Las intervenciones del último mohicano
El filósofo francés, Edgar Morin, es uno de los pocos representantes que quedan de una especie: el intelectual con mirada panorámica y global
Una vez más, en medio de una época trágica, Edgar Morin, a sus 102 años, nos da una lección de esperanza basada en su lucidez crítica. Negándose a perder la esperanza en la humanidad, sigue confiando en las generaciones futuras para afrontar los retos de nuestra sociedad, cada vez más compleja. Hoy en día, es uno de los pocos intelectuales que mantienen una visión global de nuestro mundo y de lo que está en juego, en un momento en que cada cual tiende a replegarse en su área de especialización. En un momento en el que nos enfrentamos a los retos del Antropoceno, sus palabras tienen un valor incalculable. ¿Qué explica este coraje y este profundo optimismo que caracterizan a Edgar Morin? Para entenderlo, hay que remontarse a sus compromisos, que tuvieron un profundo impacto en la segunda mitad del siglo XX.
Trasgresor de fronteras y cazador furtivo de saberes, ha rechazado sistemáticamente toda forma de rutinización y esclerosis para resucitar las posibilidades de una racionalidad siempre abierta a los interrogantes de la actualidad. Nacido en 1921, hijo de Vidal Nahum, un inmigrante judío procedente de la Salónica sefardí que llegó a Francia en 1918, Edgar perdió a su madre a los nueve años. Como hijo único que era, este trauma inicial inspiró todas sus actuaciones posteriores. Esta doble ruptura, un origen cultural que le diferenciaba de su entorno y una ausencia imposible de llenar, le empujó hacia un compromiso pleno con su siglo: se alistó en la Resistencia en 1941. Se unió a las filas del Partido Comunista Francés (PCF) y se convirtió en dirigente regional de la región de Toulouse, antes de dirigirse a París a principios de 1944. Cuando regresa del Ejército de ocupación en Alemania, escribe su primer libro, El año cero de Alemania. Poco dispuesto a ejercer de portavoz sumiso de la retórica del PCF sobre el proceso contra el dirigente húngaro László Rajk, o el tema del titismo [por Tito, el líder de la Yugoslavia comunista], se distanció definitivamente de las posiciones oficiales del partido tras el descubrimiento de los campamentos, y fue expulsado en 1951 por haber escrito un artículo en L’Observateur tildado por su célula de “Diario del Servicio de Inteligencia”. Tras romper con el estalinismo antes de la gran escisión de 1956, se lanzó con pasión a la investigación en ciencias sociales y, con el apoyo de Georges Friedmann, ingresó en el Centro Nacional para la Investigación Científica (CNRS, en francés). En 1956, fundó la revista Argument, que pretendía llevar a la arena pública una reflexión crítica sobre el pensamiento prefabricado de la época.
En 1961, a iniciativa de Friedmann, participó en otra aventura intelectual, la de la revista Communications, que aspiraba a lograr una simbiosis entre sociología y semiología para cuestionar la modernidad, caracterizada por una civilización tecnocrática y una cultura de masas. Se convirtió en un sociólogo del presente, deseoso de explicar su época con un enfoque único de atención participativa.
Edgar Morin celebró con entusiasmo el movimiento de protesta de mayo de 1968 y el advenimiento de la “comuna juvenil”, la irrupción de los jóvenes como fuerza social y política que se oponía a los mecanismos de integración de la tecnocracia en auge. La era posterior a 1968 señaló el comienzo de un nuevo periodo: el de la construcción gradual de un método interdisciplinar para abordar la complejidad. Descubrió la cibernética, que inspiró la segunda parte de su obra y le permitió combinar lo social y lo biológico. Siguió oponiéndose a cualquier visión maniquea o reduccionista. Oponiéndose con la misma pasión a la divinización y a la disolución del sujeto, nos recordaba que el erudito no está fuera del mundo, sino esencialmente anclado en el área que moldea. Establece vínculos entre ámbitos inseparables que constituyen una realidad compleja. Para comprender esta complejidad, desarrolló El método en varias obras, entre 1977 y 1991. Esta ingente empresa no pretende llegar a una verdad definitiva, sino que se centra en integrar la idea de lo inacabado, de la incertidumbre, y tender puentes entre las distintas disciplinas científicas para redescubrir una unidad que reintegre al ser humano en un todo “bioantroposocial”. Morin utiliza el principio dialógico como instrumento del pensamiento y lo pone a prueba en relación con Europa, en su obra Pensar Europa. Así definía él la perspectiva de un conocimiento reunificado del hombre, de una “noología”, una nueva ciencia de las cosas de la mente. Deseoso de alejarse de la alternativa entre cosmopolitismo desarraigado y arraigo particularista, se ha convertido en el intelectual de referencia para evitar las divisiones identitarias que conducen a la violencia.
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