Los animales también se rebelan: los casos de la orca ‘Tilikum’ o ‘Fritzi’, el león marino
Pese al valor que otorgamos a la libertad para elegir un camino propio, privamos de esto al resto de especies, escribe Sarat Colling, socióloga y activista
El estreno de la película Blackfish en 2013 le mostró al mundo la historia de una orca insumisa llamada Tilikum, a la que tuvieron en cautiverio y sufrió malos tratos diarios, como cualquier orca capturada con fines recreativos para el ser humano. Como respuesta, Tilikum tomó represalias en numerosas ocasiones, a veces con consecuencias letales. En 2010, acabó con la vida de una adiestradora de SeaWorld. Aunque SeaWorld siempre le restó importancia a la resistencia de Tilikum, la realidad vital de este mamífero marino y las peligrosas condiciones laborales expuestas en Blackfish no dieron una buena imagen de la empresa. El daño estaba hecho. Y la famosa orca llamó la atención sobre la violencia sistémica infligida a los mamíferos marinos en cautividad y provocó un escándalo público. De hecho, el impacto mediático del documental causó un descenso en picado del precio de las acciones de SeaWorld. La lucha de Tilikum le demostró a una amplia audiencia que los animales ejercen resistencia.
Pero no era la primera vez que los humanos apoyaban a los mamíferos marinos que se habían resistido al cautiverio. Por ejemplo, en 1960, en Londres, el circo de Billy Smart fletó un barco por el Támesis con fines comerciales. Algunos de los “accesorios” promocionales de la embarcación eran animales a los que se les obligaba a actuar, entre ellos se encontraba Fritzi, un león marino que no quiso participar en la actividad y saltó al agua. La Asociación por la Defensa de los Animales Amaestrados acudió en ayuda de Fritzi y ofreció la suma, por entonces considerable, de 60 libras a quien ayudara al león marino a alcanzar la libertad. Sin embargo, el circo respondió a la oferta con 100 libras a cambio de su captura, con la falsa afirmación de que era “una criatura de aguas cálidas proveniente de California” que necesitaba protección frente a la frialdad de otros océanos. Fritzi se pasó dos días nadando por el Támesis (que puede estar tan frío como el mar del Norte) y comió unos nueve kilos de arenques, que le lanzaban desde los barcos que lo perseguían con redes de arrastre, mientras frustraba cualquier intento de captura. Cuando caía la noche, se deslizaba hasta la orilla y descansaba un par de horas. No consiguió llegar al mar del Norte. El circo volvió a capturarlo y lo obligó a retomar una vida en la que solo servía de entretenimiento para humanos.
Pese al valor que los humanos les otorgamos a la libertad y a la capacidad para elegir un camino en la vida, cubrir las necesidades básicas y evitar el sufrimiento, nuestra especie ha privado de todo ello a otros seres con quienes comparte el planeta. Cada minuto se produce la caza, la reclusión y la matanza a gran escala de muchos animales. Los utilizan como instrumentos para la guerra, para la experimentación y para el entretenimiento. Además, innumerables especies sufren las consecuencias de los incendios, las sequías y otros desastres medioambientales provocados por los humanos. Etiquetados como “mercancías” y “propiedades”, les niegan las necesidades vitales más básicas: el derecho a socializar, a tener refugio e intimidad, y a consumir alimentos y agua saludables. Han sido muchos los intentos de justificar la subordinación de nuestros semejantes. La influencia del pensamiento de Descartes ha hecho que, de forma errónea, muchos consideren a los demás animales meras máquinas biológicas que actúan por reflejo y que son incapaces de experimentar sufrimiento, dolor o placer. Algunos razonamientos aún dan por hecho que los humanos somos la única especie con una vida social y una motivación intencional relevantes. Otros sugieren que consumir animales es aceptable simplemente “porque podemos”. Estas justificaciones antropocéntricas excluyen a los animales no humanos del trato ético por razones arbitrarias. Que podamos hacer algo o que siempre lo hayamos hecho no justifica desde un punto de vista moral que debamos seguir haciéndolo (de hecho, si echamos la vista atrás en la historia de la humanidad, identificaremos muchos comportamientos que en su momento se consideraron normales y que ahora nos parecen atroces).
Para los animales, su vida es importante. Al negarles estos derechos a individuos como Tilikum y Fritzi, los humanos causamos un inmenso sufrimiento. A diferencia de cuando existía un “estado salvaje”, entendido como aquel que se caracteriza por la diversidad y las relaciones simbióticas, los albores de la civilización condujeron a una sociedad jerárquica donde el animal humano se situó a sí mismo en lo más elevado de la cadena trófica. La antropóloga Layla AbdelRahim explica que la aparición de la civilización industrial, después de la revolución agrícola, condujo a un cambio crítico en la conciencia de los humanos, que se convirtieron en los depredadores absolutos. Durante 200.000 años, no se registraron matanzas sistemáticas de animales, pero, con el declive de las sociedades igualitarias y el paso de la economía cazadora-recolectora a la sociedad agrícola, apareció el concepto de propiedad. Al capturar y confinar vacas, ovejas, cerdos, camellos y cabras, una poderosa minoría consiguió situarse por encima de los demás. Al abandonar la idea de que el ser humano no era más que un organismo entre muchos otros, los humanos comenzaron a verse a sí mismos como una entidad excepcional y civilizada. No solo nos diferenciábamos del resto de animales, sino que nos colocábamos en una posición más elevada que ellos y éramos capaces de domesticar, colonizar y mercantilizar a los seres sintientes.
La domesticación, la colonización y el capitalismo conformaron progresivamente las relaciones contemporáneas humanas y no humanas. La domesticación de animales, cuya aparición se suele fechar entre el año 10.000 y el 8.000 antes de la era común, allanó el camino para que Europa ejerciera una dominación global. La colonización, a su vez, dependía del trabajo de los animales para la militarización, de su sacrifico para el suministro de víveres y de su pastoreo para expandir el alcance de la apropiación de tierras. A finales del siglo XVI, la conquista de los humanos menos valorados y de los animales, conceptualizados como propiedades, facilitó la aparición del capitalismo global. El saqueo generalizado de metales preciosos, azúcar y productos animales, como grasa y pieles, alimentó el nuevo sistema capitalista. La campaña globalizada para hacerse con los recursos aumentó el flujo de los bienes, de los servicios y del trabajo a través de las fronteras. El cambio en la autoconciencia que había revolucionado las estrategias de subsistencia acabó por favorecer la violencia institucionalizada en los mataderos, en las granjas, en los laboratorios, en los parques de atracciones y en los circos.
Es en el contexto de la dominación humana donde surge el fenómeno de la resistencia social y política de los animales contra los opresores humanos. A pesar de su desmedida explotación en la economía capitalista globalizada, los intereses propios de los animales persisten. Tanto los cautivos como los libres siempre han ejercido resistencia a la opresión de los humanos. Aunque muchos han luchado por la liberación y la justicia durante siglos, tal y como destaca el sociólogo David Nibert, sus esfuerzos apenas han pasado a la historia, independientemente del éxito o el fracaso de sus acciones. Al documentar esta rebelión, pretendo contribuir a llenar ese vacío y a situar a los animales no humanos en el centro de su lucha por la liberación.
Apúntate aquí a la newsletter semanal de Ideas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.