¿El Waterloo del chavismo?
Washington mira a Honduras como una oportunidad de ponerle freno a Chávez
El diario El Universal de Caracas, muy antichavista, publica una entrevista con el ministro español de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, con un título de esos que los periódicos usan a veces como arma en sus batallas particulares: "Lo desmiento, EE UU no estuvo detrás del golpe en Honduras".
El régimen de Venezuela ha estado propagando la idea de la implicación norteamericana en el golpe hondureño desde el primer día, pero, sobre todo, desde que empezaron a crecer las dudas sobre las intenciones del presidente depuesto, Manuel Zelaya, y lo que éste representaba. La participación norteamericana en el golpe se ajusta como un guante a la visión maniquea y beligerante que Hugo Chávez quiere imponer en América Latina. No importa que ningún dato lo respalde. No importa que una acusación así contradiga toda la lógica de una Administración, como la de Barack Obama, que se ha caracterizado, precisamente, por la defensa del derecho internacional y de la aceptación de los contrarios.
Ha sido después del derrocamiento cuando Estados Unidos ha empezado a mirar a Honduras con creciente interés, y lo ha hecho, ciertamente, como una oportunidad de ponerle freno a Chávez. El presidente venezolano tiene, por tanto, razones por las que estar preocupado con Washington, pero no las que él sostiene en público.
A efectos legales, Estados Unidos no se ha movido un milímetro del papel que le corresponde a una democracia ante una acción golpista: ha exigido la restitución del presidente depuesto, ha retirado el visado a cuatro de las figuras del régimen de facto y ha anunciado próximas sanciones contra el Gobierno creado en Honduras. Ha estado, en fin, actuando en la misma dirección que el resto de sus aliados.
En un plano subterráneo, sin embargo, la Administración norteamericana -especialmente el Departamento de Estado- ha entendido que esta crisis, por insignificante que pareciera en su nacimiento, podría equivaler, adecuadamente manejada, al principio del fin del chavismo en América Latina. Es decir, el fin de una doctrina que predica el populismo, la confrontación con Estados Unidos y la acomodación de las leyes nacionales a la consolidación de un largo régimen. Para ello, Estados Unidos ha contado con la complicidad, al menos silenciosa, de varios países latinoamericanos que tienen los mismos recelos hacia Chávez, aunque no se atrevan a expresarlos en público.
Fue decisiva la irrupción en escena del presidente de Costa Rica, Óscar Arias, un premio Nobel de la Paz y un hombre en quien Washington confía y a quien nadie puede negarle honestidad e imparcialidad. Arias, un veterano en estas lides, armó un plan, incontestable desde el ángulo de su rigor democrático y constitucional, que permitía el regreso de Zelaya, pero mermado de prestigio, de autoridad y de medios para extender su mandato.
Difícilmente, Chávez podría haber convertido ese regreso en un éxito político. Más bien, Honduras habría pasado a la historia como la primera derrota de Chávez. Estados Unidos ha encontrado en ese plan el pivote de una política -¡por primera vez en décadas en América Latina!- muy inteligente: defender sus intereses y minar los de rival, con respeto a la ley y apoyo internacional.
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