Cómo vas a decirle que no si te desea: los límites del consentimiento
Tras colaborar en el guion del documental ‘El techo amarillo’, la escritora Laura Ferrero reflexiona sobre los abusos y las fronteras de las relaciones sexuales
Es de noche en la habitación anónima de un hostal. Una chica de 15 años yace en la cama junto a su profesor de teatro, que le dobla la edad. “Me dijo que lo perdonara, que yo era tan bonita, que lo olvidara, como si no hubiera pasado nada. Y me dijo la frase que me ha resonado siempre en la cabeza: ‘No deberíamos haber dejado que pasara”. Ella es Cristina, y esto lo escribe 20 años después. Y Cristina, la Cristina de entonces, vio la escena —él metiéndole mano— como si le estuviera sucediendo a otra persona. Se llama disociación. En su recuerdo, ella solo es capaz de mirar el techo amarillo de la habitación. Si lo que ha ocurrido es algo que no deberíamos haber dejado que pasara, se dice, es algo que yo también estoy dejando que pase. Es decir, yo soy responsable.
El 23 de mayo de 2020 apareció en el periódico Ara un artículo de investigación a cargo de los periodistas Núria Juanico y Albert Llimós: ‘Veinte años de abusos sexuales en el Aula de Teatre de Lleida’. En él, varias alumnas del centro relataban los abusos sexuales que sufrieron por parte del que fue director y profesor del centro, Antonio Gómez. Los hechos sucedieron hace un par de décadas, entre los años 2001 y 2008, cuando ellas eran adolescentes —tenían entre 15 y 18—. En 2018 nueve exalumnas del Aula presentaron una denuncia contra los dos profesores. Pero habían pasado 10 años y los delitos habían prescrito. Los abusos, de distinta tipología, repetían los mismos patrones: la sexualización de las clases, tocamientos, y un abuso de poder por parte del docente. En junio de 2019 la Fiscalía de Lleida archivó el caso y Antonio Gómez desapareció del mapa. Eso sí, con una buena indemnización.
La directora de cine Isabel Coixet, con la que trabajo desde hace años, leyó el artículo de Juanico y Llimós y me lo enlazó con un escueto: “Quiero hacer un documental sobre esto”. El documental, que se llamaría El sostre groc (El techo amarillo) en honor a todos esos techos que hemos observado con perplejidad y frustración, nació en ese preciso instante, en un deseo que culminó el 16 de diciembre de 2022, cuando el documental se estrenó en salas.
El 4 de septiembre de 2020 Isabel Coixet recibió el Premio Nacional de Cinematografía. Pensó que después del reconocimiento le sería más fácil conseguir financiación para el documental. Sin embargo, a los pocos días, recibió la llamada del director de una plataforma. Había leído el dosier de El techo amarillo, pero no le había parecido lo suficientemente relevante. Por un lado, el delito había prescrito y, además, no había violaciones ni delitos de sangre que se vieran en pantalla. Luego se sumaron negativas de otras plataformas, que también echaban de menos un poco de carnaza, el morbo del amarillismo, una víctima desgarrada y llorosa. A las mujeres de El techo amarillo — Miriam, Goretti, Aida, Sonia, Marta, Violeta y Cristina— se las veía enteras, lúcidas. No había drama. Por tanto, tampoco financiación.
Ante las negativas, Coixet decidió hacerlo por su cuenta y riesgo. Ahora, gracias también al trabajo de la abogada Carla Vall, especializada en violencia de género, el documental se presentó desde la Paeria, sede del Ayuntamiento de Lleida, para denunciar ante la Fiscalía una decena de nuevos casos que se habrían cometido entre los años 2018 y 2019. Para que luego digan que el cine no sirve para nada.
El techo amarillo pivota sobre un asunto complejo: el consentimiento. Sobre qué es decir que sí y desde dónde lo decimos. Si desde la certeza, formando parte activa de la decisión, o si se trata del sí que nace de la presión social, de una educación en que las mujeres a lo que aspiramos es a ser depositarias de eso tan preciado que es la mirada y la aceptación masculina. Cómo vas a decirle que no si te desea, si mira que es majo, si mira el mensaje que te ha escrito, si es tu jefe, si es tu profesor. Como cuenta la filósofa Amia Srinivasan en El derecho al sexo, “siguió adelante por la misma razón por la que siguen adelante tantas chicas y mujeres: porque se supone que las mujeres que excitan sexualmente a los hombres deben terminar el trabajo”.
Goretti, en un momento de El techo amarillo, afirma: “No hubo fuerza, pero no me sentí partícipe”. Y Violeta: “Yo creía que nos estábamos enamorando”. En realidad, no siempre sabemos lo que queremos y no siempre somos capaces de expresarlo con claridad. En 2017 se viralizó un relato en The New Yorker, ‘Cat Person’, de Kristen Roupenian (incluido en el volumen de relatos Lo estás deseando, de Anagrama), que contaba algo tan anodino como unas citas que no salían del todo bien. Chica conoce a chico, tontean por teléfono y, cuando finalmente quedan, a ella el chico no le gusta del todo, pero se deja llevar, convenciéndose de que tampoco está tan mal. Porque una vez se sube al tren siente que no puede pararlo: “Se abrumó solo de pensar en todo el esfuerzo que se necesitaría para detener lo que había puesto en marcha”. El relato terminaba mal, con insultos. Y podríamos pensar, ¿por qué no se había negado desde un buen principio?, ¿no sabía lo que quería? Pero desgraciadamente, la historia de Roupenian nos suena a muchas.
En el ensayo El buen sexo mañana. Mujer y deseo en la era del consentimiento, la psiquiatra Katherine Angel afirma: “Resulta tentador insistir en que son las propias mujeres quienes gobiernan sus deseos; que saben categóricamente lo que desean. Pero ¿acaso alguien se gobierna realmente a sí mismo? No sé ustedes. Yo no. ¿Por qué debería una mujer conocerse a sí misma para estar a salvo de la violencia?”. Quizás no se trate tanto de saber qué deseamos, sino de que nuestro deseo nos parezca lícito y a la altura del del otro. De que podamos manifestarlo sin temor.
El viaje de El techo amarillo, del que he tenido la suerte de formar parte, se resume, en mi opinión, en una imagen: una mujer con la mirada perdida en un techo, que puede ser amarillo o de cualquier otro color y textura. “Todavía no sabemos lo que es ser libres”, afirma Srinivasan en las páginas finales de El derecho al sexo. Y añado, ¿qué nos ha pasado? Cuántas mujeres, en algún momento, nos hemos quedado ahí, mirando un techo, preguntándonos cómo hemos llegado hasta ahí. ¿Era esto lo que yo quería? No. Y entonces, ¿por qué no puedo moverme?
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