La edad de oro de los clubes privados: ¿síntoma del distanciamiento de clases?
Los espacios exclusivos favorecen la conexión entre personas, pero también garantizan, con mecanismos no estrictamente económicos, la reproducción de las élites
Soho House, uno de los clubes privados más deseados del momento, abrirá en 2025 su tercera sede en Barcelona y la primera en Madrid. The New York Times y Bloomberg han bautizado esta época como la edad de oro del club privado. Revistas y cuentas de TikTok e Instagram le sugieren a cuál debería subscribirse según su perfil. ¿Le va más el lujo silencioso, el corporativo o el artístico?
Cabe preguntarse qué cuenta este fenómeno sobre la sociedad actual. En un contexto de creciente desigualdad, distanciamiento social entre clases y polarización, ¿son estas comunidades el resultado de una mera tendencia natural de los humanos a encontrar seguridad en pequeños grupos?
Es posible que en estos momentos su memoria le acerque a un salón de corte inglés, con vasos de cristal tallado y scotch que bebe un distinguido grupo de hombres, generalmente mayores, blancos, en traje y corbata.
Sin embargo, hoy, junto a los antiguos clubes, muchos de los cuales aún perviven adaptados al contexto actual (en la mayoría ahora aceptan mujeres), existe una nueva cohorte de espacios que mantienen el cerrojo —solo para miembros— pero que son más diversos, en cuanto al perfil de sus socios y los servicios de ocio que ofrecen: spas, piscinas, gimnasios, restaurantes de lujo.
“CORE: [nombre del club] reimagina la tradición de las comunidades privadas, superando el viejo modelo de reglamentos y códigos de vestimenta y divisiones por género y clase, e innovando un enfoque en el que la libertad, la independencia y la felicidad son el nuevo centro de gravedad”. Así se anuncia este club, que nació en 2005 y pertenece, según escribe la periodista cultural Emily Sundberg, a “la generación X de los clubes neoyorkinos”, que surgieron mucho antes de la ola actual y sobrevivieron a la crisis de 2008 y a la pandemia.
CORE: —cuyas cuotas de iniciación oscilan entre los 15.000 y los 100.00 dólares anuales— presume de crear “una comunidad mundial” de personas movidas por la cultura que desean “cambiar el mundo”.
“Comunidad” es el sello que se repite en las descripciones de estos espacios y en la boca de sus miembros. Una comunidad —diseñada por un comité opaco que acepta y deniega solicitudes— abierta a todo el que pueda pagarlo. Tamás Dávid-Barrett, científico especializado en el comportamiento evolutivo en la Universidad de Oxford, señala por teléfono que, tras la privación del contacto social durante la pandemia, “hemos visto cómo han surgido muchos tipos de comunidades: algunas se autodenominan comunas, otras clubes. Ambas son constituidas por un pequeño número de personas que se conocen entre sí. Tus amigos son amigos entre ellos y esto genera seguridad y estabilidad”. En este sentido, un grupo de petanca en Nantes y un club privado en Londres tendrían funciones y beneficios similares, señala Dávid-Barrett, “la diferencia está en el estatus social”.
Frecuentados por famosos, artistas, empresarios y políticos, la mayoría de los espacios tiene estrictas reglas que impiden hacer fotos o molestar a otros socios. Es decir, se erigen como refugios para la privacidad.
Sébastien Chauvin, sociólogo y profesor asociado de la Universidad de Lausana (Suiza), entrevistó para un estudio sobre la conciencia de clase global de las élites a miembros de clubes sociales parisienses: “Nos contaron que, dado que ahora el mundo está tan mezclado, incluso en el contexto de la riqueza, necesitan un espacio seguro donde ser ellos mismos. No experimentan estos lugares como anacrónicos o paradojas en un mundo que se ha vuelto diferente, en realidad están utilizando el hecho de que el mundo ha evolucionado como la razón para que esos clubes existan”.
Este fenómeno llega a su extremo cuando los socios dicen basta a la expansión de sus clubes. Es lo que ha ocurrido recientemente con Soho House, concebido en el Londres de los noventa como un punto de encuentro de mentes creativas y que hoy tiene más de 45 “casas” en el mundo. Su rápida expansión, tanto en número de locales como de miembros —unas 200.000 personas, según The Guardian—, colmó los nervios de algunos socios y el año pasado anunció la imposibilidad de nuevas suscripciones anuales en sus tres principales localizaciones.
En la cuenta de Instagram Soho House Memes, una publicación celebra: “Por fin escucharon”, y un meme muestra una gorra roja que imita el lema de campaña de Donald Trump: “Haz Soho House exclusivo otra vez”.
La exclusividad a largo plazo es lo que estos lugares ofrecen frente a restaurantes, discotecas y hoteles de lujo. Matthew Bond, investigador del comportamiento político de las élites en la Universidad London South Bank, se aleja de la idea “conspiranoica” de que estos espacios sirven para tramar acciones políticas o económicas —aunque tampoco lo descarta—, y enfatiza el rol de “renovar identidades y cimentar posiciones sociales”.
Mientras los más antiguos y consolidados se basan en mantener el capital social multigeneracional, los nuevos permiten adquirir un capital social individual. “El aumento de la movilidad internacional de la clase alta profesional hace que se necesiten espacios en los que puedan socializar y reconstruir el estatus en la nueva ciudad a la que han llegado”, explica Chauvin en conversación telefónica.
Los clubes privados podrían constituir en este sentido un “tercer espacio”, un término acuñado por el sociólogo Ray Oldenburg en los ochenta para definir ese lugar intermedio, entre el primer espacio —el hogar— y el segundo —el trabajo—, donde la gente se encuentra de manera informal. ¿Pero tienen el mismo valor social una biblioteca pública y un club privado? Oldenburg especificó en su obra que el tercer espacio ideal debe ser inclusivo sin establecer criterios formales de pertenencia.
Varios estudios de segregación residencial muestran que las ciudades ofrecen cada vez menos espacios de encuentro entre diferentes. Daniel Sorando, coautor de First We Take Manhattan. La destrucción creativa de las ciudades (Catarata 2016), señala por teléfono que “cada vez es más difícil conocer las condiciones de vida de los demás”. Mientras antaño existían puntos de encuentro públicos para la confrontación de ideas y estilos de vidas diferentes —los bares de pueblo, las plazas—, ahora “la falta de espacios para el diálogo conduce a cámaras de ecos”.
El Círculo Ecuestre, que cuenta con “165 años al servicio de Barcelona”, se enorgullece de haber sido “siempre un punto de encuentro de la sociedad catalana”. Estos clubes, por supuesto, favorecen la conexión entre personas, dice Sorando: “El problema es que garantizan, mediante mecanismos no estrictamente económicos —aunque mediados por dinero—, la reproducción de las élites. Un trasvase de capitales, que pueden ser simbólicos, culturales o sociales, requiere de confianza, y estos clubes lo garantizan dándole la espalda a la inmensa mayoría de la sociedad urbana”.
Es imposible ser amigo de 8.200 millones de personas. Dávid-Barrett señala que ese supuesto espíritu abierto de nuestra sociedad actual es eso, un supuesto, que en realidad, va en contra de la naturaleza humana: “A la gente le gusta formar parte de comunidades. Si cualquiera puede entrar y salir fácilmente, el grupo se rompe porque no hay estabilidad en las relaciones”. Para Bond, sin embargo, “decir que tu valía se establece por ser miembro de un club social va en contra de esas ideas individualistas que se asocian típicamente con la meritocracia o la democracia”.
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