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Por qué Churchill apoyó el franquismo

Obedeciendo a los intereses del Imperio Británico, el gran estadista respaldó al dictador español, afirma el escritor Tariq Ali. Prefería el fascismo a “los judíos y comunistas internacionales”

Winston Churchill, entonces Primer Ministro de Reino Unido, en Berlín el 16 de julio de 1945.
Winston Churchill, entonces Primer Ministro de Reino Unido, en Berlín el 16 de julio de 1945.IWM (Getty Images)

Hitler y Mussolini habían apoyado a Franco desde el principio de su sangrienta carrera, en 1936, cuando inició un golpe de Estado militar para derrocar un gobierno elegido democráticamente. En esa empresa contaba con el apoyo interno de la extrema derecha y de la Iglesia católica, tanto en España como en otros lugares del continente. Además, la no intervención de Francia y Gran Bretaña contribuyó a reforzar los apoyos fascistas desde otros países. Sin embargo, sin un fuerte apoyo de Italia y Alemania, es improbable que Franco hubiera ganado la guerra. El historiador Hugh Thomas hacía hincapié en ello en su trascendental historia del conflicto. Tan solo Italia envió a 75.000 soldados y voluntarios para ayudar a Franco. El flujo de armamento de Italia a España, que empezó en 1936, prosiguió hasta 1939. Entre ellos había “350 cazas Fiat CR-32 y […] 100 [bombarderos] Savoia 79, […] 1.672 toneladas de bombas, 9 millones de cartuchos de munición, 10.000 ametralladoras, 240.000 fusiles. […] En la Guerra Civil participaron 91 buques y submarinos de guerra”.

En abril de 1937, para acelerar el desarrollo de los acontecimientos, Hitler envió a la Luftwaffe, a las órdenes de Wolfram von Richthofen para bombardear Guernica, [...], una atrocidad de guerra que conmocionó a mucha gente en aquel momento.

Churchill siguió apoyando a Franco durante la Segunda Guerra Mundial y después, y le mantuvo en el poder casi sin la ayuda de nadie durante los primeros años de la posguerra. Como ocurrió en Grecia, aquí las decisiones de Churchill obedecían a lo que él consideraba los intereses británicos, a su preferencia por el fascismo contra “los judíos y comunistas internacionales”, y a su negativa a aceptar consejos en sentido contrario desde dentro del establishment. Era consciente de que en Gran Bretaña reinaba un sentimiento de empatía por la II República Española. En octubre de 1936, por ejemplo, miles de obreros de Londres hicieron caso omiso de las recomendaciones del Partido Laborista y de las amenazas desde el Estado y se manifestaron en contra de un mitin de la Unión Británica de Fascistas en Cable Street, en el este de la ciudad. Ese tipo de actividad antifascista fue lo que provocó el desarrollo de la intelligentsia progresista de izquierdas y marxista antes de 1939. Churchill se burlaba de ella y aborrecía a los pacifistas que había en su seno, pero iba a necesitarla en los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial.

El británico era consciente de que en Gran Bretaña reinaba un sentimiento de empatía por la II República Española

Había dos importantes dirigentes conservadores que no estaban a favor de mantener a Franco al mando en España. Anthony Eden manifestaba su punto de vista en términos suaves, pero sir Samuel Hoare (posteriormente lord Templewood), un antiguo “apaciguador”, fue castigado por sus pecados al ser enviado en calidad de embajador especial a la España de Franco entre 1940 y 1945. Como solo llevaba seis días como primer ministro, Churchill había vacilado, pero un malintencionado Halifax [entonces secretario de Estado para Relaciones Exteriores] le convenció de que ese era el mejor puesto para Hoare. (…)

A su regreso a Londres, en 1945, el “Quisling inglés” (sinónimo de “político colaboracionista en un país ocupado”, a raíz del caso de Noruega) durante la Segunda Guerra Mundial sacó rápidamente un libro, Embajador en misión especial, e informó al Foreign Office de que “mi propósito es exponer todos los argumentos contra Franco lo antes posible”. De eso ni hablar, querido, fue la respuesta de Churchill y sus colegas. La respuesta del ministro de Asuntos Exteriores del gobierno laborista, Ernest Bevin, no fue muy distinta. A diferencia de Churchill, Hoare, el antiguo apaciguador, le había cogido verdadero aborrecimiento a Franco y a los falangistas.

