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Tribuna
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¿Vacunas obligatorias? Mejor persuadir que forzar

Galicia ha aprobado una reforma que permite multar a quien se niegue a recibir la vacuna frente a la covid. Pero no es la ley ni las sanciones lo que convence a los negacionistas, sino los datos

Vacunas coronavirus
Vacunación de docentes en un pabellón deportivo de la Universidad de Sevilla, el 24 de febrero.Julio Muñoz (EFE)

El interrogante sobre la obligatoriedad de las vacunas no es nuevo. Hace tiempo que se discute en los comités de bioética, sobre todo a raíz de la reciente ola de militantes antivacuna que no dejan de crecer y hacen proselitismo a favor de la absurda doctrina de que las vacunas tienen más peligros que beneficios. Como es sabido, el origen del despropósito fue un estudio publicado en 1998 que relacionaba la vacuna triple vírica (contra el sarampión, la rubeola y las paperas) con el autismo. Aunque el estudio no tardó en ser desautorizado, la leyenda sigue actuando y otras razones se suman a la que se presentó de entrada como científica. Los populismos y las actitudes antisistema abonan las posturas negacionistas de todo tipo, entre ellas el no a la vacuna de la covid-19.

Pocos países se han decidido por imponer ciertas vacunas. El Comité de Bioética de Cataluña se ha pronunciado en contra de la obligatoriedad siempre que esta aparecía como una opción razonable. Dado que las vacunas se publicitan solas por la solidez y espectacularidad de sus resultados (basta pensar en lo que significó la vacuna de la polio hace no tanto tiempo), la posición más aceptada es la de preferir la persuasión a la obligación. No es la ley ni la multa lo que convencerá a los negacionistas, sino los datos. Datos que, todo hay que decirlo, solo lo son para quienes quieren verlos como tales.

Desde el punto de vista ético suele calificarse a los antivacunas de egoístas e insolidarios. Es un hecho que la vacuna no beneficia solo al vacunado sino al resto de la sociedad. Por eso hablamos de la inmunidad de grupo: un número elevado de vacunados constituye una especie de coraza que impide que el virus se propague. De esta forma, los reacios a vacunarse se benefician gratuitamente, sin aportar nada de su parte, de la inmunidad de los vacunados. Son insolidarios. Free riders, suele decirse, o “gorrones”: se aprovechan del esfuerzo o del riesgo que corre el resto. Si todos hiciéramos lo que ellos hacen, la inmunidad no se conseguiría nunca.

El deber moral es el que se asume por convicción. A diferencia de la norma jurídica, el incumplimiento de la obligación ética no comporta sanciones. En sociedades homogéneas, las costumbres o el rechazo social ejercen un juicio reprobador, sin necesidad de que haya normas escritas. Pero la reprobación social con respecto a los deberes morales hoy es muy débil ya que su intensidad es directamente proporcional a la pérdida de libertades individuales. Cuanto más libres somos, menos coerción pesa sobre nosotros. Y es bueno que sea así, es uno de los signos de madurez individual y social.

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Por eso, desde una perspectiva ética, la obligatoriedad de las vacunas es desaconsejable. Proteger la propia salud pocas veces es una acción exclusivamente individual; en el caso de la salud pública, que es lo que está en cuestión cuando hay epidemias, descuidar la propia protección repercute en la salud de los otros. Tal es la convicción desde la que hay que plantearse la pregunta ética por antonomasia: ¿qué debo hacer?

Victoria Camps es filósofa y Catedrática emérita de Filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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