Es brutal esto
Se despacharon a gusto los académicos del XVIII sin sospechar que el adjetivo acabaría siendo un elogio
Una palabra se engancha a veces como una lapa a nuestras conversaciones y no la soltamos hasta que pasan unos años y empezamos a aburrirnos de ella, mucho después de haber estado aburriendo a los demás. Cuando eso ocurre, se refugia finalmente en un uso latente, raro ya, que nos recordará las épocas en que la pronunciábamos a cada rato. Eso nos hará parecer más viejos.
La palabra “brutal” y sus familiares léxicos se entrometen ahora en cualquier diálogo, sea público o privado, sobre todo en Madrid y en sus medios audiovisuales: “El nivel actual de las series en España es brutal”, “Rafa Nadal es brutal”, “estar en la fase de grupos es brutal”, “lo de ayer fue brutal”, “ha pagado una brutalidad”, “Justin Bieber está brutal”, “João Felix está brutal”, “están brutales estas angulas”.
Los significados que le damos a “brutal” en esas oraciones no se acercan a lo que marca el Diccionario en las tres primeras acepciones: “Propio de los animales por su violencia o irracionalidad”; “Dicho de una persona: De carácter violento”; “Propio de una persona brutal. [Ejemplo] Una paliza brutal”. Si acaso, se aproximan a lo que indica la cuarta, de reciente aparición: “Muy grande”.
Por tanto, ante oraciones como “lo de ayer fue brutal” podemos entender que “lo de ayer fue muy grande”, pero si hablamos de que Justin Bieber está brutal o de que el segundo plato estaba brutal, no nos encajarán sus equivalencias “Justin Bieber está muy grande” y “están muy grandes estas angulas”.
El adjetivo latino brutalis derivó de brutus, que significaba “estúpido”. En el XV ya se extiende “brutal” a distintos aspectos de lo “irracional”; hasta el punto de que pronto se llamaría “brutos” a los animales. Así que se empieza con la estupidez y se acaba con la fuerza.
El primer diccionario académico (1726) definía “brutal” como “tosco”, “irracional”, “grosero”; a la vez que “bruto” se tomaba ya por “el animal quadrúpedo [sic], como el caballo, mulo, asno, etcétera”. Pero también se aplicaba “bruto” al “vicioso que vive torpe y desenfrenadamente”, además de a quien es “irracional, incapaz, estólido”, o “en sus costumbres y operaciones bárbaro” y que “procede bestialmente, como ajeno de razón”, o sea, alguien “tosco, informe, sin pulimiento, sin orden ni figura”. Se despacharon a gusto los académicos del siglo XVIII, como se ve, sin sospechar ni por lo más remoto que tres siglos después el adjetivo “brutal” acabaría en elogio de un gran tenista español.
Tanto en 1983 como en 1989, la Academia consideró añadir en la entrada “brutal” las acepciones de “enorme”, “colosal”, “magnífico” y “maravilloso”, pero no las pasó de su diccionario manual al oficial. Y sigue sin hacerlo, por más que incorporase en 2001 la cuarta acepción ya mencionada: “Muy grande”, que puede tomarse como descriptiva de tamaño o como ponderativa de calidad.
Es brutal todo esto. Y ahora todo lo vemos brutal, quizás porque “estupendo” o “maravilloso” empiezan a parecernos palabras muy manidas.
Si mantenemos ese uso elogioso de “brutal”, tal vez la docta casa recupere del cajón aquellas definiciones adicionales, que otorgarían al adjetivo el más positivo de los significados a la vez que se mantendría como uno de los más descalificadores. Los contextos se encargarían, por supuesto, de descifrar la intención del hablante. Es brutal cómo los contextos hacen que funcione la comunicación humana. Brutal, brutal. Lo de los contextos es brutal.
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