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Trabajar cansa
Columna
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El dolor del regreso

Hacer un viaje y volar fue como cuando recuerdas la despreocupación que no sabías que tenías antes de que te pasara algo grave

El aeropuerto de Berlín-Brandeburgo Willy Brandt.
El aeropuerto de Berlín-Brandeburgo Willy Brandt.ODD ANDERSEN/AFP/GETTY IMAGES (AFP via Getty Images)
Íñigo Domínguez

La nostalgia es una cosa jodida, porque es bonita, pero ahí te quedas atrapado. Como casi todo lo complejo, la palabra es de origen griego, nostos significa regreso, y sería el dolor del regreso, el de regresar con el pensamiento, no tal cual, porque es querer estar donde no puedes volver, el pasado, un lugar lejano, y solo vas con el recuerdo. No puedes estar allí, pero vas. Esta semana me salí de donde debemos estar por cuestiones de trabajo. Me dieron un salvoconducto para viajar, que ya solo eso, que manejemos esos papeles, lo dice todo. Estaba muy contento con mi salvoconducto, me sentía muy especial, es una cosa de aventuras en Mompracem o de guerra napoleónica, y estaba deseando enseñarlo aunque nadie me lo pidió, hasta que subí al avión e iba lleno, que mucho salvoconducto me parece, pero bueno. Cuando estuve en mi destino, al borde del mar, mandé una foto a amigos que son de allí. Se les caían las lágrimas del tiempo que hacía que no iban, de no poder estar. Ya, estas cosas no se hacen en este momento, son golpes bajos. Vivimos tiempos nostálgicos, todos pertenecemos de golpe a un mundo de antes.

En mi barrio no paran de cerrar locales y los vecinos tenemos una fantasía: ¿te imaginas que abren una pescadería o una frutería, una cosa normal, de las de siempre? Porque solo tenemos esos supermercados enanos del centro, pensados para pisos turísticos y apenas comprar cervezas, pasta de dientes y un paquete de macarrones. Hay una tienda con un cartel terrible: “Liquidación por desesperación 50%”. Y normal, porque venden tonterías para turistas, imanes de nevera, camisetas de fútbol, muñecos. La alegría de las cosas inútiles está apagada en el escaparate, pero volver a algunas cosas de antes me da una pereza tremenda. Julio Camba contaba que una noche estaba en una tertulia en Madrid y se discutía sobre las pantorrillas de una artista. Al día siguiente tuvo que irse al extranjero, se tiró seis años fuera, y cuando volvió entró en aquel café y sus amigos estaban teniendo la misma conversación.

No recordaba lo hermoso que es volar. La nostalgia de volar es lo más antinatural que hay, porque los humanos no vuelan, al menos no entraba en el plan. Que echemos de menos algo que se suponía que era imposible que pudiéramos hacer demuestra lo raros que somos. Nos aficionamos a los imposibles. Hasta llegué a atender a las explicaciones de seguridad de la azafata, me quedé embobado contemplando su mímica, como un ritual olvidado. Algo que ya nunca mirabas, porque te lo sabías, y total, nada malo iba a pasar. Fue como recordar la despreocupación que no sabías que tenías antes de que te pasara algo grave, esa ingenuidad. Los italianos tienen una palabra preciosa para eso: spensieratezza, estar sin pensamientos. Ahora estamos llenos de ellos, a todas horas, no podemos con tanto pensamiento, no duermes bien de todos los que tienes. Pero allá arriba, en el cielo, por encima de todo, estaba estupendamente. Me creía en una película del espacio, flotando suavemente sobre las nubes, como patinando por la Antártida, en un lugar irreal. Si se están preguntando a dónde voy a parar y cómo lo voy a relacionar con algo de actualidad, pues la verdad es que yo también me lo pregunto, pero ya les digo que esta columna no va ningún sitio, no tengo ningunas ganas de aterrizar, no quiero afrontar mi vida, quiero quedarme en el limbo. Como el rey Juan Carlos. Mira tú, al final las cosas caen por su propio peso.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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