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LECTURA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Duelo: perder a alguien es perdernos a nosotros mismos

El dolor por la muerte de un ser querido no supone solo vivir la pérdida, sino seguir viviendo con la conciencia de que nos falta algo, escribe el psicoanalista italiano Massimo Recalcati en su último ensayo, del que ‘Ideas’ ofrece un adelanto

Duelo
La Vía Láctea vista desde Lietzen (Alemania) el pasado mes de febrero.Patrick Pleul (dpa / Getty Images)

Perder a quien daba sentido a nuestra vida significa perdernos a nosotros mismos. Son las dos caras del trauma de la pérdida: el objeto se hunde en la nada y el sujeto lo sigue. La pérdida del pecho es también la pérdida del ser del niño. Esto significa que la desaparición de quienes hemos amado es ante todo la desaparición de un lugar familiar: ya no está donde lo veía yo, donde sabía que se hallaba, ya no está en nuestra casa, en nuestra cama, ya no está aquí, ya no se presenta en ese sitio donde yo siempre lo esperaba. Hablando de Camus –cuya temprana muerte se debió a un accidente automovilístico–, Sartre recordaba la perturbadora sensación que sentía cuando caminaba de noche por la calle donde vivía su amigo sin poder ver ya la luz en su ventana. Algo se había apagado, el mundo ya no contemplaba su presencia y, por lo tanto, su rostro había cambiado para siempre.

La pérdida de ese lugar familiar que el Otro representaba para nosotros conduce a la sensación de que ya no hay lugar para quienes nos quedamos aquí. La muerte de los que hemos amado y perdido arrebata a la vida su propia condición de lugar habitable. La vida ofendida por el trauma de la pérdida advierte que sin el Otro no hay lugar ya para estar. Es el carácter definitivo (“el ala negra de lo definitivo”) que acompaña a toda muerte, como puntualmente escribe Barthes en Diario de duelo, relatando su luto personal por la muerte de su amada madre. Y, sin embargo, en contraste con esta ausencia definitiva, todo continúa como antes. La vida de los demás discurre con toda normalidad mientras nosotros, que hemos perdido el lugar que daba sentido a la vida, nos convertimos en espectadores excluidos de la vida misma. Es la condición básica de todo duelo: seguimos percibiendo la presencia del objeto perdido entre nosotros, por mucho que ya no esté. Una interrupción sin posibilidad de recuperación ha excavado un foso infranqueable entre nosotros, ha hecho definitiva esta ausencia.

La muerte de alguien a quien hemos amado profundamente es ante todo la muerte de una presencia que tiene la forma singular e insustituible de un cuerpo. El primer lugar que se pierde, cuando el Otro desaparece, es precisamente el lugar de su cuerpo. Este cuerpo ya no está ahí, ya no resulta visible, ha entrado en otro lugar o en ningún lado, pero lo indudable es que se ha ido para siempre. Pese a que ese cuerpo haya sido el país que más he visitado, cuyos rincones he podido conocer en profundidad, cuya geografía he ido asimilando a lo largo de los años, es como si ahora se me prohibiera brutalmente cualquier derecho de acceso. El país que tanto he amado –el país del cuerpo del Otro– ya no existe, ha sido borrado de todo mapa, se ha hundido, ya no puedo visitarlo. Esto es lo que experimentamos en cada duelo: no hay recuerdo capaz de restituirnos la presencia sensible del cuerpo de quienes ya no están con nosotros. Su paso, su piel, sus ojos, su sonrisa, su voz, su ropa. Todo ha desaparecido para siempre. Ya no existe el lugar del cuerpo que amaba y ya no existe ningún lugar donde este cuerpo pueda ser encontrado de nuevo. Es el fin de un mundo, del mundo compartido de los amantes, del mundo del Dos. Es la dimensión desgarradora de todo duelo, su definitiva verdad. Si la existencia del Otro ampliaba el horizonte de mi mundo, su desaparición lo restringe, lo comprime, lo arrincona. El dolor de la pérdida es un dolor que quita el aliento a la vida porque reduce la propia vida a un dolor. No solo el que nos provoca la pérdida del objeto, sino un dolor que impregna toda la existencia. La atrocidad de la experiencia del duelo estriba en esto: no consiste únicamente en vivir el dolor de la pérdida, sino en vivir la propia existencia –privada de la pérdida– como dolorosamente perdida. La existencia de quien ya no está se convierte en una suerte de cielo sombrío que se extiende sobre todas las cosas.

Entre los libros más conmovedores y puntuales sobre la experiencia del duelo, no puede dejar de mencionarse Una pena en observación –que en italiano se titula precisamente Diario de un dolor–, de C. S. Lewis, escrito por el prestigioso medievalista, profesor de Cambridge y creyente practicante tras la muerte de su amadísima esposa. Lo primero que llama la atención de su relato es la extraña continuidad que parece establecerse entre la ausencia del objeto amado y la ausencia de Dios. En efecto, ambos conocen solo el lenguaje del silencio: su mujer no puede responder a las palabras que él le dirige y Dios se le aparece como un “telón de acero”, un “cerrojazo en la puerta” frente a sus plegarias. Este doble silencio –el silencio de su amada fallecida y el silencio de Dios– vuelve a poner en el centro de su vida la verdad que todos querríamos olvidar: todo vínculo implica la posibilidad de su disolución no como una eventualidad entre otras, sino como su destino inevitable. Incluso entre los amantes que se juran amor para siempre, la muerte caerá fatalmente como una cuchilla para separar a los Dos. Entre el “para siempre” del amor y el de la muerte, triunfa el de la muerte puesto que, por más que en los sueños románticos los amantes aspiren a morir juntos, abrazados, confundidos el uno en el otro, por más que decidan incluso darse la muerte al mismo tiempo, acabarán transitando irremisiblemente por caminos diferentes. Por tal motivo comparaba Freud la angustia ante la muerte con la angustia ante la castración.

“Toda la realidad es iconoclasta”, escribe Lewis en su grito de dolor. ¿Qué significa eso? Significa que no podemos vivir solo de imágenes, de ideas, ni siquiera de la idea de que existe un alma que sobrevive después de la muerte del cuerpo, porque nuestro deseo requiere la “realidad sólida e independiente” de quien deseamos, la realidad de su cuerpo. Por ese motivo, la desaparición definitiva del cuerpo de la amada coincide con la desaparición de nuestro propio lugar del mundo. En una carta reciente, una de mis pacientes me escribió que nuestro apego a los objetos materiales, a las cosas que amamos, expresa nuestro rechazo a la muerte porque están destinados a sobrevivir a nuestras vidas. En los objetos que nos son más cercanos y en los que hemos amado a lo largo del tiempo, siempre hay algo de nosotros que permanece, que aspira a sobrevivir, que evoca eternamente los lugares en los que hemos estado.

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