El apocalipsis no ha llegado a España: vivimos en un país más estable de lo que parece
“Gobierno ilegítimo”, “tiranía”, “demolición de la Constitución”... Los datos en crudo del CIS muestran menos polarización entre los ciudadanos que entre los políticos que los representan y tiran de palabras gruesas
No debería extrañarnos que algunos ciudadanos, al encarar el calendario electoral de 2023, sientan cierta pereza ante lo que nos espera. Al acabar el año llevaremos acumulado ya un decenio de agitación política, dentro y fuera de España. Un periodo de cambios, innovaciones, decepciones… y ruido.
Mucho ruido, provocado por la retórica empleada por políticos y opinadores, donde las palabras gruesas y adjetivadas están perdiendo su brillo original a fuerza de machacarlas: golpe de Estado, tiranía, Gobierno ilegítimo… Uno de los locutores más conspicuos del espectro conservador establecía la renovación del Tribunal Constitucional como el primer día de la nueva “dictadura” de izquierdas. Semanas antes, la ministra de Igualdad atacaba a jueces por “incumplir la ley (…) por su machismo” para disculpar errores propios en la legislación sobre violencia de género. En un desayuno informativo el 16 de enero, la presidenta de la Comunidad de Madrid tildaba de “tontos” a quienes no se percataban de lo que ella consideraba una estrategia de degradación institucional “totalitaria e ilegítima” del “sanchismo”. Poco después, se conocía un manifiesto de exministros del PP y del PSOE, con otros intelectuales y políticos, tradicionalmente ubicados en espacios moderados, que acusaba al Gobierno de “favorecer un proceso de demolición de la Constitución” para convertir España en un régimen iliberal.
No es de extrañar que muchos analistas hayan designado la polarización como emblema de la nueva escena pública. Quizá salgamos de este decenio sin apenas reforma política, pero sí con una ciudadanía más dividida políticamente que nunca, y con una conversación pública deteriorada hasta niveles inéditos. Algunas publicaciones recientes corroboran esa deriva. Los politólogos Mariano Torcal (De votantes a hooligans, Catarata) y Lluís Orriols (Democracia de trincheras, Península) certifican el aumento de la polarización y del partidismo en las opiniones políticas. La lingüista Beatriz Gallardo (Signos rotos, Tirant lo Blanch) analiza los mecanismos mediante los cuales se está quebrando la función del lenguaje como instrumento de comunicación entre políticos y ciudadanos.
Desde esta óptica, la actual legislatura de coalición de izquierdas constituiría el temible colofón, con su aceleración de inercias frentistas, inestabilidad gubernamental y riesgos subestimados para nuestros equilibrios institucionales.
Y, sin embargo, numerosos indicios podrían sugerirnos, en realidad, una imagen diferente, más matizada. Pasada esta década de enormes realineamientos electorales, y en una legislatura marcada por acontecimientos extraordinarios, la política española ha arrojado mucha más continuidad que cambio, especialmente en torno a la inédita coalición de izquierdas.
El hastío con la política
Desde luego, los ciudadanos no han mutado sus convicciones profundas. Si en el peor momento de la crisis financiera hubo signos de vacilación contra el sistema democrático, aquellas dudas se esfumaron pronto. Si en algunos países cercanos el auge electoral de partidos populistas o de extrema derecha ha estado relacionado con cambios ideológicos en los votantes (sobre inmigración, género, autoritarismo), estos apenas se observan en el electorado español.
Un apunte: a pesar de la turbulencia internacional generada por la pandemia y la guerra de Ucrania, la preocupación por la economía y el empleo apenas está 20 puntos por debajo respecto a enero de 2020, cuando se formó el actual Gobierno. Más significativa aún es la despreocupación por la corrupción. Entre 2017 y 2018, casi la mitad de los españoles lo consideraban uno de los tres principales problemas. Tras la moción de censura (motivada precisamente por ese tema), la problemática entró en declive hasta llegar a los niveles testimoniales recogidos por el último barómetro del CIS.
Esta evolución pone más en evidencia lo que sí ha empeorado en la percepción de los ciudadanos: el creciente e intenso hastío hacia la política. Dos de cada tres ciudadanos consideran hoy que las cuestiones de índole política son un problema mayor. Es un nivel de insatisfacción inédito en nuestro país. En el pasado, se dieron conatos de preocupación en legislaturas crispadas o que anticipaban cambio de mayorías. Pero la llegada de los nuevos partidos y el procés en Cataluña catapultaron esta inquietud hasta la cota en la que se ha mantenido durante la legislatura.
