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Una sociedad de alcohólatras: ¿por qué el abstemio es el raro?

El alcohol se idolatra y a él se le encomienda a menudo la fluidez en nuestras relaciones sociales, apunta el profesor de Filosofía Vicente Ordóñez en un ensayo del que ‘Ideas’ adelanta un extracto

Participantes del Hermosa Ironman, una competición en la que se corre, se rema y se bebe. En julio de 2024 en Hermosa Beach, California.
Participantes del Hermosa Ironman, una competición en la que se corre, se rema y se bebe. En julio de 2024 en Hermosa Beach, California.Jay L Clendenin (GeTTY IMAGES)

Chupar, pimplar, escanciar, tomar un trago, empinar el codo, mojar el gaznate o pisar el corcho son, antes que hechos fortuitos, hábitos determinados por las relaciones sociales entre sujetos y por los organismos en los que aquellos despliegan sus acciones. Aquí, “determinados” no ha de tomarse por sinónimo de decidir algo, sino por el de forzar la voluntad de alguien para que “decida” qué hacer. ¿Qué tipo de agente externo tiene esa capacidad impositiva con la bebida? Más que un agente, son una serie de tropos jurídicos, económicos y culturales de consecuencias imprevistas: difícilmente se tolera el que un miembro de una tribu, marca o clan no respete las reglas consuetudinarias que rodean al alcohol, que son muchas, ciertamente, pero también exigen, fuerzan y hasta obligan a renunciar a tantas otras. Y nótese de paso que la situación de quien se pilla una curda apenas deja rastro y ni se le censura ni sermonea, pues lo paradójico está en que se le acoge por derecho en el seno de una comunidad que ve, de esta suerte, refrendados los lazos de pertenencia al grupo. Ante esto uno se pregunta: el temor a una ley no escrita que impele a los miembros de un colectivo a actuar según normas impuestas por la ebriedad, ¿sugiere una predisposición marcadamente positiva en todo aquello que huele a alcohol? Probablemente. El alcohol estrecha los vínculos entre los miembros de un grupo. La borrachera coral une: la ebriedad asocia a los que beben en común en una suerte de complicidad secreta pero generalizada y consabida.

El alcohólatra reúne en la identidad de su persona la obligación de beber: a esa “zorra desventurada”, por emplear una imagen desfasada de Mateo Alemán para referirse al pueblo, hay que constreñirla a la bebida como medio legítimo para alcanzar la aceptación social. Así las cosas, todo error, toda conducta que se salga de la tradición, toda excentricidad respecto al alcohol, en suma, será etiquetada como disruptiva y tendrá su correspondiente sanción a través de una panoplia de castigos sociales.

¿Qué ocurre entonces con quienes se niegan a seguir el dictado de la norma que prescribe el uso del alcohol? ¿Cómo encaja la persona que rechaza las bebidas espirituosas en una sociedad que, precisamente, redirige invariablemente hacia ellas? El abstemio es el raro, un sujeto que con su actitud “anormal” concentra sobre sí las pulsiones agresivas que, sublimadas gracias a la burla, al desprecio o al ostracismo, permiten al alcohólatra descargar el peso de sus afecciones embriagantes. Quizá no esté de más indicar que este argumento reúne en un mismo punto tres caminos que se encuentran aquí como por casualidad. En primer lugar, subraya que la burla vertida sobre el abstemio es, en parte, una manifestación de un impulso agresivo latente: como la violencia física con la que el conjunto de individuos querría castigar a quien se abstiene de beber tendría una respuesta negativa en forma de multa, de imputación o crimen, se necesitan otros mecanismos que hagan virtualmente efectiva la agresión. La puya, el escarnio, la hostilidad o el insulto serían algunos de estos mecanismos. Además, el rodeo de la descarga tiene la capacidad doble de destensar y relajar las partes elásticas de las entrañas y el diafragma, liberando la ponzoña en la andanada que se dirige contra el otro, sea ese otro alguien anónimo, un colectivo tomado como arquetipo o una figura pública descollante. Es, cabalmente, el carácter moralizante de la descarga el tercer aspecto que debe señalarse ahora: el abstemio reprendido es castigado con sorda rudeza, pero de la rudeza no debe pasarse nunca a la brutalidad. Porque el humillar públicamente oculta una secreta aspiración didáctica: se muestra al otro, al que es como todos, el qué y el cómo. “Qué” tiene que hacerse, pero “cómo” tiene que hacerse para no ser uno objeto de desprecio. En definitiva, el oficio de abstemio, como el de los siameses del relato de Nabokov sobre el que lúcidamente ha reflexionado Peter Sloterdijk, consiste en producir un “ser de exhibición y advertencia”. Los estudios etnográficos y antropológicos lo corroboran: la conformidad con el grupo apacigua, no bailar al compás desencadena agresiones. ¿Quiere esto decir que el culto al alcohol profesado por el alcohólatra, al igual que sucede, por cierto, con cualquier otra idolatría, no excluye, sino que potencia la amenaza violenta sobre el otro?

