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¿Quién soy yo? Zygmunt Bauman y la identidad nacional

El pensador polaco (1925-2017) examina sus raíces en este adelanto editorial de su último libro publicado en español, ‘Mi vida en fragmentos’, un ‘collage’ de recuerdos que entrelazan su historia con los eventos políticos que marcaron su vida

Zygmunt Bauman
El sociólogo polaco Zygmunt en Praga, en agosto de 2015.Roman Vondrous (CTK Photo / Alamy / Cordon Press)

Estoy escribiendo estos recuerdos en inglés. Y es una suerte y una desgracia a la vez. Es una suerte, porque buena parte del problema al que yo y los otros muchachos a quienes enviaron a compartir mi situación nos enfrentamos el 1 de septiembre de 1938 [ese fue el primer día de clase de Bauman en el instituto Berger de secundaria, donde fue objeto de segregación racial] debe de resultar abstruso e incomprensible —qué digo incomprensible, ¡inefable!— para una persona nacida en el universo construido con la lengua inglesa. Tal persona no entendería (y aun si lo entendiera, no sentiría) lo complejo que es ‘ser polaco’, ese concepto que fusiona en uno solo los estados de ser inglés y ser británico que él o ella tan prudentemente trata de mantener separados. Pero es una suerte que esté intentando explicar esta experiencia en inglés; si lo intentara en polaco, no podría extraer la esencia de un problema personal con siglos de enrevesada e irremediablemente retorcida historia. Escribiendo en inglés, puedo probar a adoptar una postura de desapego emocional, examinar mi polonidad desde fuera, como tendemos a mirar otros objetos de estudio. Al menos, lo intentaré.

Aun así, no puedo soslayar la historia. Según la historia, la condición de “ser polaco” ha sido durante siglos una cuestión de decisión, elección y acción. Ha sido algo por lo que había que luchar y que se debía defender, cultivar de forma consciente y preservar con actitud vigilante. Ser polaco no significaba custodiar unas fronteras ya bien definidas y delimitadas, sino, más bien, dibujar las aún inexistentes: crear realidades, más que expresarlas. En la polonidad había una vena constante de incertidumbre, de “esto es así hasta nuevo aviso”: una especie de provisionalidad precaria muy desconocida para otras naciones más seguras de sí mismas.

Bajo tales circunstancias, era de suponer que la nación sitiada, eternamente amenazada, querría obsesivamente probar y volver a probar la lealtad de sus filas; que desarrollaría un miedo casi paranoico a verse superada, diluida, abrumada, desarmada; que miraría con recelo y suspicacia a todos los recién llegados sin unas credenciales a prueba de bomba; que se vería a sí misma rodeada de enemigos, y que temería al “enemigo interior” más que a ninguno.

Bajo tales circunstancias, debería aceptarse que la decisión de ser polaco (sobre todo, si quien la tomaba era alguien sin una estirpe de antepasados lo bastante ancestral como para haberse solidificado en pétrea realidad) significaba involucrarse en una lucha en la que la victoria no estaba garantizada y en la que no había posibilidad de que llegase a estarlo nunca. Durante siglos, las personas no se definían como polacas porque quisieran tener una vida más fácil. De hecho, a quienes se autodefinían como polacos rara vez se los podía acusar de estar optando por la comodidad y la seguridad. Antes al contrario. En la mayoría de los casos, con tal decisión se hacían merecedores de un elogio moral sin reservas y de una calurosa bienvenida.

El hecho de que idénticas circunstancias conduzcan a consecuencias contrapuestas, contradictorias y, en última instancia, conflictivas entre sí, no es lógico. Pero, en fin, la culpa es de las circunstancias.

Uno de los misterios de la psicología social es que grupos que han fundado su identidad sobre la voluntad y la decisión tiendan luego a negar a otros el derecho a su autodefinición; tal vez mediante el cuestionamiento y la denigración de la validez de la autodeterminación de otros, esos grupos deseen acallar y olvidar la fragilidad de los cimientos sobre los que está fundada su propia existencia. Eso fue lo que ocurrió en la Polonia de entreguerras. Tras un largo periodo de esclavitud y de presiones dirigidas a despolonizar el país, las fuerzas que tomaron el poder en la nueva nación independiente se apresuraron a convertirlo en un “Estado de los polacos”, en vez de un “Estado polaco”: es decir, quisieron crear un instrumento para subordinar a todos aquellos grupos étnica, religiosa o culturalmente distintos que, como tales, no eran del todo polacos, pero, por encima de todo, para perpetuar la alteridad de estos y para privarlos del mismo derecho a la autodefinición sobre el que la reciente reaparición de la presencia política polaca había descansado.

