Lo peligroso de ser latinoamericano
Pobreza y desigualdad son los ingredientes habituales de la violencia en América Latina
América Latina es la región más peligrosa del planeta. Como informa el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), aunque la América antiguamente española y portuguesa solo tiene el 9% de la población mundial, en ella se comete el 27% de los homicidios, casi 100.000 al año, que es, sin embargo, una cifra conservadora dado el número de muertes violentas que nunca llega a denunciarse. El índice de mortalidad infligida se establece según el volumen anual de homicidios por 100.000 habitantes, lo que arroja en el cómputo global 23 asesinatos —10 veces más que en España—, pero que suben a casi 50 en Centroamérica, con un pico de 71 en El Salvador. Pobreza y desigualdad son ingredientes habituales de esa inseguridad ciudadana, pero no por ello han de ser inevitables, ni tampoco decisivos.
América Latina comienza
a interesarse por sus vecinos, en lugar de mirar a EE UU y Europa
En Venezuela, donde el chavismo ha hecho grandes progresos en la reducción de la pobreza más extrema, Caracas se ha convertido, pese a ello, en una de las ciudades más inseguras del mundo, con un índice superior a 50, y en Maracaibo, la ciudad del sol amada, y gran centro petrolero del país, la debilidad del alumbrado público es toda una exhortación al crimen. Tiene que haber, por tanto, otros factores en juego. El guatemalteco, hijo de españoles, Severo Martínez, autor de un imponente pero siempre discutible trabajo —La patria del criollo— pretende dar, aunque indirectamente, una respuesta: la culpa es de los colonizadores que transformaron al indígena en indio, haciéndole víctima de las peores exacciones físicas y morales hasta el punto de arrebatarle su natural identidad. Las venas abiertas de América Latina, libro de cabecera del presidente Chávez, del uruguayo Eduardo Galeano, es la versión panfleto de las lapidarias aunque elaboradas acusaciones del historiador centroamericano. Pero atribuir a diferencias étnicas, con su escalonamiento jerárquico de blanco a negro pasando por el múltiple mestizaje, la desarticulación social de la violencia, además de políticamente incorrecto, sería confundir el síntoma con la enfermedad.
El periodista británico Michael Reid publicaba hace unos años refiriéndose a América Latina El continente olvidado, título acertado en los términos —sobre todo económicos— en que lo empleaba, pero que entonces estaba dejando ya de responder plenamente a la realidad. Durante todo este inicio de siglo XXI Bolivia, bajo la presidencia de Evo Morales, vive un intento de recuperación de su identidad prehispánica. La república boliviana ha pasado a llamarse plurinacional, lo que sin duda es, pero el adjetivo apenas vela la pretensión de practicar un salto atrás, la devolución del país a los que aún constituyen la abrumadora mayoría de sus habitantes, todos aquellos que no tienen origen europeo. Y, al mismo tiempo, el repliegue planetario de Estados Unidos—que no ha hecho sino comenzar— ha permitido el surgimiento del llamado grupo de naciones emergentes, notablemente Brasil en el continente americano. El expresidente Lula, de manera circunspecta, y a su desaforado estilo el venezolano Hugo Chávez reclaman la atención de su pueblo y de los pueblos circundantes sobre sí mismos. El continente pos-ibérico ha dejado ya de ignorarse en la escena internacional, como puede comprobarse con la lectura de las secciones de extranjero de la prensa nativa. Tras una ocultación secular, América Latina comienza a interesarse por sus vecinos, en lugar de mirar solo a Estados Unidos y Europa.
Y una superestructura occidentalizada cada día cubre de manera menos convincente la realidad de fondo. Es obvio, sin embargo. que América Latina no se resume en una única historia. El Cono Sur, ni mejor ni peor pero distinto a Europa, ha inventado su propia versión de Occidente; pero en la América que escala desde el altiplano paceño, por los Andes y Centroamérica, hasta la frontera con el mundo anglosajón, hay un extenso ajuste identitario que practicar. Esa crisis, que implica por el solo hecho de imponer a la descendencia nombres extranjerizantes, un rechazo frecuentemente subliminal a la colonización española, unida a una nueva conciencia de estar en el mundo, constituyen los elementos de una revolución que, según la prisa que se dé en desarrollarse y la conmoción que entrañe, podrá llamarse solo evolución.
Ni esa revolución evolutiva o evolución revolucionaria, ni tampoco contingencias específicas a países como México o Guatemala, donde la sangrienta refriega del narco nutre los índices violentos, explican nada por sí mismos. Pero los pueblos que aún no han decidido quiénes son, pueden verse sometidos en el futuro a diferentes y aún mayores volúmenes de violencia; política, que es también común.
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