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Amnistías: historias del olvido político

Las medidas de gracia se han usado en cientos de ocasiones en España y en Europa para desactivar conflictos políticos, aunque a menudo han sido muy cuestionadas

Amnistía ERC Junts Puigdemont
Jean-Marie Tjibaou, político nacionalista de Nueva Caledonia, y el presidente francés François Mitterrand, en Numea, capital del enclave, el 19 de enero de 1985.Jean-Claude FRANCOLON (Gamma-Rap
Xosé Hermida

Los jornaleros andaluces se agolpaban para aclamar a Lluís Companys al paso del tren donde viajaba de regreso a Madrid desde la cárcel de El Puerto de Santa María (Cádiz). A finales de febrero de 1936, el recién formado Gobierno del Frente Popular acababa de amnistiar al líder de ERC, destituido año y medio antes como presidente de la Generalitat y condenado a 30 años de prisión por haber declarado el “Estat català”. “No me imagino ahora a la gente en Jaca aplaudiendo a Carles Puigdemont si regresase en un tren a España”, dice con sorna el catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Santiago Xosé Manoel Núñez Seixas, quien evoca la anécdota de Companys para sentar una idea: “Las amnistías son más o menos digeribles dependiendo del contexto histórico. Si ahora no existiese Vox, por ejemplo, tal vez las cosas se verían de otra forma”.

La España de los años ochenta, con la Constitución recién estrenada, ofrece otra muestra sobre la importancia del contexto. Tras cometer 16 asesinatos entre 1977 y 1981, una facción minoritaria de ETA, la rama político-militar, los llamados polimilis, que habían rehusado acogerse a la amnistía de 1977, mandó el mensaje al Gobierno de que quería abandonar las armas. Se puso en marcha sigilosamente una operación comandada por Juan José Rosón, ministro del Interior con UCD, luego completada por el PSOE. No fue una amnistía como tal, pero entre indultos y beneficios penitenciarios, 300 polimilis regresaron a España o fueron excarcelados. Ya con Felipe González en La Moncloa, un grupo de ellos preso en Soto del Real (Madrid) pidió al Defensor del Pueblo que mediase ante el Gobierno. El entonces adjunto de la institución, Álvaro Gil-Robles, buscó el apoyo del líder de la oposición: “Hablé con Manolo Fraga y me dijo: ‘Cuenta conmigo’. Y así fue, no planteó ni un problema ni una crítica. Todo se hizo con gran discreción, porque además los etarras podían sufrir las represalias de sus antiguos compañeros”. El periodista Luis R. Aizpeolea recordaba en 2022: “Los medios evitaron el sensacionalismo y los exetarras excarcelados escondieron su entusiasmo para no herir a las víctimas”. Hoy, cada simple traslado de un preso de ETA al País Vasco es piedra de escándalo.

El expresidente de la Generalitat de Cataluña Lluís Companys, preso en la cárcel Modelo de Madrid tras los sucesos del 6 de octubre de 1934.
El expresidente de la Generalitat de Cataluña Lluís Companys, preso en la cárcel Modelo de Madrid tras los sucesos del 6 de octubre de 1934. EFE

En su libro Los silencios de la libertad (Tusquets), el periodista Guillermo Altares detalla la “primera amnistía de la historia”. Fue en el 403 antes de nuestra era y la decretaron en Atenas los demócratas que habían relevado en el poder a la sangrienta dictadura de los Treinta con una consigna: “Prohibido recordar los males”. “Amnistía viene de amnesia, supone la concesión del olvido a los delincuentes, aunque no tiene por qué ser necesariamente un cheque en blanco”, comenta Manuel Torres Aguilar, catedrático de Historia del Derecho de la Universidad de Córdoba y autor del libro Historia del indulto y la amnistía: de los Borbones a Franco (Tecnos).

Desde el mundo antiguo, los soberanos se reservaban el derecho de gracia, una prerrogativa que en la edad contemporánea pasaría a los gobiernos y los Parlamentos hasta aplicarse en centenares de ocasiones en los dos últimos siglos. Las amnistías suelen acompañar los tránsitos de las dictaduras a las democracias, pero no es el único contexto en que se ha recurrido a ellas. En general se usan como instrumento para poner fin a un conflicto político, casi siempre de naturaleza armada. La Convención de Ginebra recomienda aplicarlas para zanjar las guerras civiles. “Tienen que ver con el final de un conflicto en el que ninguna de las dos partes ha terminado de ganar del todo”, explica José Álvarez Junco, catedrático emérito de Historia del Pensamiento en la Universidad Complutense. “Pueden ser guerras civiles u otro tipo de conflictos que no están completamente concluidos y en el que las dos partes se comprometen a que no habrá represalias, a actuar con magnanimidad mutua”.

