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Ideas
Columna
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Investidura en Bogotá: el día después

Lo importante del discurso de Gustavo Petro fue lo que no dijo. No hizo mención al Gobierno saliente, ni envió ningún mensaje de revancha

Asistentes a la ceremonia de juramentación de Gustavo Petro, el 7 de agosto.
Asistentes a la ceremonia de juramentación de Gustavo Petro, el 7 de agosto.MARIANA GREIF (REUTERS)
Melba Escobar

El pasado 7 de agosto en Colombia se celebró una fiesta popular como no había visto otra. El país indígena, afro, campesino, el de los estudiantes y los más golpeados por la guerra, estuvo presente en el centro de Bogotá. Procedentes de las más diversas regiones, miles caminaban con sus sombreros, sus trajes coloridos, sus mochilas y ruanas, con el orgullo de quien ha sido convocado a celebrar una fiesta en su nombre.

Y no era para menos. Gustavo Petro Urrego se posesionó como el primer presidente de izquierda en una nación en donde la existencia de grupos guerrilleros polarizó durante décadas a la opinión en su contra. Y lo hizo a pesar de que un amplio sector del establecimiento asegurara que su llegada al poder jamás tendría lugar.

La euforia suele ser contagiosa cuando es genuina. La algarabía, las voces de quienes gritaban “sí se pudo” se fueron acallando para darle paso al discurso del nuevo mandatario. En su conocido tono grandilocuente, y ya con la banda tricolor sobre el pecho, el ahora jefe del Estado mencionó el riesgo de la extinción de la humanidad, la importancia de reunir fondos internacionales para salvar el Amazonas, y la necesidad de crear una red de energía para toda América Latina, entre otras vaguedades de ambición desmedida.

Sin embargo, tal vez lo más importante de esa primera intervención fue lo que no dijo. No hizo mención al Gobierno saliente, ni envió mensaje de revancha. Más allá de los lugares comunes y la obligatoria mención a Gabriel García Márquez, la señal fue de unidad y respeto a las instituciones.

Pero la fiesta termina, y llega el día después. El lunes las cosas continuaron sin que hubiese ocurrido un milagro. Mientras seguían los nombramientos a cuentagotas, en la Casa de Nariño se citaba el primer consejo de ministros bajo la mirada de un óleo de Simón Bolívar, cuya espada acabó siendo paseada de un lado a otro y ahora está a la entrada del palacio presidencial.

Inevitable preguntarse si las elevadas expectativas que genera este nuevo Gobierno se harán realidad. La estrechez de recursos es enorme y la situación internacional no es favorable. A las 24 horas de su posesión, el nuevo Gobierno radicó un proyecto de reforma tributaria que ya genera una enorme polémica no solo entre los afectados, sino también entre la gente que teme los mayores gravámenes a las bebidas azucaradas y a los alimentos procesados.

Con una mayoría sólida en el Congreso, la iniciativa acabará saliendo adelante. Pero para buena parte de los especialistas en temas económicos, no hay reforma tributaria que alcance las sumas necesarias para cumplir tantas promesas. Y además las peleas internas entre miembros de los círculos cercanos a Petro da pie a otros interrogantes. ¿Cómo hará el Gobierno para cumplir con tan ambiciosos planes frente a la falta de dinero? ¿Sabrá respetar los criterios de sus ministros o triunfará el mismo talante sinuoso que se le vio al mandatario en la Alcaldía de Bogotá? ¿Los diálogos regionales, con los que pretende crear un plan de gobierno participativo, llevarán a acciones efectivas o prolongarán discusiones territoriales indefinidamente? ¿Y “la paz total”? ¿Cómo piensa alcanzarla en un país donde el conflicto no da tregua?

La Colombia herida ve la oportunidad de un verdadero cambio. Un cambio hacia un país más igualitario, más pacífico. Frente a las muchas incertidumbres, solo queda esperar que, después de la fiesta, siga habiendo motivos para celebrar.

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