pasada primavera.
Sin embargo, no todo el mundo comparte la idea de que exista un vacío, y la insistencia de Catar por participar en algunas crisis ha molestado a sus vecinos. Tal fue el caso de Egipto al saber de su implicación en Sudán, un país que consideraba dentro de su esfera de influencia, y de Arabia Saudí poco después a raíz de su intento de ayudar al Gobierno yemení a cerrar la crisis con los rebeldes del clan Huthi (chiíes). Ahora, la anunciada apertura de una oficina talibán en Doha vuelve a dejar de lado a ese reino que fue el principal financiador de la milicia afgana.
Mehran Kamrava, que dirige el Centro de Estudios Internacionales y Regionales de la Universidad de Georgetown en Catar, considera que la principal motivación del emirato "es una estrategia de supervivencia de un Estado pequeño en un entorno difícil, lo que exige la participación activa con el resto del mundo".
La supervivencia buscaría en última instancia la seguridad de la familia gobernante, los Al Thani, una monarquía absoluta que como el resto de las de la región aprendió la lección de la invasión iraquí de Kuwait en agosto de 1990. Ese objetivo explicaría también alguna de las contradicciones que los críticos achacan a la diplomacia catarí, como que no haya mostrado en el caso de Bahréin la misma simpatía que con el resto de las revueltas.
Intereses nacionales
“La política exterior de Catar se mueve por el interés nacional", explica Kamrava en un email. En Siria, como antes en Libia, los gobernantes cataríes habrían llegado a la conclusión de que su líder está acabado y que el derramamiento de sangre no conviene para la estabilidad regional. En Bahréin, por el contrario, han estimado "que los Al Jalifa no van a hacer concesiones a las reformas porque Arabia Saudí no lo permitiría y en consecuencia cualquier esfuerzo en apoyo de los opositores al régimen sería inútil".
Algunos observadores han querido ver un factor religioso en esa actitud. Los Al Thani de Catar son suníes como los Al Jalifa de Bahréin, mientras que el grueso de quienes piden reformas en esa isla-Estado son chiíes. Sin embargo, esa consideración sectaria no ha impedido que el emirato mantenga buenas relaciones con el régimen chií de Irán y haya chocado con la monarquía suní de los Al Saud, de quien hasta hace un par de décadas se le consideraba vasallo.
Del mismo modo, sus gobernantes han sido capaces de mantener la presencia en su territorio del Mando Central (CENTCOM) y una base área de EE UU sin ser tachados de lacayos de la superpotencia como otros aliados de la zona. Oportunistas para unos y realistas para otros, han logrado así cultivar una imagen de neutralidad que hoy en día constituye la mejor baza de su política exterior. Sin embargo, a medida que su actividad diplomática vaya situando a Catar en el centro de la escena, la necesidad de tomar posiciones hará más difícil conservarla.
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