El peligro alemán
Margaret Thatcher y François Mitterrand se llevan la palma, a los 20 años del memorable acontecimiento. Se supo entonces, pero se ha confirmado todavía más ahora. Pero no estaban solos. Al contrario. Fueron muchos los que acogieron la caída del Muro con serios reparos, que fueron creciendo a medida que el horizonte hasta entonces lejano de la unificación alemana iba acercándose a toda velocidad. En España hubiera habido mayoría en contra si se hubiera puesto a votación entre los dirigentes políticos a derecha e izquierda. Helmut Kohl ha evocado con agradecimiento el caso excepcional de Felipe González.
La mayoría de los políticos españoles del momento hacían suya la frase del escritor François Mauriac, que no de Mitterrand como se ha dicho: estaban tan enamorados de Alemania que preferían que hubiera dos. Una Alemania unificada, nos decían, volvería a las andadas. Toda Europa marcaría el paso de la oca al compás de sus tambores. Regresarían el nacionalismo y el militarismo, incluso el antisemitismo. Quizás un nuevo Hitler surgiría de las sentinas de la sociedad alemana.
Todo eso no era más que una enorme demostración de conservadurismo político, estrechez moral y miseria intelectual. Y también de un curioso prurito historicista, profundamente perezoso, que sólo sabe ver el futuro como repetición de un pasado convertido en mito inmutable. Aunque los hechos han desmentido todos y cada uno de los temores, vale la pena hacer un rápido balance de lo que ha sucedido en estos 20 años respecto a los miedos europeos ante el regreso de Alemania.
Para empezar, no tenemos una Europa alemana, sino una Alemania europea, tal como quería Kohl. La unificación alemana ha traído también la unificación europea, que arrancó inmediatamente con el ingreso de los países que habían sido neutrales en la guerra fría, Austria entre ellos. Ante este movimiento, también hubo quien se echó las manos a la cabeza: otra vez la Anschluss o anexión de Austria, como en 1938. No ha sido así, al contrario. Austria es un socio europeo más, que comparte la moneda con Alemania, pero desarrolla su vida política propia con total independencia de Berlín.
El euro es la moneda de 13 países y no una nueva denominación del marco alemán. El miedo a una continuación de la llamada zona marco, en la que la moneda más fuerte actuaba de cabeza de la serpiente monetaria europea, ha quedado desmentido por los hechos. El Banco Central Europeo no es el Bundesbank y el euro no es un disfraz del marco. La renuncia de Alemania a su soberanía monetaria es el precio contante y sonante con el que Berlín ha pagado por el apoyo a la unificación.
La extrema derecha nacionalista tampoco ha renacido ni lo ha hecho el racismo xenófobo y antisemita, como los agoreros más truculentos se empeñaban en profetizar. Hubo en los primeros años algunos incidentes, a veces trágicos y con víctimas mortales, con trabajadores extranjeros, pero no en mayor medida, quizás incluso menos, de lo que se registran en otros países. Tampoco ha habido resurgimiento alguno del militarismo como fruto de la unificación y de la salida de las tropas soviéticas. El Ejército alemán ha participado por primera vez en misiones en el extranjero, fruto de una decisión tomada por un Gobierno rojo y verde, con un ministro de Exteriores como Joschka Fischer al frente, primero en los Balcanes y ahora en Afganistán. Y no ha pasado nada.
Los sucesivos Gobiernos alemanes se han entregado con toda franqueza a la construcción europea y no han sido ellos, sino sus vecinos holandeses, franceses, irlandeses, polacos y por supuesto británicos, quienes han aprovechado las sucesivas reformas para poner obstáculos y barrer hacia casa. Se ha notado, es cierto, un repliegue nacionalista en toda Europa, pero no ha sido obra de los alemanes, sino de los socios de siempre. Alemania ha sido un jugador leal y europeísta en un momento de depresión y desaceleración en la construcción europea.
La ampliación, con la que los británicos buscaban diluir la UE, ha sido muy interesante para Alemania, pero por razones sobre todo económicas. La lengua alemana y la influencia cultural han menguado en todo el centro de Europa, pero no las inversiones ni el comercio. Una razón adicional para desmentir los temores de quienes blandían los espantajos del hegemonismo y del expansionismo.
La capitalidad de Berlín, que también fue esgrimida en algún momento como alguna forma de inconveniente, ha enriquecido a toda Europa, que cuenta con un nuevo centro cultural y político de enorme dinamismo y extiende así la influencia europea hacia el profundo Este europeo. En la urbe prusiana repite mandato Angela Merkel, hija directa de la unificación y la primera mujer que preside un Gobierno alemán. Todo contribuye a que los 20 años de la Alemania unida sean un motivo de alegría y de esperanza para todos los europeos.
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