Hoteles de lujo, minería y grandes preguntas: por qué queremos volver a la Luna
La idea de pisar suelo lunar toma forma 50 años después de la última misión. Las prospecciones del suelo y el subsuelo podrán ayudar a desvelar incógnitas sobre una de las grandes cuestiones, ¿de dónde venimos?
Hace medio siglo y pico que Neil Armstrong posó su módulo en la Luna y metió un cuezo histórico al transmitir a Tierra: “Houston, aquí Base Tranquilidad”. Se refería al Mar de la Tranquilidad, una de esas manchas oscuras que se aprecian en la Luna a simple vista y que en realidad no es un mar, como creían los antiguos, sino un enorme depósito basáltico creado por una erupción volcánica ancestral.
La NASA había elegido ese sitio para alunizar suponiendo que su suelo era razonablemente plano, aunque luego resultó no serlo tanto y tuvo a Armstrong dando vueltas al límite de combustible hasta encontrar un helipuerto presentable. Pero allí no había ninguna Base Tranquilidad, naturalmente. El lapsus del primer astronauta que pisó nuestro satélite reveló sin querer los planes de la NASA para construir con el tiempo una base lunar en aquel lugar, la primera colonia humana en el espacio, un hito galáctico.
La Base Tranquilidad, sin embargo, nació muerta. El programa Apollo que llevó a la humanidad a la Luna nació como un encargo de la Administración de Kennedy, que en los primeros años sesenta, tras la hazaña del soviético Yuri Gagarin, el primer humano puesto en órbita, se obsesionó con que Estados Unidos debía marcar un jalón en el espacio que superara cualquier cosa que pudieran hacer los rusos en la época. “Creo que esta nación”, dijo el propio presidente John F. Kennedy en 1961, “debe comprometerse a alcanzar el objetivo, antes de que termine esta década, de poner un hombre en la Luna y devolverle sano y salvo a la Tierra”.
Cuando Kennedy dijo eso solo habían pasado unos meses desde la proeza de Gagarin, y apenas faltaba un año para la crisis de los misiles cubanos que puso al mundo muy muy cerca de una catástrofe nuclear. En lo más alto de la Guerra Fría, la conquista del espacio no era tanto una inspiración para futuristas como una estrategia para ganar posiciones en la mayor carrera tecnológica y militar del siglo XX. Aunque el pobre JFK no pudo verlo, su proyecto se cumplió con exactitud con el Apollo 11 capitaneado por Armstrong en 1969, antes de que acabara la década, tal y como pidió el presidente. Pero después de unos cuantos viajes más a la Luna, y visto que los soviéticos no aparentaban la menor intención de competir en ese campo, hasta los astronautas se empezaron a quejar de que sus misiones no abrían ni los telediarios. El interés público por la Luna empezó a desvanecerse al mismo ritmo que la financiación de la NASA, y desde aquellas misiones Apollo nadie ha vuelto a plantar sus botas en nuestro satélite.
Durante los últimos años hemos hablado más de Marte que de la Luna, como si la lejanía y la consiguiente dificultad de alcanzar el objeto celeste fueran un argumento para olvidarse de lo cercano y vulgar por el mero hecho de haberlo pisado ya. Pisar algo, si lo piensas, no es la forma más sutil de entenderlo, de aprovecharlo, de hacerlo parte de nuestro mundo. Y la mirada de la humanidad está volviendo a dirigirse a la Luna con un entusiasmo —la NASA ha anunciado que la próxima persona en pisarla será mujer y “no blanca”— que, esta vez sí, muestra unos fundamentos más científicos que geoestratégicos, o selenoestratégicos si nos ponemos estupendos.
“¿De dónde venimos? ¿Estamos solos en este vasto universo? Creo que solo una plataforma lunar puede enfrentarse de forma realista a estas preguntas”. Así arranca el astrofísico Joseph Silk su libro Back to the Moon (Regreso a la Luna), recién publicado en inglés por Princeton University Press. Responder a esas grandes preguntas va a requerir seguramente más que una plataforma lunar, pero los argumentos de Silk, que recogen los proyectos más imaginativos en lo científico y prácticos en lo económico que circulan ahora mismo por los altos despachos de las agencias espaciales, no necesitan tantas alturas filosóficas para resultar sólidos, viables y seductores. Tienen el inconfundible aroma del futuro real.