Pues bien, por contundente y avasalladora que haya sido, la historia no me absuelve de la responsabilidad que me corresponde por mi propia biografía. El cómo me defina la historia es problema de la historia. El cómo me defina yo es problema mío. El hecho de que esos dos problemas choquen e interfieran entre sí es desgraciado para mí. Interesada como está por los datos estadísticos, la historia no admite que la molesten con estas nimiedades. Y a mí no me molesta la responsabilidad. Me siento responsable de mi polonidad en el mismo sentido en que acepto la responsabilidad por mi comunismo puntual de antaño, mi socialismo de toda la vida, mi repudio de Israel y mi decisión de pasar mis últimos años siendo una persona desplazada, extraterritorial y súbdito leal de la Corona.

No puedo abstenerme de hacerme (y responderme) la pregunta: ¿soy polaco? Y si lo soy, ¿qué significa?

Sí, soy polaco. La polonidad es mi hogar espiritual, la lengua polaca es mi mundo. Esa ha sido mi decisión. ¿No te gusta? Lo siento, esa es tu decisión. Yo soy un judío polaco. Jamás me despojé de mi judaísmo, entendido como la pertenencia a una tradición que dio al mundo su sentido moral, su conciencia, su anhelo de perfección, su sueño milenarista. No veo la dificultad de cuadrar mi judaísmo con mi polonidad. Este es mi problema. ¿Tú piensas que una cosa no puede cuadrar con la otra? Pues lo siento, pero ese es tu problema. Otro judío polaco, mucho más famoso que yo, Julian Tuwim [poeta polaco], escribió en una ocasión que, para él, ‘ser polaco’ significaba, entre otras cosas, detestar el antisemitismo de Polonia más que el de ninguna otra nacionalidad. Cuánta razón tenía. Yo me siento polaco porque ‘aborrezco’ el oscurantismo polaco y «solo» ‘desprecio’ el oscurantismo en otras partes (por la misma razón, siento que soy judío al mostrarme especialmente exigente con el proceder de Israel). Vivo a fondo mi polonidad cuando siento por Moczar una abominación que solo es repulsión en el caso de Pinochet (del mismo modo que me siento más judío cuanto más execro a Sharon o a Kahane). Jan Józef Lipski [historiador, crítico y periodista], polaco con tan gran corazón como no menos inmensa ingenuidad, vino a decir que es a los polacos a quienes les corresponde criticar el antisemitismo, y es a los judíos a quienes les toca enmendar su pecado de antipolonidad. Como judío polaco —una categoría para la que Lipski no halló espacio en la carta de navegación de su mundo—, me niego a obedecer esa división del trabajo. Esta es una negativa planteada en otro de los sentidos del hecho de ser un judío polaco.

En lo que a mí concierne, los antisemitas polacos —todos aquellos matones y rufianes descerebrados que me inflaron a patadas y me llevaron en volandas hasta aquel gueto improvisado el 1 de septiembre de 1938— actuaron de un modo totalmente contraproducente. Si acaso, contribuyeron a ennoblecer mi polonidad. Le infundieron la plenitud moral que, de otro modo, no habría poseído. Ser polaco siempre significó estar dispuesto a pagar un precio. Los antepasados de aquellos abusones —de los que ellos probablemente no tenían más que un remotísimo recuerdo— sufrieron por negarse obstinadamente a renegar de su polonidad. Lo mismo hice yo... gracias a estos, descendientes de aquellos. Si insisto en ser polaco, que no venga nadie diciéndome que no me lo merezco, que eso me vino regalado. Siento aguarles la fiesta, amigos polacos antisemitas, pero si insisto en ello, repito, es en parte gracias a vosotros, porque así me gané mi derecho a la polonidad de una forma no menos convincente que vuestros ancestros.

Y, como muchos de ellos, yo también me llevé a escondidas conmigo mi polonidad fuera del país, engañando a los policías secretos que se disfrazaron de agentes de aduanas. Ese fue uno de los legados de cuarenta años de mi vida hasta entonces que ellos no lograron confiscar (y no será porque no lo intentaran), porque lo guardaba bien oculto, como le decía el Poeta a la Novia en La boda de Wyspiański: “En tu corazón, niña mía, en tu pequeño corazón”. Venid a arrancármelo de ahí.

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