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un asunto marginal
Columna
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El paréntesis de Pangloss

Somos tan felices que con frecuencia tenemos que recurrir a problemas del pasado: el presente ofrece un suministro escaso

Enric González
Unas personas contemplan algunas de las fotografías de la exposición "Tierra de sueños. Cristina García Rodero" en San Sebastián, el 13 de octubre de 2020.
Unas personas contemplan algunas de las fotografías de la exposición "Tierra de sueños. Cristina García Rodero" en San Sebastián, el 13 de octubre de 2020.Gorka Estrada (EFE)

Esta mañana estuve mirando unas fotografías de Cristina García Rodero, una excepcional fotógrafa que, quizá por no estar muy pendiente de la actualidad, capta la realidad como pocos artistas. Eran imágenes de la España de antes. No de mucho antes: yo llegué a conocer esa España enjuta y monocromática que, por debajo de las ensoñaciones de la dictadura y las juergas de los señoritos, vivía pegada al día a día y a los hechos concretos.

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El mal del siglo

Hoy nos da bastante igual la vida de nuestros abuelos y bisabuelos. Pero vaya vidas aquellas. Las guerras de Cuba y Filipinas y el fin del imperio. La guerra de Marruecos (en la que Alfonso XIII fue destacadísimo comisionista: hay tradiciones que perduran) y el fin de los residuos del imperio. La dictadura de Primo de Rivera. La II República. La insurrección socialista. El golpe militar y la Guerra Civil. La dictadura de Franco. El racionamiento y la autarquía. Añádase a esto cambios de moneda, quebrantos económicos, hambrunas, disturbios, matanzas.

Si uno repasa la historia reciente de España (o la de Francia, o la de Alemania, cada cual con su estilo) y la compara con el presente, siente algo parecido al vértigo. Los individuos de mi tiempo, los llamados boomers, hemos gozado de tiempos insólitamente benignos. Nuestra vida ha sido bastante tranquila y previsible. Paz, buena atención sanitaria, pensiones, viajes y vacaciones. Hemos disfrutado, y aún disfrutamos, de una especie de paréntesis de Pangloss: nuestro pequeño mundito ha sido casi el mejor de los mundos posibles. Como el filósofo en la novela de Voltaire, hemos llegado a creer que todo tiene sentido.

La pandemia pasará como un ataque de hipo. Para muchos, ha pasado ya. Salimos ni mejores ni peores. Somos los mismos, y las quejas por la grave crisis humanitaria en los hoteles de Mallorca demuestran que ahí estamos. Incapaces de tolerar la más mínima frustración. Padres e hijos abrazados en una misma fantasía. ¿Qué derecho tiene la realidad a perturbar nuestra existencia?

Pablo Casado persiste en delirar en voz alta. Toni Cantó promocionará el uso del español en Madrid, que ya era hora. La mitad de la población catalana se amarga (dentro de límites confortables) porque Cataluña no es independiente; la otra mitad se amarga (sin alardes) porque su peso político y social se ha reducido a casi nada. Nos angustian los idiomas y las banderas. Somos tan felices que, con frecuencia, tenemos que recurrir a los problemas del pasado porque el presente ofrece un suministro escaso.

Qué hermosa, esta inercia nuestra. Ni siquiera los jóvenes, conscientes ya de que su vida será menos previsible y más agitada (no digo peor, digo distinta) que la de sus padres, son capaces de sustraerse al paradigma del paréntesis. El cambio climático, contra el que no hacemos nada porque para qué complicarnos la existencia, y las migraciones masivas, al margen de lo que no podemos todavía imaginar, nos devolverán al estrépito de la historia. No a mi generación, monumento al egoísmo y a la inconsciencia, sino a los otros.

Creo que, dentro de unas décadas, los jóvenes de hoy tendrán una mirada como las que fotografió Cristina García Rodero: una mirada fija en cosas reales y no necesariamente cómodas.


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