Dentro del zulo de Ortega Lara
El memorial de Vitoria plantea tres preguntas que piden tres buenas respuestas: “¿Cómo pudo ocurrir? ¿Qué habría hecho yo en estas circunstancias? ¿Qué puedo hacer para que no se repita?”
Empecé en una redacción de Bilbao donde grandes periodistas me enseñaron el oficio y tuvieron a bien ser pacientes con la vastísima ignorancia de la que se hace gala cuando uno empieza en esto, y también luego cuando sigue, aunque eso ya es cosa tuya. Recuerdo un consejo frecuente. Cuando había un atentado, un arresto, un tiroteo, y aún no sabíamos bien qué había pasado, alguien decía: “Vamos a esperar el teletipo de Vasco Press”. Cuando llegaba, lo que decía iba a misa, podías estar seguro de que la información era buena. Tardé tiempo en saber que detrás había un periodista anónimo y muy profesional, como es el buen trabajo de agencia. Se llamaba Florencio Domínguez, y lo sabía todo. Ahora se dedica a evitar que no se sepa nada, por eso es el más indicado. Es el director del Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo, inaugurado esta semana en Vitoria.
En la entrada hay una reconstrucción del zulo donde José Antonio Ortega Lara pasó encerrado 532 días, en 1996 y 1997. Aún no he ido, pero cualquiera debería acercarse a Vitoria un día para entrar ahí. La imagen de Ortega Lara tras ser rescatado, famélico y sin tenerse en pie, un hombre desesperado que estaba a punto de suicidarse, resume una época. Zulo es una palabra digna al lado de lo que era aquello, una perrera. Con un punto sádico, un póster de unos surfistas y otro de la playa de La Concha con nieve. En la pared escribió: “Ortega Lara estuvo aquí”. Todos estuvimos ahí. Menos los que no estuvieron, porque nacieron después —y estos flipan— o porque miraban para otro lado, y ahora pueden mirar.
No saber nada es más importante de lo que parece. Maixabel Lasa, la viuda del socialista Juan Mari Jáuregui, visitó en 2011 al asesino de su marido en la cárcel, y le impresionó una cosa: “Le pregunté si conocía a Juan Mari, si sabía quién era y por qué lo había matado. Me dijo que no le conocía, que le había llegado una orden y la había ejecutado. No sabía que había estado en la cárcel, ni que había formado parte de ETA, ni que había sido miembro del Partido Comunista, ni que había declarado contra el general Galindo en el caso Lasa y Zabala. Ni que teníamos una hija. Realmente, no sabía nada de nada”. Dos años después, este etarra, Luis Carrasco, escribió un libro en el que lamentaba una vida “consagrada al servicio de un terco y necio delirio”. Seguimos esperando que todo el mundo en la izquierda abertzale lo diga con esa claridad.
Ortega Lara fue uno de los fundadores de Vox en 2014, junto a Santiago Abascal. Se dijo del PP de Rajoy que era una máquina de hacer independentistas en Cataluña y, del mismo modo, el auge de Vox es resultado del independentismo desquiciado. Pero antes es también fruto de la locura de ETA y del mundo majara de Batasuna. Santi Abascal era un chico que compartía pupitre con los que le quemaban la tienda a su familia, porque su padre era del PP, recibía amenazas de muerte y aguantó años de acoso, más desde que fue concejal de este partido, que entonces era jugarse la vida. Les pintaban los caballos con insultos, como los nazis a Roberto Benigni en La vida es bella. Luego se ha convertido en un adulto que cree que España se rompe o va a ser invadida, lleva pistola y opina que “los españoles de bien” deberían poder tener armas en casa.
El memorial de Vitoria plantea tres preguntas, dicen sus responsables: “¿Cómo pudo ocurrir? ¿Qué habría hecho yo en estas circunstancias? ¿Qué puedo hacer para que no se repita?”. Tres buenas preguntas que nos piden a todos tres buenas respuestas.
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