Un argumento central para establecer una Base Tranquilidad, por seguir utilizando el lapsus de Armstrong, es que reduciría drásticamente el coste de cualquier otra misión espacial posterior. La mayor parte del dinero que cuesta lanzar un cohete se va en luchar contra la gravedad de la Tierra para alcanzar la llamada velocidad de escape, que es algo más de 40.000 kilómetros por hora. Como la gravedad de la Luna es mucho menor, la velocidad de escape desde allí es de unos meros 8.600 kilómetros por hora. Si uno quiere ir a Marte, lo mejor es que despegue desde la Luna, aunque eso suponga hacer un trasbordo. Nuestro satélite también es rico en recursos naturales, y algunos se pueden utilizar para fabricar combustible de cohetes, lo que dará a la Base Tranquilidad cierta autonomía energética.
Las mismas ideas —bajo coste de la velocidad de escape, aprovechamiento de los recursos del suelo lunar— sirven para diseñar una nueva estación espacial, tal vez una que no orbite sobre la Tierra, sino alrededor de la propia Luna, y ya hay planes de hacerlo. La NASA tiene avanzado un proyecto para construir la Lunar Gateway (puerta lunar), una estación espacial que orbitará alrededor de la Luna y que, según las previsiones de los ingenieros, se dedicará a coordinar las misiones sobre el suelo del satélite y, más tarde, servirá como punto de partida para la exploración del sistema solar.
Todos estos planes de colonización extraterrestre necesitarán dinero, y la financiación pública solo va a contar la mitad de la historia. La firma SpaceX, de Elon Musk, y otros gigantes de Silicon Valley ya invierten en tecnología espacial, y lo seguirán haciendo mientras vean oportunidades de negocio. De ahí que varias agencias espaciales estén desarrollando planes para construir pequeñas aldeas en suelo lunar, incluidos algunos hoteles de lujo. Otra forma de atraer inversiones será la minería lunar, que puede merecer la pena cuando las tierras raras para la telefonía y los materiales semiconductores empiecen a agotarse en nuestro planeta.
Las primeras instalaciones extraterrestres no se llamarán Base Tranquilidad, porque no se edificarán en el Mar de la Tranquilidad. El lugar que suscita más interés entre los científicos está muy lejos de allí, junto al polo sur lunar, donde el Sol incide de manera más oblicua y hay cráteres cuyo interior está siempre a la sombra y que contienen depósitos de hielo. A la inversa, el borde de los cráteres está siempre al sol y servirá como una fuente eficaz de energía fotovoltaica. Esa energía se utilizará para disociar el agua del fondo del cráter en hidrógeno y oxígeno, que se convertirán en los dos combustibles favoritos para las naves espaciales. Parece el cuento de la lechera, pero los ingenieros han hecho los cálculos y el sistema funciona. Sobre el papel.
Pero entonces, ¿qué hay de las grandes preguntas? ¿De dónde venimos? ¿Estamos solos en este cosmos absurdamente inmenso? Los selenoptimistas como Silk atisban un futuro cercano en que todo ese ingenio aeroespacial y tecnológico se ponga al servicio del conocimiento científico, porque la Luna ofrece grandes ventajas para la exploración de nuestro entorno galáctico. Allí se pueden construir unos telescopios mayores que los mayores que tenemos en la Tierra, y que podrán hacer su trabajo mejor que ellos gracias a la ausencia de una atmósfera y una ionosfera que, aquí abajo, enturbian las observaciones.
Estos aparatos serían ideales para analizar el espectro lumínico de los miles de millones de exoplanetas, o planetas de otros sistemas solares, que los astrónomos calculan que hay en nuestra galaxia, la Vía Láctea, en busca de las “firmas” químicas de la vida. Esos datos arrojarían mucha luz sobre nuestra posición en el cosmos. Nos dirán si la vida es un fenómeno probable, que surge y evoluciona allí donde lo permitan las condiciones físicas, o si por el contrario somos el producto de una irrepetible casualidad cósmica. A los científicos no les gustan las casualidades, y prefieren pensar que la vida es un fenómeno probable, pero mientras solo conozcamos un ejemplo —el nuestro— no tenemos forma de calcularlo.
