Israel y EE UU frente a Irán: una alianza incierta
Es evidente que los intereses nacionales de los israelíes y los norteamericanos no son coincidentes
A primera vista, Israel y EE UU están unidos en su oposición a los supuestos planes de desarrollo de armamento nuclear iraní. Oficialmente, Estados Unidos considera inaceptables las intenciones de Irán y no descarta un ataque militar. Las acciones secretas de EE UU contra ese país (“secretas” pero descritas ante multitud de periodistas de probada lealtad imperial) siguen en marcha. A los aliados de Estados Unidos no se les deja de instar a ampliar las sanciones económicas antiiraníes que algunos han aceptado imponer. Muchas destacadas figuras de la Administración estadounidense creen a pies juntillas a Israel cuando proclama que Irán constituye una amenaza mortal para su existencia, como si el propio arsenal nuclear israelí no significara nada.
La campaña presidencial ha suscitado manifestaciones extremas de solidaridad con Israel, tanto de los demócratas como de los republicanos. También ha reducido, si es que eso es posible, los niveles de prudencia y racionalidad en los que se enmarca el debate sobre la política exterior estadounidense.
Los partidarios de Israel atribuyen intenciones exterminadoras a Irán y las peores motivaciones a quienes piden que se adopte una perspectiva más reflexiva. El presidente obtiene una parte considerable de su financiación de los prósperos ciudadanos judíos y sus estrategas esperan conservar entre el 60% y el 70% del voto judío, importante en el noroeste, Illinois y California. En Florida, donde ese sector del electorado es especialmente determinante, los ancianos jubilados judíos no leen artículos matizados de Foreign Affairs y, si creyeran que el presidente no apoya lo suficiente a Israel, las deserciones serían perjudiciales en un Estado donde los comicios son muy reñidos.
Con todo, algunos altos funcionarios se permiten expresar públicamente sus dudas. Está claro que las recientes críticas a Israel de la secretaria de Estado, Hillary Clinton, en relación con los derechos de la mujer y las libertades civiles, auguran que podría haber más censuras. El secretario de Defensa, Leon Panetta, hablando en nombre de la rama gubernamental más poderosa y autónoma, exigió que Israel retomara las negociaciones con los palestinos. El general Martin Dempsey, nuevo comandante de las fuerzas armadas, declaró que no estaba seguro de que Israel fuera a consultar a Estados Unidos antes de atacar Irán. No es así como suele manifestarse la total comunión de intereses. De hecho, en privado muchos diplomáticos estadounidenses, cargos de los servicios de información y mandos militares exponen con bastante claridad sus dudas respecto a la competencia y la sensatez de los actuales dirigentes israelíes. Algunos llegan incluso a cuestionar toda la relación estadounidense-israelí. El secretario Gates y el almirante Michael Mullen, antecesores de Panetta y Dempsey, respectivamente, no dejan de encarecer a Israel que no ataque a Irán.
La mayoría de los políticos y publicistas prefiere evitar la polémica y las dificultades haciendo caso omiso de algo evidente: que los intereses nacionales de Israel y de Estados Unidos no son coincidentes. La capacidad de represalia del grupo de presión proisraelí sigue siendo enorme, e incluso en el protegido espacio de nuestras universidades, los críticos de la alianza estadounidense-israelí deben defenderse de los más viles ataques. Muchas de las organizaciones judías de Estados Unidos utilizan las críticas a Israel para despertar el miedo al antisemitismo en una población judío-estadounidense que casi no se puede creer su propio éxito. De todos los grupos étnicos y religiosos del país, los judíos se encuentran entre los mejor preparados y más prósperos, y disfrutan, en contraste con la hostilidad que recuerdan los judíos más mayores, un nivel de aceptación y de consideración social bastante extraordinario.
El conjunto de la comunidad judía está dividido y no se muestra del todo proclive a respaldar inequívocamente al actual Gobierno israelí (o a ningún otro). Los judíos representan algo más del 2% de nuestra población. No todos pertenecen a congregaciones religiosas u otras organizaciones judías y sus posiciones respecto a Israel son muy variadas. Muchos de ellos, al margen de cuáles sean sus simpatías hacia el Estado judío, se consideran principalmente ciudadanos estadounidenses. Respecto a Estados Unidos, sus preocupaciones políticas se centran muy claramente en cuestiones económicas y de justicia social, y, respecto al extranjero, en los derechos humanos. Hasta cierto punto, no replican con más energía a los partidarios incondicionales de Israel porque Israel no es algo a lo que subordinen todos sus demás intereses.
De este modo, la creciente insistencia e intolerancia de muchos de los estadounidenses pro-israelíes podría muy bien estar delatando sus dudas íntimas respecto a la posibilidad de seguir conservando su posición dominante en el debate público. Su punto de apoyo radica en una curiosa alianza: en primer lugar, están los fundamentalistas protestantes, cuyo entusiasmo por Israel tiene que ver con una interpretación literal de la Biblia. Creen que el regreso de los judíos a la Tierra Prometida significaría la inminencia del Segundo Advenimiento y del Juicio Final y también la propia desaparición de los judíos. También se amparan en desaforados partidarios del unilateralismo en materia de política exterior, que no cejan en su empeño de alcanzar la hegemonía mundial de Estados Unidos, a pesar de que cada vez está más claro que es inalcanzable. Los fundamentalistas están culturalmente aislados y en muchos aspectos irritan y repelen a la mayoría de los estadounidenses. En cuanto a la hegemonía, gran parte de los ciudadanos preferiría tener trabajos estables y buenas perspectivas para sus hijos, y está comenzando a comprender que el imperio estadounidense es un programa de empleo excesivamente caro.
Al presidente se le ha denostado por pasar de la confrontación a la contención respecto a Irán. De hecho, sus detractores le acusan de escuchar a un número considerable de políticos israelíes que se unen a sus colegas estadounidenses para desaconsejar la guerra con Irán. Ese tránsito no ha sido tan evidente, pero quizá la escasa propensión del presidente a atacar Irán se deba a que permite cierta libertad de expresión a sus altos funcionarios.
Ciertos sectores del Gobierno estadounidense han sido partidarios entusiastas de las sanciones contra Irán, otros se han mostrado más comedidos. Las pruebas de que Irán tiene armas nucleares no son concluyentes. Pero sí está claro que cualquier ataque a ese país tendrá consecuencias muy graves y realmente imprevisibles. La virulenta retórica que muchos despliegan en el Congreso y la estúpida beligerancia de los candidatos presidenciales republicanos no expresan todo el abanico de opiniones que hay en Estados Unidos. Este sería un momento excelente para que las naciones de la UE siguieran su propio camino respecto a Irán. El presidente Barack Obama ha pedido a los iraníes que devuelvan el avión espía no tripulado que cayó recientemente en su territorio. Una UE no totalmente supeditada a la política estadounidense podría servir de mediadora y posiblemente trazar una tortuosa senda para la coexistencia entre Irán y Occidente. Pero no podrá hacerlo si respalda incondicionalmente a unos Estados Unidos que se debaten con trilladas ilusiones, cada vez más destructivas.
Norman Birnbaum es catedrático emérito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown.
Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.
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