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El trabajo obligatorio del genocidio

Quince años después, una superviviente recuerda la limpieza étnica en Ruanda

Yolande Mukagasana (Kigali, 1954) sabía que vivía sobre un antiguo cementerio ?el nombre de su barrio, Nyamirambo, significa en kinyarwanda "lugar de cadáveres"?, pero nunca imaginó que el patio de su casa iba a acabar convertido en osario. Única superviviente familiar del genocidio ruandés, perdió allí a su marido, sus tres hijos y todos sus hermanos, asesinados por sus vecinos hutus por el simple hecho de ser tutsis. De su hogar sólo quedaron en pie dos escalones y el tocón de unos árboles frutales que con el tiempo, y la sangre derramada, han rebrotado.

Yolande, que hoy reside en Bruselas ?obtuvo la nacionalidad belga tras huir de Ruanda?, vuelve con frecuencia a Nyamirambo como si se dirigiera a un santuario. "Continúo amando el barrio, porque su tierra está mezclada con la sangre de mi marido y mis hijos", dice. Sobre las ruinas de su casa levantó un hospicio para albergar a huérfanos del genocidio, porque "sólo siendo madre puedo mantenerme viva". Decenas de chavales se han criado desde entonces en Nyamirambo Point d'Appuie, como se llaman el orfanato y la modesta asociación que lo respalda, labor que le ha valido el reconocimiento internacional. El último de los críos, Ferdinand, de 14 años y a punto de abandonar la casa-cuna, la llama maman (mamá).

Yolande Mukagasana vive de contar ?de recordar? el genocidio, pero también vive por contarlo. Da testimonio de lo sucedido en colegios e instituciones, así como en encuentros como el que la ha traído a Madrid, un seminario de Casa Sefarad sobre los genocidios del siglo XX. Porque, pese a la disparidad de escenarios, el genocidio de Ruanda, dice, se parece mucho a la limpieza étnica en la antigua Yugoslavia o al Holocausto. "Un genocidio es una voluntad política de exterminar una parte de la humanidad según determinados criterios, siempre arbitrarios", explica. Entre 800.000 y un millón de personas, en su mayoría tutsis y hutus moderados, fueron masacrados en 1994 por milicias hutus mal armadas y por particulares que blandían machetes, azadas, hachas, cuchillos, martillos... herramientas que a la comunidad internacional le inspiraban la imagen de una incomprensible venganza tribal. Africana. Lejana.

Para los ruandeses, sin embargo, fue una explosión de odio añejo. "Los genocidios no caen del cielo, requieren una larga preparación. En el caso de Ruanda, fue un proyecto que se coció durante más de un siglo, inoculado en el cerebro de generaciones y generaciones que crecieron mamando odio. Ese germen de destrucción se materializó en el carné de identidad étnico creado por los colonizadores [belgas] en 1931, que nos individualizaba en etnias distintas, aunque todos estábamos mezclados, casados entre sí, sin distinguir quien era hutu o quien tutsi", explica.

Fue un exterminio sistemático; como el de los Balcanes, "un genocidio de proximidad". Yolande, enfermera en el dispensario de Nyamirambo, había cuidado a algunos de los que iban a ser verdugos de su familia, "vecinos, chicos del barrio a los que habíamos visto crecer. Como Gaspar, que remató a machetazos a uno de mis hijos y a quien luego visité en la cárcel para preguntarle por qué". No obtuvo respuesta, ni siquiera un indicio de turbación en una mirada bovina. "Sigo sin comprender el odio que aseguraba tener hacia nosotros", explica serenamente. "Sólo sé que vivíamos juntos pero con identidades falsas, huecas. Hablar de identidad, de una sola lengua o una sola cultura, siempre nos había parecido imposible".

Pero eran negros, y Ruanda estaba muy lejos de la comunidad internacional, esa que concede carta de naturaleza ?es decir, visibilidad mediática? a los conflictos. Quince años después, Yolande no se ahorra las críticas a las grandes potencias: "Las de Kofi Annan [entonces secretario general de Naciones Unidas], que vino a pedirnos perdón, fueron lágrimas de cocodrilo. Francia fue responsable de lo sucedido por su inacción, porque miró para otro lado y porque ha intentado ocultar la verdad, además de sembrar la desinformación. Igual que Bélgica, aún más responsable porque había sido la potencia colonial", cuenta.

