No necesitamos al oráculo de Delfos para saber que debemos defender una Europa libre
Pese a los contratiempos recientes, el Viejo Continente sigue siendo mucho mejor que sus anteriores versiones, dice el historiador británico Timothy Garton Ash. Merece la pena depositar nuestra esperanza en ella
Guardo como un tesoro una fotografía de mi esposa, Danuta, susurrando una pregunta existencial al oído de una piedra antigua en las laderas del monte Parnaso un día soleado de 2018. Danuta está consultando el oráculo de Delfos. Una mitad de la gran piedra rectangular tiene tres orificios dispuestos en forma de triángulo, como para encajar las patas de un trípode, y la otra mitad tiene un agujero más grande que la atraviesa. Nuestro guía acababa de contarnos que, mientras la pitia, la mujer que era la voz del oráculo, estaba sentada en ese trípode, del agujero de mayor tamaño salían vapores embriagadores que le inspiraban palabras que, según se creía, procedían directamente de Apolo. Un sacerdote sentado cerca escribía e interpretaba esas frases pronunciadas en estado de trance. Dado que los sacerdotes de Delfos tenían una larga experiencia, con consultas tanto de particulares como de gobiernos de todo el mundo mediterráneo, sin duda el intérprete sacerdotal añadía parte de su sabiduría mundana al juicio final del oráculo. (…)
Según investigaciones más a fondo, resulta que los agujeros y surcos de la piedra a la que Danuta susurró su pregunta probablemente se habían hecho mucho después para convertirla en una prensa de aceite. Pero casi todo lo demás es cierto. Aunque nunca se han encontrado la base de trípode ni el orificio de vapor reales, estudios recientes muestran que la geología de la zona propiciaría que por las fisuras del lecho rocoso se filtraran algunos gases, y de hecho se han detectado rastros de etileno, un gas que puede inducir un estado similar al de trance. Así pues, es posible que la pitia estuviera colocada.
Durante los más de diez siglos en que se consultó el oráculo, la gente llenó el santuario de la ladera de regalos preciosos —altares, estatuas, vasos sagrados, templetes—, colocados a lo largo de la serpenteante Vía Sacra hasta el templo de Apolo, donde la pitia hablaba y los sacerdotes interpretaban. Contemplando las ruinas, impresionantes todavía contra el magnífico telón de fondo verde y gris del monte Parnaso, solo se necesita un poco de imaginación para recrear el escenario del antiguo Delfos. (…)
Frente al mundo desalentador de la década de 2020, quiero recordar las dos lecciones de Delfos: la primera, que no sabemos qué ocurrirá esta tarde, y mucho menos dentro de unos años; la segunda, que necesitamos conjeturas inteligentes de base histórica a fin de prepararnos para los retos a los que parece probable que nos enfrentemos. Cuando leáis estas líneas, ya habrá sucedido algo inesperado. El paso de las décadas vuelve necios a los visionarios más sagaces. Predicciones de gran importancia formuladas en 1973 resultan graciosas en 2023. (Recordad: la Unión Soviética iba a superar a Estados Unidos). Las que hagamos ahora sufrirán la misma suerte en 2073. Los lectores de dentro de cincuenta años se reirán con ganas de los intentos de mi bolígrafo-linterna por iluminar la oscuridad del futuro. “¡Qué optimismo más absurdo!”, tal vez exclamen en su refugio nuclear o su cueva del desierto; o “¡Qué pesimismo más absurdo!”, quizá digan en un Muskville o Zuckerdrome con una tecnología fabulosa. Entretanto, los veinteañeros de 2073 echarán en cara a los ancianos de la posgeneración del 89 las grandes cosas que estos perdieron o estropearon en su época, lo mismo que la posgeneración del 89 ha hecho con la mía hace poco.
Si se cumple alguna de las peores hipótesis posibles, desde una guerra entre Estados Unidos y China a propósito de Taiwán hasta el fracaso colectivo de impedir que el calentamiento global supere los dos grados por encima de la era preindustrial, entonces tal vez en esta década un nuevo Stefan Zweig se siente a escribir un lamento por El mundo de ayer, perdido sin remedio. Pero repito con énfasis que el fatalismo zweigiano no es el ánimo que se precisa en la actualidad.
Al contrario, necesitamos “el pesimismo de la inteligencia, el optimismo de la voluntad”, por emplear la magnífica consigna acuñada por el escritor francés Romain Rolland y popularizada por el pensador y activista marxista italiano Antonio Gramsci. El pesimismo intelectual puede ser algo positivo. El argumento más contundente a favor de la Unión Europea no se basa en un ingenuo optimismo panglosiano, sino en un pesimismo constructivo. De Europa valoramos las estructuras legales, la cooperación y la resolución pacífica de los conflictos precisamente porque conocemos su tendencia crónica a incurrir en sus malas costumbres. El pesimismo intelectual de los años setenta sentó las bases del impulso ascendente de finales de los ochenta, que inauguró uno de los periodos más esperanzadores de la historia europea. El infundado optimismo intelectual del comienzo de los años 2000 allanó el camino al declive que se inició en la mitad de esa década.
La sabiduría de la consigna no es solo intelectual y política; es también psicológica. Como explicó Gramsci en 1929, en una carta que escribió a su hermano Carlo desde una cárcel fascista: “Mi estado de ánimo sintetiza estos dos sentimientos y los supera: soy pesimista con la inteligencia, pero optimista para la voluntad. En toda circunstancia pienso en la peor de las hipótesis para poner en movimiento todas las reservas de voluntad y ser capaz de vencer el obstáculo. Nunca me he hecho ilusiones y nunca tuve desilusiones”. En suma, es una receta para tener fuerza mental. Esperar lo peor, trabajar por lo mejor.
Al salir de una prisión comunista en los años ochenta, Václav Havel expresó un pensamiento parecido de forma un tanto distinta. “La esperanza no es un pronóstico —dijo—. Es una orientación del espíritu, una orientación del corazón”. La esperanza es “la capacidad de trabajar por algo porque es bueno, no solo porque exista la posibilidad de tener éxito. […] No es la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, con independencia de cuál sea el resultado”.
Pese a todos sus defectos, límites e hipocresías, pese a todos los contratiempos de los últimos años, la Europa de hoy sigue siendo mucho mejor que la que me dispuse a explorar a principios de los setenta, por no hablar del infierno que mi padre encontró en su juventud. Es asimismo mejor que las de los siglos anteriores, incluida la Europa de antes de 1914 idealizada por Stefan Zweig. De hecho, adaptando las famosas palabras de Churchill respecto a la democracia, podríamos decir que esta es la peor Europa posible, a excepción de todas las otras Europas que se han ensayado de vez en cuando. Tiene sentido defender, mejorar y ampliar una Europa libre. Es una causa en la que merece la pena depositar la esperanza.
Apúntate aquí a la newsletter semanal de Ideas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.