La competencia es de pobres
Crear un impuesto en EE UU para milmillonarios se convirtió en ‘kriptonita’ política
El Gobierno ha encontrado a los sectores energético y bancario entre los financiadores obligatorios de los escudos sociales para proteger a los más vulnerables de los efectos siniestros de la pandemia y de la guerra. Las empresas de ambos van a contribuir con un impuesto ad hoc, del que todavía se desconocen muchos detalles, a que fluyan las ayudas a ciudadanos y empresas castigados por la crisis. Hay una tercera pata en el gran sistema productivo que sorprendentemente no ha sido señalado para tales menesteres, a pesar de su cada vez mayor relevancia: el de los gigantes tecnológicos. Lo peor de ello es que quizá se ha desistido de tocarlos o por el inmenso poder que acumulan o por la impotencia para hacerles pagar más impuestos.
Fijémonos, por ejemplo, en la capacidad de Apple, la primera compañía que llegó a la impresionante cifra de una capitalización bursátil de un billón de dólares: un millón de millones. Poco menos del producto interior bruto español. O de Airbnb, que ha logrado superar a legendarias cadenas hoteleras como Marriott, Intercontinental, Hilton, Hyatt…, con cientos de miles de hoteles, de empleados, millones de sábanas y mantas, etcétera. Airbnb las ha superado sin tener apenas nada en propiedad y consiguiendo sus beneficios de lo que pertenece a otros.
De esto es de lo que estamos hablando.
Superempresas como Google, Apple, Facebook, Amazon, Microsoft…, a las que recientemente se ha añadido la Tesla de Elon Musk. Todas ellas se diferencian de sus antecesoras en la cúspide del capitalismo mediante unas características propias, difíciles de repetir. En primer lugar, se someten a una dieta constante de adelgazamiento de sus plantillas, y las externalizan. Cuantos más trabajadores tienen, más les castigan las bolsas de valores. Y viceversa: cuantos menos empleados tienen, más hermosas parecen. No les gustan nada los sindicatos. Hemos visto el caso de Apple: con su gigantesca capitalización bursátil, no aparece en la lista de las primeras 50 empleadoras del mundo. Si se pudiese establecer alguna analogía con el pasado, esta sería con una empresa como General Motors, que tuvo seis veces más empleados que la de la manzana mordida, con una capitalización siete veces menor.
La segunda característica, la más familiar a esta reflexión, es la permanente “optimización fiscal”, ese eufemismo que comprende tanto la evasión como la elusión fiscal, aquella manera muchas veces legal —aunque discutible— de pagar un porcentaje de impuestos ridículamente bajo, aprovechando los “agujeros” de las leyes o el asentamiento en paraísos fiscales. En su ya clásico El triunfo de la injusticia. Cómo los ricos evaden impuestos y cómo hacerles pagar (Taurus), los economistas Emmanuel Saez y Gabriel Zucman arrancan del siguiente principio: “Sin impuestos no existe colaboración, no existe riqueza, no hay un destino en común…”. En este libro cuentan las continuas rebajas fiscales que ha habido en los EE UU de Donald Trump, y sobre todo la historia efímera, ya con Biden, de crear un impuesto para los milmillonarios (unas 700 personas), muchos de ellos provenientes del territorio de las nuevas tecnologías (los Gates, Zuckerberg, Bezos, Musk…). Este impuesto era kriptonita política y acabó en la nada. Musk, como en España Antonio Garamendi, presidente de la CEOE, utilizó la idea de que el impuesto para milmillonarios era un caballo de Troya para extenderlo luego a la clase media: cuando hayan gastado el dinero de los demás, vendrán a por el vuestro.
Otra de las características de las gigatecnológicas son sus intentos de debilitar o acabar con cualquier tipo de competencia que les surja, arrasando con ella. Las sociedades citadas pretenden ser una suerte de monopolios u oligopolios “naturales” (en muchas ocasiones creados con la ayuda del Estado). Sus principales dirigentes parecen entender que la competencia beneficia sin duda a los consumidores pero es mala, malísima, para las empresas que intentan consolidarse como monopolios.
A pesar de ello, las grandes empresas tecnológicas declaran siempre que les inspira más el bien de la comunidad que su cuenta de resultados. Este es buen momento para pasar de la teoría a la práctica.
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