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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cacofonía en Centroamérica

La democracia necesita un sistema de partidos que no jueguen a darse a la vez o se autodestruyan

Difícilmente puede haber conjunto menos obviamente unitario que Centroamérica. Pese a la alargada geografía de ese “Nilo” entre dos Américas, ni la etnia, descendientes de mayas en Guatemala, y numerosos grupos indígenas, más una negritud que crece camino del istmo panameño; ni una familiaridad cultural suficiente, permiten presagiar la unidad que soñaba Bolívar. Pero si el sustrato varía, la mano del hombre ha dejado constantes huellas de lo común. Guatemala y Nicaragua eligieron el pasado domingo presidente, el general Otto Pérez Molina, y el exguerrillero Daniel Ortega. Ambos nacieron de la guerra fría.

El nicaragüense llegó a la presidencia por la victoria de los insurrectos contra el dictador Somoza en 1979; la URSS parecía tener entonces viento de cola en el Tercer Mundo, y casi por obligación apadrinó la revolución sandinista. Pero a fin de los años ochenta, las cosas eran muy diferentes. Moscú se debatía entre glasnost y perestroika; Afganistán se le indigestaba al contingente; y la muerte del coloso comunista facilitaba el desarrollo de democracias electorales en América Latina. Votar ya no era un peligro. Desde 1990 hay elecciones formalmente libres en Nicaragua, y desde 1986 en Guatemala. Primera coincidencia: ambos sistemas son de baja densidad democrática.

La segunda coincidencia es binaria: criminalidad y pobreza. Guatemala, con una tasa de cerca de 50 muertes violentas por cada 100.000 personas, es uno de los países más peligrosos del mundo, y el Estado solamente brilla por su ausencia; en Nicaragua, el Estado sandinista, quizá por haberse formado en una guerra, ejerce mayor control del territorio; pero en miseria ambos rivalizan: Guatemala con un 50% de ciudadanos bajo el umbral de la pobreza, y de ellos un tercio en situación extrema; y Nicaragua superando el 40%. La democracia debería procurar alguna redistribución de la riqueza, lo que malamente ocurre en ambos casos.

El sistema de partidos es muy diferente, pero los resultados igualmente poco esperanzadores. En Guatemala los colectivos políticos nacen y se deshacen como azucarillos, de forma que ninguno obtiene dos veces seguidas la presidencia, y el candidato derrotado en segunda vuelta —nunca ha ganado nadie en primera— vence matemáticamente en las siguientes elecciones; en Nicaragua domina, diferentemente, un bipartidismo sandinista-liberal, que ha dado grosso modo la mitad de jefaturas del Estado a cada opción. Pero las elecciones han sido siempre predecibles. En tierra nica el mecanismo “corrector” ha consistido en un pacto para el reparto del poder entre las dos fuerzas, que aseguró el condominio de ambas a comienzos del siglo. Pero la ruptura del mismo en 2007 daba paso a una oportunísima escisión del liberalismo, que regalaba la victoria a Ortega ese año y el domingo pasado. La democracia necesita un sistema de partidos que no jueguen a darse la vez o apañen victorias como en Nicaragua, o se autodestruyan como en Guatemala.

En política exterior, Managua es devotamente chavista mientras que Guatemala ha sabido mantener una prudente reserva, aunque apuntándose bajo el anterior presidente, Álvaro Colom, a Petrocaribe, un sistema de alivio-pago del crudo venezolano. Pero el chavismo de Managua no funciona de puertas para adentro. Y lo paradójico es que son los subsidios de Caracas, por valor de unos 500 millones de dólares al año, los que empleados con absoluta discrecionalidad por el poder han permitido la cohabitación de una economía liberal con el asistencialismo a los desfavorecidos de programas como Plan Techo y Hambre Cero, calco hasta en el nombre de las “misiones” venezolanas.

Pero el futuro de ambos países sí que podría diferenciarse notablemente. La victoria de Ortega, que ha exigido un retoque a todas luces ilegal de la constitución para que pudiera ser candidato, parece que clama por la reelección indefinida, aupada en los barrios por unos consejos del poder ciudadano, de nuevo en la línea del más puro chavismo. El general Pérez Molina —acusado de graves desvaríos en la represión contra la insurrección campesina a comienzo de los ochenta— deberá, aún más gravemente, reinventar Guatemala, para lo que necesita “refundar la policía” hasta reducir a proporciones manejables la tasa de 30 asesinatos diarios en una población de unos 12 millones de habitantes. Y esa refundación solo puede costearse aumentando la recaudación fiscal que, con un 10,4% del PIB, es una de las más bajas del mundo. Las mafias del narcotráfico tienen desde hace más de una década al bellísimo país volcánico en vicesituación de “Estado fallido”.

Gran parte de América Central no ha desembarcado aún en una democracia auténtica. Se vota cada cuanto, pero eso no basta.

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