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Empoderadas, pero luciendo ropa interior. ¿Cómo ha influido la cultura pop en el feminismo?

La industria de la música, la moda o el cine son hoy campos de batalla donde la defensa de la igualdad y la misoginia coexisten en tensión permanente

Beyoncé
Ana Vidal Egea

En la última década, el feminismo se ha visto atravesado por la tensión entre el machismo y las distintas interpretaciones de lo que significa ser una mujer empoderada. Una confusión amplificada por las redes sociales y la cultura pop, que difunde referentes colectivos y contribuye a definir la sociedad contemporánea. “Estamos atrapados en un ciclo de avances y retrocesos. Aunque las mujeres han logrado conquistas reales en los últimos 25 años, también ha habido un movimiento empeñado en arrebatarles otros derechos”, explica por correo electrónico Sophie Gilbert, periodista estadounidense finalista del Pulitzer y autora de Chica contra chica. Cómo la cultura pop enfrentó a una generación de mujeres contra sí mismas (Libros del K.O.), que se ha publicado esta semana.

La cultura pop de la década de 2000 socavó los avances que el feminismo había conseguido hasta entonces, según remarca por e-mail la socióloga y teórica cultural británica Angela McRobbie, profesora emérita de la Universidad de Goldsmiths en Londres. Fue la época de Christina Aguilera, de las Spice Girls, de Monica Lewinsky y de Janet Jackson, en contraposición al movimiento anterior, mucho más político, de Riot grrrl, que denunciaba la violencia y la opresión al tiempo que empoderaba a las mujeres. “A lo largo de buena parte de las primeras décadas del siglo XXI, la cultura popular transmitió de manera rotunda a las mujeres que el feminismo ya no era necesario y que sería mejor centrarnos en mejorar nosotras mismas en lugar de mejorar la sociedad”, señala Sophie Gilbert. El girl power se calificó de “misoginia edulcorada” porque hablaba de la emancipación de la mujer desde una perspectiva posfeminista, siendo una liberación basada en ideales estéticos heteronormativos y machistas, donde la mujer era infantilizada o hipersexualizada. “Por entonces se creía que las mujeres podían alcanzar logros sin desestabilizar las jerarquías masculinas, lo cual, en realidad, no es posible”, matiza McRobbie.

Una de las víctimas más notorias de la trampa de aquella década fue Britney Spears, que acabó sufriendo una grave crisis mental debido en parte a la gran presión mediática y al constante escrutinio público. En 2007 el mundo entero pudo ver cómo golpeaba un coche con un paraguas o se afeitaba la cabeza dejando atrás su icónico pelo rubio de Barbie. Una serie de eventos que desembocaron en que Spears, una de las cantantes que más discos ha vendido de todos los tiempos, acabara durante 13 años (desde los 27 hasta los 40) bajo la tutela personal, médica y financiera de su padre, siendo incluso obligada a permanecer ingresada en un centro psiquiátrico contra su voluntad, como una Juana I de Castilla (“la Loca”) contemporánea. El ejemplo de Spears evidencia el doble rasero con el que la cultura pop juzga a las mujeres, escudriñando permanentemente su vida personal en clave de escándalo y usando narrativas misóginas sobre descontrol, debilidad y enajenación. Esta forma de subrayar los momentos de vulnerabilidad de las mujeres por encima de sus logros contribuye a que en el inconsciente colectivo la mujer siempre se asocie a inestabilidad, lo que genera desconfianza.

La cultura pop ha contribuido a que la cosificación de la mujer siga igualmente vigente, expandiendo una idea superficial del éxito que oculta patrones autodestructivos y referentes esclavizados a un sistema orientado al consumo, donde el valor de la mujer depende siempre de la mirada externa y parece orientado a complacer al hombre. Además, con el fácil acceso al porno, el comportamiento degradante hacia la mujer se volvió mainstream. “La extensión lógica de la cosificación es la deshumanización”, escribe Gilbert. La película ganadora del Oscar 2025, Anora, le sirve de ejemplo para exponer una jerarquía de poder en la que la vida de las mujeres que intentan servir al sistema no tiene final feliz, pese a lo que el capitalismo insiste en inculcar.

