El siglo en que se torció la utopía
Hay una continuidad histórica entre los años 1870 y 2010, dominados por la economía
Lo que ha logrado la economía durante el siglo XX ha sido casi milagroso: hoy, menos del 9% de la humanidad, repartida muy desigualmente, vive por debajo de los niveles que definen la pobreza extrema (ingresos de menos de dos dólares diarios). En el año 1870 ese porcentaje rondaba el 70%. La economía es el escenario que domina los acontecimientos y la tecnología es el motor impulsor del progreso. No hay que olvidar que ese periodo ha estado marcado también por dos guerras mundiales, un holocausto, el auge y caída de la Unión Soviética, el cénit de la influencia de EE UU en el mundo o el ascenso de la China moderna.
Los lectores habituales del profesor de la Universidad de Berkeley J. Bradford Delong en EL PAÍS no se sentirán incómodos con sus tesis. Miembro del Instituto para el Nuevo Pensamiento Económico, ha escrito una historia económica del siglo XX que ha titulado Camino a la utopía (editorial Deusto). Lo primero que hace en ella es confrontarse con la idea del siglo corto (1914, con la Primera Guerra Mundial-1989, con la caída del muro de Berlín) del historiador Eric Hobsbawm. Para Bradford Delong, el siglo XX ha sido un siglo largo de 140 años: comenzó alrededor de 1870, cuando se inicia la primera globalización que generó un crecimiento planetario, desigual e injusto, y acabó en 2010, en el momento en que la Gran Recesión daba las penúltimas boqueadas haciendo tambalearse a las principales economías del Atlántico Norte, y aparecía en el horizonte un personaje desastrosamente determinante en los siguientes años: Donald Trump.
En ese largo periodo las expectativas fueron tan altas que no podían lograrse en una sola generación. Lo más cercano que estuvo el mundo de lograr una utopía fue cuando se hizo hegemónica lo que el economista denomina “socialdemocracia desarrollista”, que predominó en la Europa de la segunda posguerra mundial y una vez que el presidente Roosevelt resolvió el problema de la Gran Depresión conduciendo a EE UU hacia ese modelo. Da mucha importancia a la conferencia de Keynes Posibilidades económicas de nuestros nietos (pronunciada, por cierto, por primera vez en Madrid, en la Residencia de Estudiantes) porque en ella concreta esa utopía: los problemas económicos no son los más permanentes en la humanidad; hay instrumentos técnicos y medios materiales para resolverlos. Una vez que las dificultades de intendencia estén resueltas, el verdadero reto será “cómo usar (…) la libertad que vendrá cuando disminuya la presión de las preocupaciones y urgencias económicas (…) para vivir sabiamente, de forma buena y agradable”.
El crecimiento importa pero no es suficiente por sí solo para alcanzar la igualdad y la felicidad universal. Se ha manifestado una incapacidad del mercado para garantizar igualdad y estabilidad, y ello es lo que propició “soluciones” desde el fascismo y el nazismo hasta el socialismo de corte soviético. Además, alrededor de 1989 la ciencia comienza a señalar un problema que se convertirá en principal y que no aparecía entre las inquietudes de Keynes: el fracaso internacional a la hora de lidiar con la emergencia climática. La esperanza en el futuro se ha visto afectada por el cambio climático, como una especie de diablo malthusiano en forma de nuevas formas y adversidades. El único lugar del mundo en el que la confianza se mantiene intacta es China, donde los cuadros del Partido Comunista Chino se ven a sí mismos conduciendo a la humanidad hacia adelante, portando la bandera del oxímoron “comunismo de mercado” y guiados por el pensamiento de Mao y Xi Jinping. Pero China no es modelo para los demás, que la observan como una especie de capitalismo corrupto y autoritario, sustentado en una suerte de Estado sin libertades.
Bradford Delong entiende que aquella “socialdemocracia desarrollista” fue sustituida por el neoliberalismo, y a partir de ese momento aquello que creíamos sólido se desvaneció en el aire. Sus reflexiones recuerdan a las que hace unos años hizo Antonio Muñoz Molina: nada es para siempre, cualquier derecho puede perecer y, por el mismo motivo, no hay destino escrito.
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