Louise Mallinder, profesora de la Universidad de Edimburgo, ha creado una base de datos sobre amnistías en el mundo vinculadas a acuerdos de paz o de fin de conflictos. Desde 1990 a 2016 contabiliza 289. A la cabeza, Sri Lanka, con 33, más de una por año. En Europa registra 28, la mayoría relacionadas con las guerras en la desaparecida Yugoslavia. Reciente es la que se aprobó en Ucrania en 2014, en medio de la revuelta proeuropea conocida como el Euromaidán, que sirvió para dejar sin responsabilidad penal a los participantes en la protesta. A la lista le falta la última, la que acaba de aprobar el Parlamento británico entre una fuerte controversia porque garantiza la impunidad a los implicados en delitos de sangre durante los años más violentos en Irlanda del Norte. Las descolonizaciones y los conflictos territoriales son uno de los escenarios que más se repiten. En el Reino Unido ya se aplicó otra en 1997 tras la disolución de los grupos terroristas en el Ulster.

Hay amnistías que reparan injusticias históricas y tienen gran apoyo popular, como otra británica, la ley Turing, en honor al genio de las matemáticas Alan Turing, encarcelado por homosexual en los años cincuenta. Sirvió en 2016 para exonerar a más de 65.000 hombres, la mayoría ya fallecidos, que sufrieron la misma persecución. En esa categoría se podría encuadrar la española de 1977, aunque, como matiza el catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza Julián Casanova, a la larga, “los grandes beneficiarios fuesen los funcionarios de la dictadura implicados en torturas y delitos contra los derechos humanos”. Tampoco faltan los casos de autoamnistías, tan lacerantes como la que se concedió el chileno Augusto Pinochet tras dar paso a la democracia o el bando franquista al término de la Guerra Civil. Ni las democracias se libran de episodios parecidos: en 1990 en Francia, con el socialista François Mitterrand como presidente e investigaciones judiciales asediando a su partido, se desató un gran escándalo por una ley que amnistió los delitos de financiación ilegal de las organizaciones políticas.

Más allá de la casuística, Torres Aguilar explica la posible funcionalidad de las amnistías: “Algunos las critican diciendo que son políticas… ¡Pues claro! Es el juego de la política, que utiliza ese recurso para evitar las soluciones violentas y restañar heridas. Suelen estar vinculadas a un grave acontecimiento que haya puesto en peligro la convivencia de un pueblo. Y ahí el Estado muestra su poder de perdonar para facilitar la convivencia”.

Algunos de los grandes traumas de Francia en el último siglo intentaron aliviarse con amnistías. Al final de la II Guerra Mundial, se aprobaron dos, pese a un fuerte rechazo político, que eximieron a cientos de colaboracionistas con los nazis. La guerra y posterior independencia de Argelia originó cuatro, la última en fecha tan tardía como 1982, también con Mitterrand y con resistencias en su propio partido, para eximir a ocho generales promotores de una intentona golpista en 1961. El mismo presidente socialista apadrinó en 1990, pese al rechazo del centro y la derecha, un acuerdo de paz en Nueva Caledonia, enclave francés en Oceanía, que libró de responsabilidad penal a activistas por la independencia implicados en acciones armadas.

Con frecuencia, las amnistías son terreno abonado para la discordia y el combate pasional, como muestra el ejemplo portugués. El 2 de marzo de 1996, la Asamblea de la República acordó perdonar a 48 condenados por pertenecer al grupo terrorista Forças Populares 25 de Abril (FP-25). Entre ellos, Otelo Saraiva de Carvalho. Otelo no era cualquiera. Había sido el oficial que diseñó en 1974 el plan de operaciones de la Revolución de los Claveles para derrocar la dictadura. Pero también era el militar cada vez más radicalizado que se entusiasmó con el castrismo y acabaría implicado en el movimiento que alentaría a las FP-25. Él siempre negó su responsabilidad en los atentados que causaron 17 muertes entre 1980 y 1987, pero el considerado juicio del siglo en Portugal acabó con su condena a 15 años de prisión.

Otelo Saraiva de Carvalho explica en conferencia de prensa las razones por las que se presenta a la presidencia de Portugal, en mayo de 1976.
Otelo Saraiva de Carvalho explica en conferencia de prensa las razones por las que se presenta a la presidencia de Portugal, en mayo de 1976.Cifra Gráfica / EFE

La amnistía fue promovida por el presidente de la República, el socialista Mário Soares. “Soares había atraído al general Spínola [fundador de un movimiento terrorista de extrema derecha] para la democracia y quiso hacer lo mismo con Otelo, el símbolo de la Revolución, rescatarlo de las condenas y abrir camino a una vía de reconciliación”, evoca el periodista Eduardo Dâmaso, entonces redactor de política del diario portugués Público. “No podemos vivir 20 años pensando siempre en el pasado”, defendió Soares. Toda la derecha se opuso. Todavía 25 años después, en 2021, el hijo de uno de los asesinados, Manuel Castelo-Branco, escribió: “El dolor de las víctimas no se agotó en el momento de la muerte de su ser querido, al contrario, fue alimentado por la revuelta creciente que fueron sintiendo por la injusticia”.

