Natalia Velilla, la jueza que reivindica la autoridad de la palabra
La magistrada publica su segundo ensayo y coprotagoniza un documental con el mismo espíritu: mejorar el debate público y la democracia
“Toda historia tiene (al menos) dos versiones”, reza la bio de Natalia Velilla en Twitter. Su historia también: jueza desde hace 20 años, desde hace cinco se ha convertido en una de esas raras voces que surgen de la sociedad civil para tomar la palabra y participar en la discusión sobre los asuntos públicos, sin escudarse en el argumento de autoridad de su oficio. Para meterse en política, en el mejor sentido del término, aunque la degradación que ha traído su espectacularización le lleve a ella misma a asegurar: “Yo procuro no meterme demasiado en política”. En su nuevo libro, La crisis de la autoridad (Arpa), sin embargo, reconoce que sí habla “bastante de política”. Quizá no habla de otra cosa: al fin y al cabo, los espacios que analiza a la luz de esa crisis (la familia, la escuela, la policía, la justicia y la política profesional) son escenarios políticos donde cada ciudadano, lo quiera o no, contribuye al argumento de la obra.
Velilla (Madrid, 1973), magistrada en un juzgado de familia, llegó al ensayo por un camino ya habitual: llamando la atención en una red social, en su caso X (antes llamada Twitter). En 2020, dos años después de empezar a usarla por casualidad, la llamaron los editores de Arpa. Así funciona la Justicia (2021) fue un éxito de ventas (lleva tres ediciones) y aclaró esa voz que ahora también se puede escuchar en Señorías, el corto documental que coprotagoniza junto a otras tres juezas y que el martes se proyectó en el Festival de Cine de Madrid. María Guerra, la directora, quiso mostrar que sus señorías “son personas de carne y hueso”. Y añade sobre Velilla: “No conozco a nadie con más capacidad de trabajo”.
El objetivo es siempre el mismo: sacar a la justicia del “agujero negro” en el que la sumen el foco mediático, “sobre todo la televisión”, y el público deslumbrado. “El grave problema de la sociedad española es que no hay un verdadero conocimiento del Estado de derecho”, dice Velilla. Esto puede ser mortal para la democracia si sus enemigos aciertan a manejarlo, advierte.
La tolerancia le viene de fábrica. Un abuelo estuvo en la División Azul con 17 años, el mismo que décadas después, siendo ella adolescente, le ponía “películas de Buñuel”; el otro, socialista, fue correo republicano durante la Guerra Civil. Hija de un ama de casa diplomada en Turismo y un agente de seguros que no terminó Filosofía, es la mayor de tres hermanas y la primera licenciada de la familia. Criada en la cultura del esfuerzo propio y el respeto al otro, sus padres, “sin ser manifiestamente feministas”, les inculcaron el anhelo de ser ellas mismas. Estudió en un colegio de monjas, “bastante feministas”. En ICADE, la “universidad de jesuitas” donde se licenció en Derecho y Económicas, fundó una revista llamada Glásnost, como el complemento de la perestroika. “La fundamos poco después de la caída del muro de Berlín”, recuerda entre risas.
“Natalia es una de esas personas que no se permiten el lujo de la ideología, porque viven de pensar por ellas mismas”, apunta David Cerdá, auditor, profesor de Ética en escuelas de negocios, traductor y autor de Filosofía andante (Ediciones Monóculo), y uno de los compañeros de ese viaje intelectual en el que voces civiles empezaron a hacerse oír por debajo del ruido de las redes y sin el filtro mediático.
Enemiga declarada del populismo, trata a sus portavoces como dialécticamente iguales: discute sus argumentos, nunca a título personal. Si un discurso de la ministra de Igualdad en funciones, Irene Montero, se manipula para hacerle decir lo que no ha dicho (la pederastia es un derecho), Velilla denuncia la manipulación y devuelve al discurso su sentido —los niños tienen derecho a una educación sexual sin violencia—. Si es la propia Montero quien usa su autoridad de ministra para atacar a los jueces con reflejos de barra de bar (“machistas”), Velilla le afea su deslealtad institucional y problematiza lo que hay de fondo: que la ley del solo sí es sí se hizo con la misma falta de pericia con la que el Poder Judicial (no) comunicó la sentencia de La Manada. Es decir, sin entender que la lógica se refuerza en el diálogo y que la verdad se construye dialécticamente.
Abstenerse es otra forma de participación, así que no elude ninguna pregunta, por política que parezca. “La ley de amnistía [para los juzgados por el Procès] tiene una finalidad clara, que sería la de sanar heridas”, dice después de señalar que no estaba en ningún programa electoral. “Su legitimidad tiene que venir dada por una mayoría social que así lo exprese a través de unas elecciones. En ningún caso creo que se pueda utilizar una ley de amnistía para investir a un presidente, porque se desvirtúa su finalidad”. “Y por otro lado, hay que poner algún límite a las cosas. La democracia no es buscar un vericueto legal para hacer cualquier cosa”, añade.
El final de la autoridad es el principio del autoritarismo, avisa en su segundo ensayo, que indaga en la historia del concepto para exponer su crisis actual (crisis en el sentido de cambio, no solo de devaluación). Hay dos tipos de autoridad: la “formal”, la que permite a las “autoridades” (desde los legisladores hasta la enfermera de Urgencias) funcionar y ejercer su trocito de poder; y la material, basada en el prestigio y el respeto social. Que profesiones tradicionalmente tan respetadas como el médico o el maestro hayan tenido que obtener el reconocimiento legal de su “autoridad” es la constatación de un fracaso: sin la amenaza de la sanción, su pérdida de auctoritas los expone a la violencia. La paradoja es que la primera no puede funcionar sin la segunda y la deriva mutua desemboca en el puro poder.
En la historia de Velilla, la conciliación no es solo un derecho, es un rasgo de estilo y una forma de vida. El rigor y la claridad nunca riñen; la familia es un ejemplo político, y la política, un campo de responsabilidad personal. Jueza de Familia y Apoyo a la Discapacidad, tiene dos hijos varones (el pequeño tiene 14 años) y una hija “con parálisis cerebral, totalmente dependiente”. El libro está dedicado a ellos: “A Enrique, Nicolás y Victoria: los escuderos y la luz”.
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