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El impacto potencial de la reforma tributaria de Petro en cuatro gráficos clave

Progresiva por el aumento de la renta y del patrimonio, pero con riesgo de afectar más a personas de pocos ingresos en su consumo, la propuesta de cambio fiscal podría tener un impacto mixto que acabará dependiendo de en qué se gaste la recaudación adicional

Jorge Galindo
Gustavo Petro toma posesión como presidente de Colombia, en Bogotá, el 7 de agosto de 2022.
Gustavo Petro toma posesión como presidente de Colombia, en Bogotá, el 7 de agosto de 2022.PRESIDENCIA DE COLOMBIA

Fue una fallida reforma tributaria lo que definió el momento más crítico al anterior gobierno, el de Iván Duque: la práctica totalidad de su capital político (ya para entonces en disminución según las encuestas de aprobación presidencial) se disolvió tanto en su presentación como en la ola de protestas que generó. La prisa que se ha dado José Antonio Ocampo en presentar su propuesta, solo un día después de haber tomado posesión como Ministro de Finanzas, parece heredera del recuerdo de lo que entonces sucedió: el Ejecutivo entrante estrena capital político en una reforma que siempre resulta inevitablemente polémica, presentándola como progresiva, destinada a incrementar la solidaridad y la “justicia social” en Colombia. A tal efecto, su principal carta de presentación es el aumento de la tasa efectiva de impuesto sobre la renta (lo que al final se paga de los ingresos obtenidos, después de tener en cuenta normas, exenciones y deducciones varias) para las rentas de 10 millones de pesos en adelante: alrededor de 500.000 declarantes (entre los casi 40 millones de colombianos que hay mayores de 15 años) estarán aportando una proporción mayor de lo que ganan al fondo común.

Efectivamente, este resultado (que por ahora es apenas una estimación con datos de años anteriores) sería nítidamente progresivo, y con ello Ocampo espera introducir una primera diferencia con la fallida reforma Carrasquilla, que le fiaba más peso en la recaudación al impuesto sobre las ventas (de naturaleza menos progresiva al ser una tasa común a todos los individuos independientemente de su ingreso) y a una ampliación de la base de cotización a personas de ingreso medio. Este último elemento se quedaría fuera de la nueva reforma, y su ausencia indica tanto un posible cálculo político (hay muchos más votantes que ganan 3 o 4 millones de los que ganan 10 o 12) como una deuda adquirida con el futuro: el incremento de la presión fiscal sobre las rentas altas tiene un límite mucho más fácil de alcanzar que aumentos marginales sobre las clases medias, que con pocos puntos porcentuales permiten recaudar, en agregado, un volumen mayor.

La otra gran defensa del espíritu progresivo de la reforma que esgrime este gobierno es la introducción de un impuesto al patrimonio permanente, para aquellos declarantes con más de 3.000 millones de pesos en capital de cualquier tipo (también inmobiliario). En un cálculo grosero a partir de la World Inequality Database, resulta que esto afectaría a menos del 10% de los colombianos y a más del 1%, con lo que, efectivamente, queda poca duda sobre la progresividad de esta potencial medida.

Ahora bien: la reforma también incluye dos medidas que podrían resultar regresivas en el corto plazo, y ambas de calado. La propuesta de imponer tasas sobre las bebidas azucaradas y los alimentos ultraprocesados traen el riesgo de afectar más a los hogares de menor ingreso. La aproximación que el Departamento Nacional de Estadística (DANE) hace a la canasta de la compra de cada hogar según su nivel de ingreso (por orden de menor a mayor: pobre, vulnerable, clase media o ingresos elevados), y que reformuló en 2019 con la información de la Encuesta Nacional de Presupuestos de los Hogares, indica que los pobres y vulnerables dedican más del doble de su canasta que las personas ingresos altos a este tipo de bienes.

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En consecuencia, un impuesto de alrededor de un 10% sobre ultraprocesados (esa es la cifra mencionada en la presentación inicial del Ministerio de Hacienda) o similar para las azucaradas (que resultaría de asignar un punto porcentual por gramo de azúcar en cada 100 mililitros) terminaría suponiendo un impacto sensiblemente más importante en el bolsillo de los hogares que menos pueden soportarlo. No sucedería así, por cierto, con un eventual incremento sobre los combustibles, que por ahora se restringe a eliminación de exenciones en regiones frontera del país: el gasto en gasolina es mayor en los hogares de más ingreso, haciendo este tipo de gravamen menos regresivo.

Tanto una eventual imposición sobre la gasolina como las tasas a bebidas azucaradas, ultraprocesados o a las emisiones del CO2 (también mencionadas en la propuesta) descansan sobre un intento de reducir los problemas que crean ciertos productos; esto es, su espíritu es el de crear más bienestar a través de desincentivar ciertos consumos específicos. En jerga económica se diría que el precio de estos bienes debe incorporar sus externalidades negativas. El impacto inevitable es su aumento, que en un contexto inflacionario como el actual podría tener consecuencias particularmente perniciosas a contemplar, en tanto que la inflación también termina por afectar de manera desproporcionada a los hogares de menor ingreso.

El balance de la propuesta de Ocampo, por ahora mixto a la luz de estos datos, no estará completo en cualquier caso hasta que no se conozca el patrón de inversión del gobierno de Gustavo Petro. La otra cara inevitable de la recaudación es el gasto: en educación para los más necesitados o en favorecer a industrias amigas; en ampliación de la cobertura de pensiones para las rentas bajas o en nuevos programas públicos de dudosa eficacia; en transferencias y rentas mínimas o en prebendas regionalmente repartidas de cara a las elecciones de 2023. Es en esas partidas donde se suele jugar la progresividad real de cualquier acción fiscal.

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Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

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