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ENSAYO
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El tiempo no solo es oro: por qué intento ser puntual

Asociamos el tiempo a la privacidad y a veces olvidamos que el tiempo, como nuestras vidas, es una experiencia que depende de nuestras relaciones con los demás

El tiempo
El reloj del Museo de Orsay de París, en una imagen de abril de 2024.Alberto Pezzali (NurPhoto/Getty Images)
Miquel Seguró

El tiempo es uno de esos misterios con los que nadie se acaba de llevar bien. Que si pasa demasiado rápido, que si parece mentira, que si hoy estás aquí y mañana allá. En ocasiones sucede lo contrario y el paso del tiempo se hace denso y pastoso, como si las agujas del reloj hubieran desfallecido. Cuando el tiempo no corre, hacemos lo contrario de lo que recomienda Kant en sus Lecciones de ética: miramos una y otra vez el reloj. Queremos acelerar su ritmo a golpe de mirada. ¡Que espabile! Pero cuanto más ojeamos el reloj, más larga se nos hace la espera. Cuando el tiempo se enquista hay que evitar mirarlo de frente, prescribe el filósofo de la puntualidad. Lo suyo es no prestarle atención, procurarse una distracción y olvidarse del tictac.

Por unas razones u otras nadie acaba de girar del todo bien con el tiempo. ¡Qué cosa más rara, esto del tiempo!, decía Agustín de Hipona. Si no le preguntaban qué era, comprendía perfectamente de qué se trataba, pero cuando intentaba ponerle palabras no sabía por dónde tirar.

Empezando por Agustín de Hipona, pasando por Kant y llegando a Heidegger, la experiencia del tiempo ha quedado vinculada en nuestra tradición a la experiencia de la intimidad. Se dice que la primera persona que llevó un reloj de pulsera fue el filósofo y matemático francés Blaise Pascal (1623-1662), que por lo que parece se ató el reloj de bolsillo a la muñeca con un cordel. Pascal fue uno de los grandes nombres de la Modernidad filosófica europea, una época conocida por la eclosión de la subjetividad y de la privacidad de la intimidad. Por algo debe ser que el reloj de muñeca remita a esa época.

Hoy miramos la hora más en el móvil que en el reloj, pero seguimos teniendo interiorizado que, a diferencia del espacio, que es de todos, el tiempo pertenece a cada uno. A nuestra casa la ubicamos en un espacio más grande (un edificio, un barrio, una ciudad, un país o el mundo), mientras que el tiempo propio carece de exterioridad. Es, diciéndolo a la kantiana, la forma del sentido interno. En nuestra cabeza dibujamos una frontera clara entre el tiempo de “dentro” y el de “fuera”. En cambio, esa separación es mucho más permeable cuando imaginamos el espacio. En el espacio, lo “interior” y lo “exterior” quedan contenidos en un continuo que trasciende a ambas localizaciones. Sin embargo, el tiempo “interior” puro no existe. El tiempo es una experiencia tan común y compartida como es la del espacio. No existe una experiencia absolutamente encapsulada y desligada del tiempo, del mismo modo que tampoco existe una experiencia completamente personal del espacio. Es una ilusión creer que el tiempo personal es una esfera hermética que va en paralelo al mundo. El tiempo es una experiencia relacional.

En la serie de televisión Vórtice, un policía que investiga un suceso en una playa con la ayuda de la realidad virtual descubre lo impensable. En un momento dado, y a causa de un error del sistema, el protagonista entra en contacto con el tiempo pretérito en el que su mujer fue asesinada. Por esa rendija temporal puede trasladarse a entonces y tratar de descubrir qué sucedió. Al poco de empezar su investigación se da cuenta de que las decisiones que toma en ese pasado para descubrir lo sucedido afectan irremediablemente a su presente. Las consecuencias, insospechadas e indeseadas, le afectarán no solamente a él. Al tratar de reconducir y modificar el pasado para evitar que su mujer vuelva a ser asesinada, va modificando también las vidas de los demás. Habrá personas que nunca llegarán a conocerse, amantes que no se entrelazarán, hijos que no llegarán a nacer y vivos que tampoco fallecerán. Todo por cambiar una coma del pasado.

Cuando era pequeño me repetían que hacerse mayor era saber que los actos tienen consecuencias. “Cuidado con lo que haces, no vaya a ser que te lamentes después”. Eso me angustiaba. Era demasiado peso para mis ansias de ligereza. Luego todo acaba llegando, y lo que uno descubre es que crecer implica más bien darse cuenta de que todos tus actos afectan a la vida de los demás. Si cada uno de nosotros pudiéramos volver atrás en el tiempo para cambiar un solo evento de nuestra biografía, cambiaríamos el mundo entero. Decidir si quedarse en casa un sábado por la noche o salir a tomar algo puede ser decisivo para los demás. Mantener una conversación, hablar de una oferta de trabajo, presentar un amigo, planear un viaje o volver a hablar de los temas de siempre puede ser un punto de inflexión en la vida del prójimo.

Nuestras biografías no son enteramente nuestras. Son fruto de una incontable e incontrolable suma de acontecimientos en las que todos aportamos nuestra nota de color.

Tenemos la sensación de que el tiempo se nos escapa. Es un “bien” escaso, de esas pocas cosas que no se pueden fabricar. Si el tiempo se pudiera vender a granel, no se podría decir que es oro, ni perderlo supondría un drama. Se repondría y listo. No obstante, el tiempo tira millas, va a la suya, y la sucesión de momentos se concatenan sin pedir permiso. Por eso decimos que hay que aprovecharlo. Perseguirlo, exprimirlo. Y hacerlo rápido y a tope. Tenemos la sensación de que el tiempo nos pertenece por derecho propio: es tu vida, es mi tiempo. Y, sin embargo, el tiempo no es propiedad privada de nadie en particular.

Los que me conocen saben que procuro respetar la puntualidad. No me considero un hooligan de ella, ni tampoco siento un especial apego al deber de respetar la hora convenida. En esto no soy kantiano. Se dice que el ordenado Kant ajustó su vida al tictac de su reloj emulando a su metódico amigo Joseph Green, quien no dudaba en emprender la marcha a la hora pactada independientemente de si los demás habían llegado o no. No soy de los que creen que ir siempre en hora se justifica en todos los casos. Pero si entiendo que el tiempo es una experiencia en común, y si solemos tener claro que no podemos disponer del espacio de los demás, ¿por qué damos por supuesto que podemos disponer de “los 5 o 10 minutillos de rigor” para llegar tarde a una cita?

El flujo del tiempo nos incumbe, pero no nos pertenece. Así que, en vez de ir por ahí disponiendo del tiempo de los demás, mejor sería destinar un poco del propio a pensar qué sucede más allá de nuestros horarios.

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Sobre la firma

Miquel Seguró
Miquel Seguró Mendlewicz es doctor en Filosofía y licenciado en Humanidades. Profesor de Filosofía, su último libro es 'Vulnerabilidad' (Herder, 2021).
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