Una importante influencia para Hoare fue el escritor británico Gerald Brenan, voluntariamente varado en Andalucía, y un excelente conocedor de España en general. Era plenamente consciente de lo que estaba ocurriendo en el País Vasco (donde por lo menos el 50% de las familias habían sufrido torturas o penas de cárcel), y también sabía que Cataluña, donde se había prohibido el uso del catalán, estaba sumida en la represión. Brenan era una mina de información, y una parte de ella aparecía en las útiles memorias políticas de Hoare.

En una ocasión, España, que era un país “neutral”, movilizó a los estudiantes falangistas para dar una calurosa despedida a la División Azul, que partía a combatir al lado de sus benefactores del Eje contra la Unión Soviética. La manifestación terminaba delante de la sede central de la Falange, donde Ramón Serrano Suñer, un falangista de la línea dura, al que Franco acababa de nombrar ministro de Interior, pronunció un discurso ante la multitud. El sentimiento antibritánico era muy extendido en la España fascista, y alguien decidió enviar a unos cuantos estudiantes a una misión de apedreamiento. Acribillaron la embajada británica con las piedras que les había proporcionado el gobierno, cuidadosamente embaladas en sacos. Hoare telefoneó a Serrano Suñer. Fue una conversación acalorada. Serrano Suñer provocó al embajador especial preguntándole si la embajada necesitaba más protección policial, a lo que Hoare le respondió certeramente: “No envíen más policías, me conformo con que manden menos estudiantes”.

El 12 de junio de 1945, en un despacho enviado desde la embajada en Madrid, el consejero R. J. Bowker informaba de que, si bien oficialmente la actitud de Gran Bretaña y Estados Unidos era de “fría reserva”, “el general Franco sabe que ninguna de las dos potencias va a utilizar la fuerza para echarle. Mientras tanto, los intercambios comerciales con ambas potencias prosiguen a una escala sustancial, y hay buenas perspectivas de que durante la posguerra podamos forjar unas relaciones económicas beneficiosas para las tres partes”.

Bowker informaba de que la arrogancia de Franco obedecía a su firme convicción de que los Aliados occidentales iban a entrar muy pronto en guerra con la Unión Soviética, y de que no podían permitirse el lujo de enemistarse con España. Dentro del país, la oposición de derechas, a saber, los monárquicos, estaban escindidos en facciones, y el resto de partidos estaba sometido a una feroz represión policial, mientras que la comunidad en el exilio estaba aún más dividida. Esas realidades constituían la base de la confianza en sí mismo que sentía Franco.

El miedo de Occidente a que una Unión Soviética poderosa avanzara hacia el oeste era infundado. Los daños económicos, sociales y estructurales que padecía la ­URSS eran de tal magnitud que ni Stalin ni los mariscales del Ejército Rojo podían pensar seriamente en un nuevo asalto bélico, y menos aún si participaba Estados Unidos. Es cierto que a Stalin le preocupaba permanentemente la posibilidad de un segundo asalto de revancha que pudieran tramar los alemanes una vez que se recuperaran. Stalin proponía una Alemania unificada y neutral, a imitación de Austria, pero los Aliados lo rechazaron. La única solución factible que le quedaba a Moscú era una división permanente del país, que estaba en consonancia con lo que pensaban los Aliados entre bastidores.

Franco fue un hijo ilegítimo de aquellas prioridades de la Guerra Fría. Stalin habría debido insistir en que era necesario deponer al dictador, en que se redactara una nueva constitución y se celebraran elecciones, igual que en Italia. Si el dirigente soviético hubiera hecho de ello una de sus principales exigencias en Yalta o antes, Franco habría perdido y habría acabado en algún lugar de América del Sur. Y España se habría ahorrado otros treinta años de terror y tormento.

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