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Reportaje:

Guerra popular maoísta en India

La lucha de los rebeldes se parece a un conflicto civil que se cobra cada vez más víctimas y pone en peligro el crecimiento industrial de India

La luz grisácea del alba rompe sobre el bosque de bambú mientras el Ejército Guerrillero de Liberación Popular se prepara para un nuevo día. Con transistores bajo el brazo, los soldados escuchan las noticias de la mañana y se lavan los dientes.

Unos cuantos jóvenes reclutas se afanan en construir un detonador de control remoto para explosivos. El comandante de la compañía, Gopanna Markam, se afeita pacientemente.

"Hemos conseguido que la gente se dé cuenta de cómo cambiar la vida mediante la lucha armada, no mediante el voto", afirma Markam, de unos 45 años, relatando los logros de sus tropas. "Ésta es una guerra popular, una guerra del pueblo prolongada".

Los maltrechos soldados de Markam, que siguen el guión de la revolución campesina maoísta, llevaban tanto tiempo luchando por una causa aparentemente perdida, que difícilmente se los tomaba en serio más allá de la zona forestal desesperadamente pobre de la India centro-oriental. Pero ya no es así.

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Hoy, la lucha que Markam alienta desde hace 25 años se parece más y más a una guerra civil que se cobra cada vez más vidas y pone en peligro el crecimiento industrial de un país hambriento de carbón, hierro y otras riquezas enterradas en estos espacios aislados y apartados del auge económico indio. El año pasado se cobró casi 1.000 vidas.

Aquí, en el centro del Estado de Chattisgarh, el escenario bélico más mortal, las milicias de defensa rural, que reciben apoyo público, se han dedicado recientemente a cazar maoístas en la selva. Mano a mano con la insurgencia, las milicias han arrastrado la región a un conflicto cada vez más letal.

Los habitantes, atrapados en medio, han visto cómo les quemaban sus aldeas. Ahora hay casi 50.000 desplazados que viven en campamentos, mientras la contrainsurgencia intenta limpiar el campo del apoyo a los maoístas.

Los insurrectos vuelan vías férreas, se apoderan de tierras y expulsan a los guardas forestales. Han hecho casi imposible el trabajo de los funcionarios, cuya presencia en las zonas remotas ya era de por sí escasa. Su objetivo último es derrocar al Estado.

Hoy, el Partido Comunista Indio (maoísta), un movimiento armado clandestino sin representación política, es una organización rígidamente jerárquica con presencia en 13 de los 28 Estados indios. Un alto cargo del servicio secreto indio calcula que los maoístas ejercen diversos grados de influencia en más de una cuarta parte de los 600 regiones indias.

Las fuerzas policiales locales, con sus maltrechos todoterrenos y sus viejas armas, son incapaces de frenar la rebelión.

India ofrece un terreno muy fértil: con una profunda sensación de descuido en grandes partes del país y una amplia población joven, sobre un telón de fondo de tasas de crecimiento económico del 8% en otras partes.

Mientras, los maoístas sobreviven exigiendo impuestos a cualquiera que haga negocios en la selva, desde los comerciantes de bambú a las constructoras de carreteras. "Es uno de los movimientos e ideologías antiestatales más sostenibles", afirma Ajai Sahni, analista de seguridad y director ejecutivo del Instituto para la Gestión de Conflictos, con sede en Nueva Delhi. "A no ser que tenga lugar una revolución estructural radical en las áreas rurales, veremos una expansión continua de la insurrección maoísta".

Los ataques se han vuelto más abiertos y mejor coordinados. En lo que va de año, el conflicto ha matado a casi dos indios por día. Chattisgarh, con un alto porcentaje de indígenas, los adivasis, es el escenario de guerra más mortal.

En el corazón del Estado, en medio de espesas selvas de sales y bambú, el terror ha generado terror.

El pasado verano nació un movimiento de defensa local antimaoísta, que se autodenomina Salwa Judum (Misión de Paz). El grupo ha coaccionado o perseguido a miles de personas, expulsándolas de sus aldeas de la selva a pobres campamentos de tiendas, donde detienen a supuestos simpatizantes de los maoístas. Los campamentos están vigilados por policías, fuerzas militares y escuadrones de jóvenes armados dotados del título de "policías especiales".

El Centro Asiático para los Derechos Humanos, con sede en Nueva Delhi, publicó en marzo un informe en que el se habla de la presencia de niños en las filas del Salwa Judum. El centro también acusa a los maoístas de reclutar niños soldados. Considera al conflicto "el reto más grave contra los derechos humanos en India".

Los líderes de Salwa Judum dicen que han librado su campaña con un solo objetivo en mente: limpiar las aldeas, una a una, y romper la red de apoyos de los maoístas. No cabe duda de que para llevar a cabo su objetivo, el Salwa Judum tiene apoyo público.

A medida que se va hundiendo en un estado de emergencia no declarado, Chattisgarh está dispuesto a aplicar una nueva ley restrictiva que permitiría a la policía local detener durante dos o tres años, sin someterlo a juicio, a cualquiera que pertenezca a "una organización ilegal" o colabore con ella.

Markam y sus fuerzas maoístas no parecen desanimados. Viéndolos en su campamento selvático, durmiendo sobre lonas, armados con fusiles y pistolas anticuados, sin un territorio real bajo su pleno control, es difícil figurarse cómo mantienen desde hace tanto tiempo su movimiento, y mucho menos cómo han conseguido expandirlo a una extensión tan amplia del país.

Sobreviven gracias a la comida que les dan los aldeanos, más una porción de la cosecha anual de arroz. Al hablar con los lugareños nos damos cuenta rápidamente de que poca opción tienen aparte de colaborar.

"A no ser que cortes de raíz la fuente del mal, éste permanecerá", explica el partidario más destacado del grupo, un influyente político adivasi llamado Mahendra Karma. "La fuente es la gente, los aldeanos".

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