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un asunto marginal
Columna
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La democracia sin atributos

La extrema derecha hoy se ajusta en general a los principios de la democracia, si entendemos por ella al gobierno de la mayoría

Erdogan, presidente de Turquía, y Putin, de Rusia, en una rueda de prensa en Moscú en marzo.
Erdogan, presidente de Turquía, y Putin, de Rusia, en una rueda de prensa en Moscú en marzo.Mustafa Kamaci (GETTY IMAGES)
Enric González

No temo al fascismo. Lo que más me inquieta es la democracia.

Permitan que me explique.

Creo que nos equivocamos al llamar fascistas a los nuevos movimientos de extrema derecha. El propio origen del nombre (los Fascios de Combate italianos) define lo que fue una ideología militarista cuyo objetivo consistía en tomar el poder de forma violenta y acabar con el “parlamentarismo” y evidentemente el comunismo, irradiado desde la Unión Soviética. Ni Mussolini, ni Hitler (cuyo partido llegó a ser el más votado), ni Franco dispusieron de una mayoría electoral que les permitiera gobernar hasta que, consumados sus respectivos golpes de Estado, aniquilaron a sus opositores. A diferencia de lo de ahora, el fascismo se identificaba con el imperialismo y exigía a los individuos que se transformaran en el “hombre nuevo”. Lo de ahora no espera ningún cambio en el individuo: lo considera perfecto, por ignorante y torpe que sea. Son épocas muy distintas.

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La extrema derecha de hoy se ajusta en general a los principios de la democracia, si entendemos por ella al gobierno de la mayoría. Manda cuando gana elecciones. La evolución de la democracia liberal desde su nacimiento con la Ilustración, la Revolución Francesa y la independencia de Estados Unidos ha sido tan profunda (al principio era compatible con el esclavismo, el voto restringido y la persecución de las minorías, por ejemplo) que hemos acabado atribuyéndole un valor moral del que carece. Alguien decía el otro día que el salvamento de los emigrantes náufragos en el Mediterráneo era “una obligación democrática”. Y no. Sería un imperativo ético, si acaso.

No parece que la democracia, en su sentido estricto, padezca de mala salud. El enfermo es el viejo liberalismo, apegado a una serie de normas (como el respeto a los hechos o al prójimo) que entre todos hemos devaluado. Putin y Erdogan ganan elecciones con relativa limpieza. Igual que Trump, cuyo patético intento por remedar el fascismo clásico con el asalto al Capitolio demostró que las cosas ya no se hacen así. Polonia o Hungría son democracias no liberales en nombre de la libertad, es decir, el derecho a actuar por voluntad propia. Asimilado en este caso a la voluntad de la mayoría.

Quizá las democracias más liberales, las que cuentan con Constituciones y sistemas de autocontrol (como la separación de poderes) más efectivos y atentos a las minorías, han perdido de vista esa condición básica que solemos exigir como condición indispensable a los países pobres con regímenes más o menos tiránicos: para que una democracia liberal sea viable necesita de unas clases medias robustas, prósperas y optimistas. ¿De verdad las clases medias de las sociedades que consideramos “avanzadas”, como por ejemplo la española, disfrutan de esos atributos?

Otra condición necesaria para el liberalismo es una cierta idea positiva del futuro. Pero hemos sustituido el futuro por el progreso técnico y científico. Puestos a añadir condiciones, también lo es la cohesión social, deteriorada desde hace décadas por unos sistemas fiscales y educativos brutalmente injustos.

La democracia puede ser xenófoba, racista, homófoba, autoritaria e injusta. No contra la libertad, como los fascismos de hace un siglo, sino en su nombre. Lo hemos experimentado ya, en las democracias liberales, con las leyes antiterroristas y ciertas medidas adoptadas durante la pandemia. Eso, no los fascios, es lo que a mí me preocupa.

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