En cuanto a la otra gran cuestión, de dónde venimos, recordemos en primer lugar de dónde viene la Luna. El modelo aceptado actualmente indica que nuestro satélite se formó en un choque catastrófico de la Tierra contra otro objeto celeste del tamaño de Marte, tal vez Marte, ocurrido hace unos 4.500 millones de años, en la más tierna infancia del sistema solar. La Tierra y el otro objeto eyectaron mucho material pulverizado por el choque, y esa nube se condensó por la simple atracción gravitatoria entre sus partes formando la Luna.
La colisión también hizo que la Tierra se tambaleara hasta adoptar su actual inclinación, con el eje de rotación desviado unos 24 grados respecto a su posición original, que era vertical (perpendicular al plano de su órbita alrededor del Sol). La Tierra no gira como una peonza recién tirada, sino como una que ya se está parando y empieza a cabecear. Es a esa inclinación a la que debemos las estaciones, pues hace que los rayos de sol incidan de forma más directa o más oblicua en según qué hemisferio y época del año. Si añadimos que la Luna causa las mareas, percibiremos que aquella colisión ancestral tuvo un efecto esencial para las condiciones de vida en la Tierra.
Todos los terrícolas, desde las bacterias y arqueas primigenias hasta Elon Musk, hemos evolucionado según esos ritmos astronómicos creados por una catástrofe. Pero esto seguirá siendo un modelo mientras no examinemos la geología lunar directamente. La teoría predice que la Luna debe contener materiales tanto de la Tierra como del otro objeto que chocó con ella. Las prospecciones del suelo y el subsuelo lunar nos aclararán no solo el origen de la Luna, sino también el de la Tierra y el sistema solar mismo. Quizá eso no sea tanto como responder a la gran pregunta, pero algo nos acercará a ese objetivo casi metafísico.
Los robots serán imprescindibles para llevar a cabo todos esos proyectos ingenieriles y científicos. La superficie lunar es un infierno incompatible con la vida humana, con temperaturas que oscilan en el ecuador entre los 180 grados bajo cero y los 130 grados sobre cero, con unas radiaciones letales que no filtra ninguna atmósfera, pues ninguna hay, y de postre el ocasional leñazo de un meteorito. Eso solo lo aguanta un robot, y tendrán que ser esas máquinas autónomas quienes excaven, construyan y trabajen en las minas. También conviene que limpien las habitaciones del hotel de lujo, porque no va a haber kelly que soporte los caprichos de un millonario en un campo gravitatorio tan exiguo.
Pero entonces, ¿por qué enviar personas a la Luna? ¿No podrían hacerlo todo los robots? Es una buena pregunta. Al ritmo de desarrollo que exhiben la robótica y la inteligencia artificial, sostener que los humanos somos imprescindibles para tal o cual tarea es una opinión abocada a la caducidad. Pero ¿nos sirve ese argumento para no viajar allí en persona? Un millonario no pagaría un euro por mandar a su robot a la Luna. Lo que quiere es ir él, vivir la experiencia con sus pies y sus sentidos. También los viajeros vocacionales, los amantes y los poetas querrán visitar ese disco luminoso que nos ha inspirado y aterrado desde el amanecer de la especie. Esto vale para la Luna, que está solo a tres días de viaje, y para las galaxias recién descubiertas por el telescopio James Webb, que son literalmente inalcanzables, puesto que están tan lejos que ya no existen y solo son una luz llegada del pasado remoto del universo. Aunque sepamos que es imposible, queremos viajar allí con nuestro cuerpo mortal. Es un impulso irracional, digno de un producto imperfecto de la evolución biológica.
En cualquier caso, las misiones tripuladas a la Luna ya están programadas y se reanudarán dentro de poco — el segundo lanzamiento del programa Artemis está planeado para 2024— tras medio siglo de parón. Seguro que los astronautas volverán a abrir los telediarios, los soñadores volverán a mirar al cielo y los conspiranoicos volverán a creerse cualquier cosa menos la verdad. Está en nuestra naturaleza.
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