El último barómetro del CIS vuelve a disparar la inquietud de los ciudadanos en ese sentido, aunque el techo se alcanzó en otoño de 2020, a raíz de la incapacidad de los partidos para actuar en común ante la crisis de la covid-19. De hecho, la sanidad ha sido la otra gran preocupación que ha emergido en los últimos años, a medida que los ciudadanos han tomado conciencia de los retrocesos en la calidad del sistema sanitario.
La polarización, el nuevo mantra
Esta creciente desazón de los españoles con lo político ha ido de la mano del aumento de las diferencias ideológicas entre ciudadanos y partidos. Pero también ayuda a matizar lo que ello significa. La polarización se ha convertido en el argumento comodín para explicar todo tipo de desencuentros y frustraciones políticas. Todo polariza y a la vez todo es producto de la polarización.
La polarización hace referencia al crecimiento de la distancia ideológica entre grupos. En varios países se ha detectado un mayor alejamiento entre ciudadanos por motivos ideológicos. Recientemente se viene usando también el término de “polarización afectiva” para referirse a las inclinaciones emocionales entre esos grupos. Un estudio de los politólogos norteamericanos Noam Gidron, James Adams y Will Horne (American Affective Polarization in Comparative Perspective, 2020) situaba a España como el país más polarizado de las democracias occidentales. Ha sido frecuentemente citado en los medios españoles para demostrar hasta qué punto nos está dividiendo la política.
No obstante, ese estudio comparaba franjas temporales muy dispares. Para el caso español se refería a la época de Aznar y Zapatero, no a los años posteriores. Y con datos similares del CIS de esa época, la estimación de la polarización afectiva se veía reducida a registros más templados, como confirma también otro estudio reciente del mencionado profesor Torcal.
A menudo nos referimos a la polarización de forma impresionista para designar dos fenómenos distintos: una mayor crispación en la vida política y un mayor alineamiento de los ciudadanos con los partidos. Ciertamente la llegada de nuevas fuerzas produjo un efecto mecánico sobre la polarización política del país: al aparecer nuevos grupos de votantes, las distancias entre ellos crecían necesariamente. Incluso la aparición de un partido de centro resultó polarizante en su momento. Además, la irrupción de Vox intensifica esa percepción: es el partido situado más al extremo en el eje izquierda-derecha por el resto de votantes. Y su estancamiento electoral acentúa aún más su impacto sobre la polarización, debido al abandono de votantes moderados, realzando el perfil derechista de sus bases.
Sin embargo, cabe matizar esa impresión general de polarización. A diferencia de países como Estados Unidos, donde el aumento de las diferencias políticas surge de un realineamiento ideológico del electorado, que abandona el centro para moverse hacia los extremos, en España los ciudadanos apenas han modificado sus posiciones ideológicas. Los españoles se han polarizado menos de lo que creemos, pero sí ven más polarizados a sus partidos, alineando sus inclinaciones afectivas de forma consecuente, aunque no dejan de observar ese proceso con preocupación y hastío.
Este panorama en las opiniones de los ciudadanos ayuda a entender mejor el otro foco de continuidad: la estabilidad del Ejecutivo de Pedro Sánchez y de su valoración por parte de los ciudadanos. En contraste con los acontecimientos extraordinarios que han jalonado esta legislatura, llama la atención lo poco extraordinario que ha sido su desarrollo.
Para ser el primer gobierno de coalición en el ámbito estatal desde la II República, la estabilidad no ha podido ser mayor. A pesar de la reverberación proyectada por los medios, el que fuera tildado como Gobierno Frankenstein culminará la legislatura con pocas cicatrices. La agenda legislativa ha recuperado una actividad frenética, propia de tiempos anteriores. El único momento en que la legislatura estuvo a punto de dar al traste (votación de la reforma laboral) lo fue más por el mal cálculo especulativo de ERC —del que se acabaría arrepintiendo—que por desavenencias entre socios. El Ejecutivo ha operado con una elevada continuidad ministerial (no tanto de sus altos cargos). Las discrepancias internas a menudo han ignorado las fronteras de partido para alinearse según diferencias sustantivas, algo muy fortalecedor en las coaliciones gubernamentales. Y, por ello, en contra de muchos vaticinios iniciales, el Ejecutivo agotará la legislatura, algo que solo ocurrió cuatro veces anteriormente.
Para tener una valoración más ajustada de esta estabilidad gubernamental, podemos observar qué ha sucedido durante este periodo en nuestro entorno. Cuando Sánchez llegó al poder, Donald Trump llevaba un año y medio de presidencia, y por las cancillerías europeas transitaban Theresa May, Paolo Gentiloni o Angela Merkel.