La tragedia que se inició el 6 de abril de 1994, con el derribo del avión del presidente Juvenal Habyarimana, no ha concluido todavía: el Alto Tribunal de Naciones Unidas para Ruanda, con sede en Arusha (Tanzania), no acabará su trabajo hasta 2010. También para Yolande Mukagasana el drama continúa. "A diferencia de los criminales nazis, que permanecieron ocultos durante años o huyeron, en Ruanda las víctimas y los verdugos han seguido conviviendo todo el rato y se cruzan a diario por las calles, porque además siempre son más los ejecutores que los ideólogos. El genocidio era un trabajo obligatorio, por eso toda la población se implicó de una u otra manera".

En Ruanda, en abril de 1994, no quedó nadie a salvo, ni siquiera los del bando de los verdugos. "Las primeras víctimas fueron los hutus moderados que no estaban de acuerdo con que se exterminara a los tutsis", dice. Todos se confiaron; se cometieron errores: "Nos equivocamos depositando nuestra confianza en la ONU, su ayuda no sirvió de nada". Nadie, en fin, salió indemne de la insania, y menos aún, los aproximadamente 5.000 niños nacidos de violaciones ?otra arma de guerra?, "aún hoy discriminados, mirados con recelo por todos". Como Ferdinand. Por eso, en el jardín que en abril de 1994 se convirtió en un cenagal empapado en sangre, Yolande Mukagasana, católica, no reza a Dios, "sino a mis muertos". Y pide también por el pequeño Ferdinand, que está solo en el mundo. Ella quiere llevárselo a Bruselas, pero él, el fruto del horror, no quiere abandonar África, esa madrastra tan cruel como hermosa.

Al borde del abismo

El crecimiento económico de Ruanda superó el 5% entre 2001 y 2006 gracias a las exportaciones de café y té y a un turismo incipiente. Pero sigue siendo un país pobre casi dos tercios de la población, de 10 millones de habitantes, vive bajo el umbral de pobreza y dependiente de la ayuda internacional, la misma que permitió el aprovisionamiento de armas para acometer la limpieza étnica. El genocidio se financió en gran parte con dinero procedente de un programa de ajuste estructural al que contribuían el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.

La obligada reconstrucción se topa a diario con carencias estructurales es el país con la mayor densidad de población de África, pero está abismado en una agricultura de subsistencia, a cuya larga lista se ha sumado con virulencia el sida. De sida murió la madre de Ferdinand, al que no transmitió el VIH. "No podemos negar que ahora se vive mejor que en los noventa. Hoy la mayoría de los niños va al colegio, pero muchos tienen que dormir luego bajo un puente", recuerda Yolande Mukagasana, que reclama atención sobre el drama persistente de los huérfanos del genocidio. "Huérfanos que no conocía de nada, procedentes no sólo del barrio, sino de otros muchos lugares del país, comenzaron a afluir hacia mi casa cuando acabaron los ataques. Se habían enterado de que allí cuidábamos niños. Los hemos sacado adelante sin ayuda, gracias al trabajo de voluntarios y a las donaciones de europeos que conocen nuestro trabajo".

El genocidio de 1994 empañó seriamente la imagen de Ruanda, aunque el presidente Paul Kagame, elegido en sufragio popular en 2000, ha logrado mantener firmes las riendas. Pero la geografía no ayuda y Ruanda comparte vecindad con otros países de los Grandes Lagos, una región sometida a expolio y pasto de intereses encontrados: los de facciones políticas rebeldes, gangs armados, contrabandistas, jefes tribales... Y la sangría de refugiados ruandeses no cesa: 20.000 llegaron a Burundi entre 2000 y 2005 huyendo de la sequía o de las condenas emitidas por tribunales tradicionales, que una década después de la masacre aún seguían dirimiendo responsabilidades.

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