Gilbert repasa en su libro cómo los referentes de la cultura pop alimentan un sistema misógino y sexista. La carrera artística de Madonna puede ser vista como feminista y antifeminista a un mismo tiempo: aunque trasgredió normas, rompió tabúes y reivindicó la libertad sexual de la mujer, lo consiguió potenciando estereotipos hipersexuales de cosificación femenina, y reivindicando más un empoderamiento individual de carácter neoliberal que una transformación estructural y colectiva.

También hay contradicciones en el caso de Beyoncé, la cantante con más Grammys en la historia (35) y autora del himno feminista Run the World (Girls), al ser una artista que se hipersexualiza, reproduciendo la misma lógica patriarcal que dice combatir. Cuando apareció en la portada de la revista Time en 2014, incluida entre las 100 personas más influyentes del mundo, lo hizo en ropa interior, pese a que se trataba de una publicación seria que valoraba el impacto de su música en la sociedad. “Está colaborando en la construcción de sí misma como esclava. ¿Sigue siendo esclava? No es una imagen liberadora”, advertía en un coloquio celebrado en The New School de Nueva York la académica estadounidense bell hooks, fallecida en 2021 y referente en los estudios sobre feminismo y racismo. Y añadió algo que puede aplicarse tanto a actrices porno que reivindicaron el control de su cuerpo (como Sasha Grey o, en España, Amarna Miller) como a estrellas que han hecho de la provocación y la autonomía sexual su marca, entre ellas Miley Cyrus: “No vas a destruir este patriarcado capitalista de supremacía blanca e imperialismo creando tu propia versión de él”.

Taylor Swift expone esta perpetuación de la mirada masculina como mecanismo de validación en el documental Miss Americana, al reconocer sus problemas con el peso y trasladar esas dudas a una generación entera de seguidoras. El caso se amplifica con la normalización mediática del Ozempic, convertido en chiste en South Park o en la gala de los Oscar, donde se evidenciaba que todo Hollywood lo está utilizando para perder peso (y no para la diabetes, para lo que originalmente era prescrito). Su uso viralizado en redes ha reinstaurado un ideal pesocentrista, frenado los avances del cuerpo positivo y ha reabierto el debate sobre presión estética, desigualdad y mercantilización del cuerpo. Según McRobbie, “la cultura popular, hoy por hoy, ofrece muy poco a las mujeres”, por lo que la actividad feminista “se ha desplazado hacia el activismo y las artes y el cine independiente”.

La académica estadounidense Andrea L. Press, autora de Cinema and Feminism (cine y feminismo, sin edición en español), coincide en que la cultura pop tiene una concepción muy arcaica del atractivo femenino; históricamente, Hollywood ha priorizado la belleza de las mujeres por encima de sus historias, mientras que hombres de toda índole (altos, bajos, gordos, flacos, guapos o feos) protagonizaban su historia con libertad, como ocurrió con Tony Soprano. Sin embargo, Press se mantiene positiva ante nuevos referentes, como Rosalía, Aimee Lou Wood o el fenómeno de Taylor Swift, quien a través de sus composiciones visibiliza cómo se sienten las jóvenes, algo que en su opinión no se había hecho nunca a esta escala. “Las cosas han cambiado drásticamente en el transcurso de mi vida y espero que cambien aún más. El cambio llega ahora con mayor rapidez porque existe un mercado y la industria lo reconoce; nadie puede negarlo”.

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Sobre la firma

Ana Vidal Egea
Periodista, escritora y doctora en literatura comparada. Colabora con EL PAÍS desde 2017. Ganadora del Premio Nacional Carmen de Burgos de divulgación feminista y finalista del premio Adonais de poesía. Tiene publicados tres poemarios. Dirige el podcast 'Hablemos de la muerte'. Su último libro es 'Cómo acompañar a morir' (La esfera de los libros).
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