Cuántas cosas vimos venir sin hacer nada
Hemos tolerado demasiadas injusticias pensando que en el fondo no era asunto nuestro, que lo nuestro eran los negocios
Una familia que conozco, desconsolada y deseosa de hacer algo, decidió poner una bandera ucrania en el balcón. La madre y una hija fueron a una tienda, pero se les habían acabado. Se les ocurrió comprar una tela amarilla y otra azul, y coserlas. Fueron a la sastrería de una señora extranjera muy simpática, que nunca han sabido de dónde es. Ese día lo supieron: entraron con una tela amarilla y una azul en las manos y la mujer rompió a llorar. Era ucrania. Solo les quedó abrazarse. Lo último que puedes hacer.
¿Podíamos haber hecho algo antes? Estalla la guerra y no tienes ni idea de esos países. Pero algo había leído y lo encontré: La Rusia de Putin, de Anna Politkóvskaya. Es de 2004 y no me costó dar con lo que decía entonces, me costó mucho más aceptarlo ahora. Esta periodista apasionada y valiente escribió aquel libro para alertar de la peligrosidad de Putin, en un país que ya se ahogaba en la tiranía, asqueada de la admiración que le profesaban líderes occidentales. Los señala: Berlusconi, Blair, Schroeder, Chirac, Bush hijo.
Describe a Putin como el típico agente del KGB. Estudia al adversario, su propio pueblo, comete desmanes y “si no hay reacciones o si la reacción es amorfa, gelatinosa, se puede seguir”. “Eso significa una cosa importantísima: los verdaderos responsables de cuanto está pasando somos nosotros. Que nuestra reacción a él y sus cínicas manipulaciones se haya limitado a refunfuñar en la cocina le ha garantizado la impunidad (…). El KGB respeta solo a los fuertes, a los débiles los despedaza”. Y concluye: “Rusia ya ha tenido gobernantes de este tipo. Y ha acabado en tragedia. Yo no quiero que ocurra de nuevo”. Anna Politkóvskaya fue asesinada dos años después, en 2006.
Conmueve releerlo y pensar que esta bendita periodista, que no paró de denunciar las atrocidades de Putin, aun así también se incluyera en la culpa colectiva de su país por permitir un dictador. Hay otra, la nuestra, porque el destino común nos da esa responsabilidad. Hasta el menos informado tenía una ligera idea de cómo era Putin y en qué país se había convertido Rusia. La pregunta es por qué hemos seguido tratándole, y sabemos la respuesta: por los negocios. Igual que hacemos como si nada con un país, Arabia Saudí, que despedaza a un periodista y lo mete en una maleta, o con un régimen totalitario como China, porque fabrica todo baratísimo y móviles a precio imbatible. También jugaremos el Mundial en Qatar en estadios construidos por esclavos. Y preferimos no saber de dónde sale lo que comemos. Ni dónde va el plástico que lo contiene.
Los Estados han ido dimitiendo de esas decisiones éticas y las han ido trasladando al nivel de usuario, y el ciudadano, como consumidor, tiene que convertirse en uno de esos pesados que hace boicoteos a su bola, solo, mientras le cuentan que así puede cambiar el mundo si todos hicieran lo mismo. Hemos sido demasiado cínicos durante demasiado tiempo. Hemos tolerado demasiadas injusticias pensando que en el fondo no era asunto nuestro, que lo nuestro eran los negocios. Hasta que ocurren cosas como la que estamos viviendo y ese pragmatismo, con perspectiva, se parece más a la mezquindad que a la ingenuidad. También en la inmigración, en los refugiados, en el cambio climático, en la pandemia, hay algo común: lo vimos venir y no hicimos nada. Creíamos que nunca nos mancharíamos. ¿Qué haremos a partir de ahora? Podríamos dejar de ser tan amorfos y gelatinosos.
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