En el Reino Unido se ha suscitado una fuerte división ante la ley promovida por el Gobierno de Rishi Sunak que, paso previo por una especie de comisión de la verdad, permite amnistiar delitos cometidos durante las tres décadas de The Troubles (los disturbios) que se cobraron 3.000 víctimas en Irlanda del Norte. La oposición laborista, los principales partidos del Ulster e incluso la Administración de Estados Unidos han mostrado su rechazo. La República de Irlanda amenaza con recurrirla al Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

Irlanda del Norte Sunak
Un residente local paseaba en abril junto a un mural paramilitar en Belfast, Irlanda del Norte.Charles McQuillan (Getty Images)

En los convulsos años de la II República española no faltó el ingrediente de las amnistías. Julián Casanova recuerda que el radical Alejandro Lerroux había dado su palabra de amnistiar al general José Sanjurjo, protagonista de un intento de golpe de Estado en 1932 contra el Gobierno de Manuel Azaña bautizado precisamente como “la sanjurjada”. Lerroux cumplió su promesa tras alcanzar el poder y dar inicio al llamado bienio derechista. El 20 de abril de 1934, el Congreso de los Diputados aprobó una ley que, entre otras cosas, dejaba en libertad a Sanjurjo, condenado a muerte y uno de los posteriores cerebros del definitivo golpe de 1936. El choque en el Parlamento fue tumultuoso y repleto de violencia, después de que un grupo comandado por el ultraderechista José Luis Albiñana se volviese contra la bancada de la izquierda. Josep Pla lo contó así en su crónica para La Veu de Catalunya: “Han comenzado a volar los tinteros de los escaños, los vasos de los azucarillos y las bandejas de los vasos. En un momento dado, el cuerpo a cuerpo y los escándalos han sido indescriptibles. Los ujieres y los diputados más forzudos de la Cámara han intentado separar a los luchadores, cosa que han conseguido tras infinitos esfuerzos y después de haberse visto relucir, desde la tribuna de la prensa, dos o tres pistolas inconfundibles”. El socialista Indalecio Prieto acabaría propinando “un formidable puñetazo en la cara” a Albiñana.

Al triunfo del Frente Popular, el 16 de febrero de 1936, le siguieron enormes manifestaciones para exigir una amnistía a los implicados en la Revolución de Asturias de 1934, así como a Companys y demás nacionalistas catalanes que habían encabezado su propia revuelta por las mismas fechas. Fue tal la presión de la calle que, solo cinco días después, Azaña promovió una reunión de la Diputación Permanente del Congreso y, en este caso con “tranquilidad absoluta”, según Pla, se aprobó la amnistía. “Unas 30.000 personas fueron excarceladas y miles de obreros readmitidos en las empresas que los habían despedido”, señala Casanova. Y aunque la derecha lo rechazase, “nadie puede decir que aquello contribuyese a la Guerra Civil”.

Ni Companys ni los revolucionarios asturianos, reprocha hoy Álvarez Junco, renegaron de sus rebeliones contra la legalidad republicana. Lo que conduce a una de las discusiones que desde el fondo de los tiempos ha acompañado a las medidas de gracia: ¿hay que exigir arrepentimiento a sus beneficiarios? Llegados a este punto, varios de los consultados para este reportaje se sumergen en una de las cuestiones más espinosas ante una posible amnistía por el procés. “Sería difícilmente digerible para muchos sectores sin un cierto compromiso de los independentistas de que no volverá a pasar”, advierte Núñez Seixas. Su colega Torres Aguilar se declara a favor de la amnistía, siempre a condición de que se “ofrezcan garantías de que van a respetar la legalidad”. “No solo no dicen eso, al contrario, afirman que volverán a hacerlo”, refuerza Álvarez Junco. “Si eso no cambia, no sé cómo se va a poder explicar”. Ni Puigdemont es Companys, ni en Andalucía, hoy bajo el mando de la derecha, existen ya jornaleros como los de 1936.

Con información de Tereixa Constenla y Rafa de Miguel.

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Sobre la firma

Xosé Hermida
Es corresponsal parlamentario de EL PAÍS. Anteriormente ejerció como redactor jefe de España y delegado en Brasil y Galicia. Ha pasado también por las secciones de Deportes, Reportajes y El País Semanal. Sus primeros trabajos fueron en el diario El Correo Gallego y en la emisora Radio Galega.

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