Cuento de Navidad
Ninguno de los escolares sabía qué estaban cantando. El anafre, les ayudó la maestra, es un hornillo portátil de carbón
La maestra escribía un vocablo en la pizarra cada día lectivo de aquel diciembre de 1991. En total, 14 palabras de la Navidad, 14 ideas alegres. Y empezó por esa misma, Navidad, para contar que en latín —la lengua que daría origen al castellano, al catalán y al gallego— existía el verbo nascor, con su participio natus. Y que de ahí saldrían natio (nación, el lugar donde se nace) o natalicius (lo relativo al día y la hora en que alguien vino al mundo). Y, por supuesto, nativitas: nacimiento. Y que con el pasar de los siglos, a partir de nativitas se formó Navidad: el Nacimiento por antonomasia (o sea, el nacimiento): el del Niño Jesús en Belén. Y que por eso hoy hablamos de poner el nacimiento, con sus figuras y sus peces en el río que beben y beben. Estas ramas de palabras se desarrollaron con extrema lentitud; no de un día para otro. Y eso constituye un ejemplo más, resaltó, de que todo lo sólido se construye despacio: “El idioma es sólido porque tiene paciencia”. De paso, explicó que el apellido de Miguel Ángel Nadal, nuevo jugador del Barça (aún no se conocía a su sobrino), significa en catalán Navidad.
En esa semana, niñas, niños y maestra empezaban a ensayar el villancico que toda la clase cantaría el día 21 en el salón de actos, y ella les hizo fijarse en una rara palabra incluida en la letra, “anafre”: “Lleva su chocolatera, rin rin…, su molinillo y su anafre”. Ninguno de los escolares sabía qué estaban cantando. El anafre, les ayudó la maestra, es un hornillo portátil de carbón. Y el vocablo procede del árabe annáfih (“soplador”), pues hacía falta soplar para mantener el fuego. Ya apenas se usan ni el invento ni la palabra, pero el rastro de su historia —se extendió— nos permite apreciar la convivencia de culturas que se dio en España hace siglos, cuando musulmanes, judíos y cristianos comerciaban, hablaban entre sí por las calles y los mercados y se intercambiaban palabras que enriquecían aquella lengua en formación, aunque los poderosos alentaran los odios entre ellos.
Otro día anotó en la pizarra la voz “muérdago”, que resultó no tener un origen conocido. Las palabras se olvidan a veces ellas mismas de qué ocurrió el día en que nacieron, como nos sucede a las personas. Así que aquella mañana decidió hablar sobre los montes donde brota el adorno navideño, y también de los exóticos árboles que dan la mirra (oro, incienso, mirra), del griego mýrra, una resina balsámica. “Las palabras son como las plantas”, dijo, “tienen ramas y raíces, dan frutos; y también se agarran a la tierra”.
En las últimas fechas antes de las vacaciones, desfilaron por la pizarra el sorteo de Navidad y sus términos. La maestra preguntó a los alumnos qué veían dentro de la palabra “lotería”, y una niña respondió que veía la palabra “lote”. La maestra la felicitó y le explicó que el vocablo se basa en el francés lot, o parte que toca en un reparto, el “lote” que a cada cual le cae en suerte. Gran paradoja esa procedencia francesa, precisó, porque el sorteo se creó en 1811 para allegar fondos destinados a la guerra contra Napoleón.
Pasó el tiempo. Y pasó despacio. Mucho después, en las Navidades de 2024, se festejó un aniversario de exalumnos y exprofesores. A la maestra aún le permitió el oído derecho escuchar el testimonio de aquellos escolares agradecidos por las enseñanzas de diciembre de 1991 que les abrieron caminos a la vida, al respeto, a la cultura, a la historia y a la naturaleza mientras creían que asistían a una clase de lengua. Y conmovida, les perdonó de nuevo que se rieran de ella entonces y la apodaran burlonamente La Nebrija.
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