Desde entonces, Sánchez ha conocido tres primeros ministros en Francia, y ha visto pasar tres fórmulas de gobierno diversas en Italia, de izquierda a extrema derecha. Alemania cambió de canciller y de formato de coalición. El Reino Unido, mejor ni nombrarlo. Y en Estados Unidos, Trump ha tenido tiempo para ser desalojado y volver a intentar su retorno. Solo Portugal ha experimentado una estabilidad similar, aunque António Costa haya vivido recientemente su primera gran crisis interna. En todos estos casos, los gobiernos gozaban de mayoría absoluta o, al menos, de mayor apoyo parlamentario que Sánchez.
Valoración estable a favor y en contra
Esta estabilidad también se refleja en el apoyo social, y no solo en términos de intención de voto. A pesar de las curvas experimentadas, llama la atención la persistencia de la confianza en el jefe de Gobierno, anclada en torno al 30%. Siempre superior a la que obtuvo Rajoy, se acerca más a la de sus predecesores antes del crash financiero.
Quizá por ello, la valoración de Sánchez se mantiene hoy en registros cercanos a los del inicio de la legislatura, tanto en términos de rechazo (quienes le asignan la peor valoración posible) como de entusiasmo (dándole las valoraciones más altas), ambas en ascenso. Es interesante contrastarla con la evolución de Alberto Núñez Feijóo. El líder de la oposición genera menos rechazo, pero su imagen se ha degradado muy rápidamente. Ya desde el verano, el nivel de rechazo superaba al de entusiasmo, y el primer barómetro de 2023 amplía esa distancia. A diferencia de Feijóo, Sánchez genera más rechazo entre quienes no le votarán nunca, pero más entusiasmo entre quienes sí lo harán. Y algo importante, también entre los votantes de los partidos que decantarán mayorías. Un ejemplo: entre los votantes del PNV la preferencia por el Presidente es ocho veces superior a Feijóo, que les suscita cuatro veces más rechazo que Sánchez.
También la valoración de los ministros sugiere una buena acogida por parte de las bases sociales de la coalición. El nivel de rechazo a los ministros en general es bajo y refleja bien qué es lo que premian los votantes de PSOE y UP: gestión sin estridencias. La vicepresidenta Yolanda Díaz es una de las ministras más valoradas por parte del electorado socialista, así como de los propios votantes de UP, que muestran mayor rechazo a Irene Montero.
Esta imagen moderadamente favorable de la actuación del Ejecutivo no es solo patrimonio de Sánchez, sino que se extiende en buena medida a los gobiernos autonómicos de diferente signo. Según el CIS, los ciudadanos también valoran muy positivamente la gestión de las presidencias autonómicas en 2022, predominando una valoración ampliamente positiva, con solo tres excepciones: Madrid, Cantabria y Extremadura. Es en Madrid donde las opiniones resultan más controvertidas. Isabel Díaz Ayuso es la presidenta cuya gestión genera más entusiasmo, pero también mayor rechazo: uno de cada tres madrileños la juzga muy mal. También es en Madrid donde se aprecia más la debilidad de la oposición: es donde mayor es la distancia en la intención de voto al PSOE en las generales respecto a las autonómicas.
Este cuadro de estabilidad política casa mal con ese retrato de política de trincheras, en donde cada día parece librarse un Vietnam. Aquel, antes que este, será el escenario de fondo en que se desarrollará el próximo ciclo electoral. No cabe deducir de él simple continuismo. Al contrario, en muchos casos, como el de Sánchez, la supervivencia de las mayorías (o minorías) de gobierno dependerá de un margen estrecho de movimientos. Pero sí sugiere descartar grandes realineamientos u olas de cambio, a diferencia de lo que vino ocurriendo en la pasada década.
En tiempos de personalización intensa, el liderazgo personalista de Sánchez y la mayoría de las presidencias autonómicas ha resultado eficaz hasta ahora para mantener la lealtad de sus votantes y de quienes los prefieren como gobernantes. A menudo, a costa de ganar nuevos apoyos de electores menos convencidos. Cabe preguntarse si resultará sostenible esta fórmula ante una ciudadanía menos polarizada que las estrategias políticas que sus representantes le aplican y si el discurso de la oposición, basado en la deslegitimación de las coaliciones plurales, tiene más recorrido que la pura melancolía por los tiempos pasados de un bipartidismo más aparente que real.
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