Aquí hay que indagar, no más, sino de otra manera. Lo que me propongo es contemplar las bases del consumo de alcohol considerado no tanto desde una óptica lenitiva como desde la perspectiva más amplia y compleja de su institucionalización. Y es que no es temerario imaginar el alcohol como una institución ligada a los usos y costumbres de un pueblo. Esa institución tiene, en parte, la responsabilidad de regular y administrar las relaciones sociales entre los sujetos que conforman una comunidad cualquiera. ¿Qué tipo de relaciones sociales son las que regula y administra el alcohol? Me limitaré por ahora a señalar tres ámbitos en los que ejerce un papel determinante: el familiar, el amistoso y el sexual.

Primeramente, el consumo puntual de alcohol entre los miembros de una misma familia, circunscrito a aniversarios, fiestas y demás celebraciones, tiene una función que es tanto conectiva como espesativa. De un lado, vincula intergeneracionalmente a los miembros de un mismo clan por medio del ritual de la iniciación alcohólica y mantiene vivos algunos lazos afectivos que, de no mediar a bebienda, o bien se marchitarían, o bien se enquistarían, o bien se debilitarían. De otro, se propaga entre ellos al modo de la sustancia crasa que ocupa un volumen: impregnando con su pastosidad etílica los vasos comunicantes del parentesco.

El alcohol desempeña, segundamente, un rol central en las relaciones amistosas. A diferencia de la lombriz de tierra, la estrella de mar o el caracol, el ‘sapiens’ necesita, sobre todo en su juventud, amachambrar sus vínculos personales. El alcohol diluye, a veces con gran violencia, las muchas barreras y muros que se alzan entre potenciales amigos. De hecho, constituye uno de los goznes sobre el que la época de consolidación de la amistad, la adolescencia, da su giro decisivo hacia la madurez.

Por último, el alcohol es un desinhibidor que propicia la elección de acompañante sexual. ¡Y eso que, de nuevo, encuentro en este punto una paradoja irresoluble! Porque si hay veces que la capacidad sexual mejora cuando hay copas de por medio, hay otras que empeora o tal vez anula los reflejos sexuales de quien ha bebido. Pese a todo, el alcohol y el sexo, como el ying y el yang, conforman una figura de dúplice unicidad.

Convertido en institución administradora de relaciones sociales, el alcohol hace de la borrachera algo deseable —a pesar de que en este sintagma nominal se verifica, otra vez, una contradicción entre el sustantivo y el adjetivo que lo acompaña, pues no en balde se observa una contraposición semántica entre los efectos negativos de la “borrachera” y la nota que le añade el adjetivo “deseable”—. Fuere lo que fuere, lo cierto es que la institución del alcohol es una forma de ordenamiento de las relaciones sociales, y por partida doble: confiere un orden a lo que de otro modo se perdería en el tumulto de lo indefinido y, además, prescribe qué debe hacerse a través de un entramado simbólico de normas, valores y creencias embriagadoras que, debidamente interiorizadas y asimiladas, se confunden con los deseos íntimos y hasta con los sueños de cada cual.

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