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punto de observación
Columna
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La esperanza reside en la Comisión Europea

La negativa del PP a respaldar a Ribera se basa en su intento de ocultar la responsabilidad de Mazón en Valencia

Comisión Europea
Nicolás Aznarez
Soledad Gallego-Díaz

La Unión Europea sin la Comisión no sería la Unión, sino un mero tratado comercial, como tantos otros. Fue desde el primer momento la parte más original de la construcción europea y sin ella, sin la capacidad de iniciativa legislativa que le reconoce el Tratado de Roma y sin los brillantes personajes que en muchas ocasiones han estado a su frente, nada de lo que conocemos habría sido posible. El Consejo Europeo y los presidentes de los países miembros tienen el poder final, pero seguramente ellos nunca habrían llegado tan lejos sin el empuje de las sucesivas Comisiones. Por supuesto, unos periodos han sido más extraordinarios y creativos que otros, pero, encargada de actuar en interés de la UE en su conjunto, de forma independiente de los gobiernos de los países miembros, el balance de su trabajo en estos 66 años es claramente positivo.

Lo que se avecina ahora es un periodo en que ese trabajo puede ser todavía más importante, a la vista de la debilidad de los gobiernos de los países que han constituido hasta ahora su núcleo central: Alemania, Francia y el Benelux. La Comisión hace frente a un momento que muchos consideran decisivo para el futuro de Europa, en el que tiene que reforzar la capacidad competitiva de sus empresas, su capacidad de defensa, el bienestar de sus ciudadanos y su papel en el mundo. Y además lo tiene que hacer en un momento en el que el populismo de derecha recoge de una manera inquietante el malestar de amplias capas de la población, que se sienten traicionadas tanto por la socialdemocracia como por la democracia cristiana, cuando Donald Trump ocupa la presidencia de Estados Unidos y cuando las relaciones con Rusia atraviesan su peor momento en décadas, como consecuencia de la invasión de Ucrania.

Por eso es tan preocupante que algunos partidos políticos estén utilizando su influencia en el Parlamento Europeo para debilitar la imagen de esa nueva Comisión y socavar el prestigio mismo de la institución. El caso español es especialmente incomprensible porque España, como país, la gobierne el partido que la gobierne, necesita una Comisión cualificada, experta, con gran poder de iniciativa y en la que la voz de España y sus necesidades puedan ser escuchadas y atendidas. Por supuesto que el PP español, como cualquier otro partido, no está obligado a votar en el Parlamento Europeo a una comisaria o comisario de su misma nacionalidad por el hecho de serlo. Pero sí está obligado a que su rechazo se argumente en su falta de capacidad para el puesto al que aspira. Y en este caso es obvio que la negativa del Partido Popular a respaldar a Teresa Ribera como vicepresidenta segunda de la Comisión se basa fundamentalmente en su intento de debilitar al Gobierno de Pedro Sánchez y de ocultar de cualquier manera posible la dramática responsabilidad de Carlos Mazón en los sucesos de Valencia. No tiene nada que ver con la capacidad de la señora Ribera, cuyos conocimientos han sido repetidamente contrastados a lo largo de muchos años y su trabajo en el Consejo de Ministros europeo como titular española de la cartera de Transición Ecológica ha sido unánimemente reconocido.

La señora Von der Leyen sabe además a estas alturas que forzar la renuncia de Teresa Ribera supondría echar al traste todo su esquema actual y abrir un enorme agujero de desconfianza con socialdemócratas y liberales. Von der Leyen necesita dejar bien claro desde el primer momento hasta qué punto quiere hacer de esta Comisión un verdadero motor de la UE, con la ayuda de socialdemócratas y liberales, o si, como propone Feijóo, cierra esa puerta y la deja abierta a “mayorías variables”, sabiendo que, en algunos casos, no le bastará con el grupo de la italiana Meloni, ni tan siquiera con el del húngaro Orbán, sino que tendrá que tragar acuerdos puntuales con Alianza por Alemania.

Quizás sería también el momento para que el nuevo presidente del Consejo, un cargo de muy reciente creación (2009), y con un carácter más representativo que ejecutivo, adquiera más relieve político. Charles Michel, el belga que ha ocupado el cargo los últimos años, ha desempeñado una labor más bien insignificante. Afortunadamente le sustituirá un político con muchísima experiencia, el portugués António Costa, que fue capaz de armar un complicado Gobierno de coalición en su país y que lo presidió con eficacia. El señor Costa podría construir una presidencia del Consejo más atractiva y activa, ayudando a levantar consensos y a lograr que las condiciones de vida de los ciudadanos y sus esperanzas entren a formar parte con más fuerza en el debate interno de la Unión. Ojalá Von der Leyen y Costa acierten, colaboren y asuman su gran responsabilidad. Con Teresa Ribera a su lado.


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