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La conciencia pública no se conmueve ante los desahucios y el empobrecimiento: está anestesiada

La teoría económica hace caso omiso de nuestros verdaderos valores, apunta la escritora Marilynne Robinson en su último libro

Una Torá enfrente del Muro de las Lamentaciones, en Jerusalén.
Una Torá enfrente del Muro de las Lamentaciones, en Jerusalén.Jacek Sopotnicki (Getty Images/iStockphoto)

Doy por supuesto que la conciencia es un rasgo humano lo bastante generalizado para considerarse característico, que no se origina en la cultura aunque inevitablemente sea modificada por ésta. La culpa y la vergüenza, y el temor ante la idea de sufrirlas, están claramente asociadas a la conciencia, que les concede legitimidad y a la que ellas fortalecen. A la inversa, la creencia de que los actos de cada uno están respaldados por la conciencia puede inspirar una disposición a oponerse a las costumbres o consensos en cuestiones que, de otro modo, serían consideradas erróneas o vergonzosas, por ejemplo, a rebelarse contra el orden existente.

La idea de conciencia tal como la conocemos está recogida en el griego del Nuevo Testamento. Se encuentra en Platón como conciencia de uno mismo, una capacidad de valorarse a uno mismo. En la Biblia Hebrea está omnipresente por implicación, un aspecto de la experiencia humana que debe asumirse reflejado en los textos del apóstol Pablo y otros. En el Génesis, un rey pagano puede recurrir al Señor justificándose en la integridad de su corazón y la inocencia de sus manos y ver que Dios ha honrado su inocencia e integridad impidiéndole pecar involuntariamente. La percepción que tiene el rey de sí mismo, su preocupación por ajustar su conducta al modelo que toma como referencia, un modelo que Dios reconoce, es una especie de epítome del concepto de rectitud –‍o justicia–‍, central en la Biblia Hebrea. El que el rey sea pagano, filisteo, indica que la Torá considera la conciencia moral como universal, al menos entre aquellos que la respetan y la cultivan en sí mismos.

Más allá de la facultad para evaluar los propios actos y motivos según un modelo que parece, al menos, estar aparte del impulso momentáneo o del egoísmo a más largo plazo y cuestionar a uno mismo, la conciencia es notablemente quimérica. Un asesinato honorable en una cultura es un crimen especialmente perverso en otra. Sabemos de casos de condenas a encarcelamiento y trabajos forzosos de madres solteras, o de mujeres jóvenes a las que se consideraba proclives a descarriarse, por leyes que estuvieron vigentes hasta hace pocas décadas en un país occidental, Irlanda, pese a las numerosas violaciones de los derechos humanos que implicaba. Uno esperaría que esos casos hubieran acabado en siglos anteriores si las conciencias se hubieran sentido concernidas.

La conciencia nos obliga a respetar las consecuencias de las elecciones, sin lo cual la democracia ya no sería posible

Los americanos acaban de descubrir que hemos encarcelado a una amplia porción de nuestra población con causas leves, estigmatizándola en el mejor de los casos y privándola de la posibilidad de un vida normal y fructífera. La conciencia puede tardar en despertarse, incluso ante abusos que son manifiestamente contrarios a los valores declarados, por ejemplo la libertad y la búsqueda de la felicidad. Y si la conciencia se siente cómoda con cosas así, si la racionalidad las respalda, ¿posee todavía alguna autoridad que justifique su expresión, dado que la aceptación tiene tanto de acto de conciencia como la resistencia? Después de todo, en este país, en el que la libertad significa la existencia de un consenso que permite las acciones y políticas de gobierno –‍a no ser que se recurra a manifestaciones, retiradas de propuestas, destituciones, acciones legales, o rechazo de los votantes–‍, por lo general aceptamos cosas que puede que no aprobemos. La conciencia nos obliga –‍cada vez a menos de nosotros, según parece–‍ a respetar las consecuencias de las elecciones, sin lo cual la democracia ya no sería posible. No siempre es fácil diferenciar una conciencia adormecida de otra que sopesa seriamente las consecuencias.

Quienes creen que un capitalismo sin restricciones dará lugar al mejor de los mundos posibles pueden lamentar sinceramente las perturbaciones que implica, las pérdidas no compensadas que se sufrirán como consecuencia del capital que se retira de un lugar para invertirlo en otro, únicamente en interés de su propio crecimiento. Pero ¿cómo puede intervenirse en lo inevitable? ¡Los análisis de coste beneficio han eliminado las ciencias humanas! ¡Lo explican todo! Dependiendo, por descontado, de las definiciones muy particulares que se les dé a ambos términos, costo y beneficio.

Nunca he visto un cálculo de la riqueza perdida cuando una ciudad se arruina, ni tampoco de lo que se pierde cuando la mano de obra se queda parada, frente a la riqueza creada como consecuencia de esa generación de pobreza. ¿Cuál es el coste para los chinos, a los que nunca se pregunta si los beneficios del trabajo fabril importan más que la pérdida de aire limpio, agua potable y la salud de sus hijos? El hecho de que una pérdida sea incalculable no es ciertamente un argumento para no tenerla en cuenta. El empobrecimiento de poblaciones por el egoísmo financiero convierte en un chiste la libertad personal. Pese a todo, aceptamos la legitimidad de la teoría económica que hace caso omiso de nuestros valores declarados. Es decir, la conciencia pública no se conmueve ante los desahucios y el empobrecimiento a gran escala porque está anestesiada por una teoría más que dudosa, y por el hecho de que el poder real, que no es político ni legal ni propenso a prestar atención a la política ni a las leyes más que como intrusiones ilegítimas en sus ilimitadas prerrogativas, ha escapado al control público a medida que éste cae cada vez más en su dominio.

La libertad y la soberanía de la conciencia individual son ideas que emergieron juntas y se influyeron mutuamente en sentidos importantes en la cultura americana de los primeros tiempos y en los movimientos precursores en Inglaterra y Europa. El gran conflicto de la Edad Media, dejando a un lado los aventurerismos monárquicos, la agitación de los nobles y demás, se libró entre los movimientos religiosos disidentes y la Iglesia establecida. La cuestión en disputa era si la gente tenía derecho o no a sus propias creencias.

Marilynne Robinson es escritora y ensayista, autora, entre otros libros, de la novela ‘Gilead', con la que ganó el premio Pulitzer. Este texto es un avance de su libro ‘¿Qué hacemos aquí?‘, de Ed. Galaxia Gutenberg, que se publica mañana, 1 de julio.

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