El padecimiento inicia su declive
El Informe de Desarrollo Humano para América Latina y el Caribe de 2010 reviste el enorme mérito de darle a la desigualdad el lugar y la prominencia que merece. Esto no es nada nuevo en la literatura académica, político y periodística sobre la región, pero sí parece serlo, con esta amplitud, precisión y detalle, en un informe de las Naciones Unidas. En particular destacan cuatro tesis fundamentales. La desigualdad debe ser incorporada a la medición del desarrollo humano en América Latina, para suprimir las distorsiones que su ausencia provoca de manera inevitable; la desigualdad es una tara propia y grave de la región, distinta de la pobreza, pero igualmente nociva, y que requiere de políticas públicas propias para ser combatida; es una tara antigua (persistente, dice el Informe), es decir posee orígenes remotos, difíciles de revertir; y se trata de un tara multi-dimensional: entre hogares, regiones, géneros, etnias y países de la región, que tiende a resistir el impacto de políticas públicas que no se propongan reducirla; más bien, de no ser el caso, solo la perpetúan.
"La Conquista provocó un 'shock' nunca remontado"
Quisiera rápidamente referirme a cuatro puntos relacionados con distintos aspectos de estas tesis, en principio abordados por el Informe, pero sobre las cuales conviene insistir. En primer lugar, la desigualdad, en detrimento de amplios sectores de la población de América Latina y el Caribe, es el anverso de la medalla de la concentración de poder, riqueza, oportunidades y resultados en favor de estrechos sectores de la población de América Latina. La persistencia y el crecimiento de diversos monopolios públicos y privados, nacionales y extranjeros, económicos, financieros, políticos y mediáticos en la región no es un fenómeno ajeno a la persistencia, o incluso, en algunos casos, al agravamiento de la desigualdad.
El segundo punto, subrayado por Sebastián Edwards en su último y notable libro, Left Behind: The False Promise of Populism in Latin America, es bien sabido por lo menos desde los viajes de Alejandro von Humboldt por México y otras tierras. La desigualdad en América Latina no es producto ni del neo-liberalismo, ni del populismo, ni del desarrollismo, aunque todos estos ismos puedan haberla acentuado. Se remonta a muy lejanas épocas, y casi con toda seguridad se puede afirmar que tuvo un momento fundacional: la Conquista. Esta fue, con mayor o menor contundencia según las regiones, los conquistadores, los momentos y las civilizaciones pre-existentes, una especie de shock desigual inicial, que nunca se ha remontado del todo. La concentración de los activos de aquella era -tierra, minas y mano de obra indígena o de orígen africano esclavizada- fue tal que ha resultado imposible a lo largo de los años neutralizarla. Que las políticas supuestamente destinadas a ello hayan sido erradas no desmiente este pecado original, apenas hoy en vías de expiación.
El tercer punto, que acompaña a los dos primeros, sugiere que solo con medidas extraordinarias, o extraordinariamente drásticas, ha sido posible reducir súbita y significativamente la desigualdad. Aunque no cuento con los números que lo corroboren, los únicos dos casos que conozco de una disminución veloz y dramática de la desigualdad son Puerto Rico y Cuba, ambos por razones muy parecidas. Los dos lograron expatriar a un número elevado de su población: Cuba entre 10 y 15% a principios de los años sesenta; Puerto Rico, casi la cuarta parte entre finales de los cuarenta y principios de los sesenta; Cuba, el segmento más afluente, Puerto Rico el más pobre; Cuba a Florida y Nueva Jersey, Puerto Rico a Nueva York. Ambos recibieron subsidios de fuera por montos espectaculares (algunos calculan de más de 25% del PIB para Cuba de la Unión Soviética; casi la tercera parte del PIB para Puerto Rico desde Estados Unidos a partir de Operation Bootstrap. Y los dos países coincidieron en tener al frente durante años decisivos a gobiernos empeñados en mitigar la desigualdad -Castro en Cuba, Muñoz Marín en Puerto Rico. Por definición estas dos experiencias son irrepetibles en el resto de América Latina hoy; ello no implica que reducir la desigualadad sea imposible, pero si da una idea de la complejidad de la tarea.
El cuarto punto, que puede analizarse en Declining Inequality in Latin America: A Decade of Progress?, que se debe leer como un complemento del Informe del PNUD, ya que el PNUD también auspició este libro, y sus autores Nora Lustig y Luis F. López-Calva participaron en la elaboración del Informe, es muy sencillo. Existen buenas razones para pensar que por fin, y a pesar de todos los obstáculos ya mencionados y otros más, a lo largo del último decenio la desigualad ha comenzado a menguar en algunos países de América Latina. Gracias a casi quince años de estabilidad de precios, de crecimiento sostenido (aunque en ocasiones modesto) y de políticas duraderas de combate a la pobreza, en países como Chile, México, Brasil y Uruguay, la desigualdad ha empezado a declinar. El corolario de esta conclusión, que sostiene sobre todo que quienes más se han beneficiado de este conjunto de factores han sido los deciles más desfavorecidos de la escala de ingresos, es que la clase media baja latinoamericana se ha ensanchado en estos diez o quince años, para volverse ligeramente mayoritaria en varias sociedades. Si esto es cierto y duradero, el padecimiento ancestral de la región habrá iniciado su declive, y el Informe de Desarrollo Humano para América Latina y el Caribe será a la vez más pertinente y premonitor que nunca.
Jorge G. Castañeda, ex canciller mexicano, es profesor de la Universidad de Nueva York y de la Universidad Nacional Autónoma de México
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