
Cuando éramos jóvenes y el amor duraba el mismo tiempo que una canción
Durante la adolescencia, cuando todo estaba por descubrir, bailar una canción lenta y tocar unos hombros o un cabello ajeno era la experiencia más excitante del mundo. Después llegó Tinder y acabó con las sorpresas
Echo de menos la época en que se bailaban lentos por la tarde. En cuanto las baladas empezaban a resonar por los altavoces, los chicos invitaban a las chicas a salir a la pista. Ellos las cogían por la cintura y ellas les rodeaban el cuello con los brazos. Una situación extraña: a menudo era el primer encuentro. Los jóvenes se encontraban durante cinco minutos en brazos de una chica que no conocían. El juego consistía en intentar acercarse, apretar un poco más, meter la nariz en el pelo del otro, en la oreja, o en el hombro. Eso de tener acceso temporal al cuerpo de una desconocida era una sensación extraordinaria. ¿Los lentos eran violaciones? Hablábamos tímidamente, o nos mirábamos a la cara, o nos estrujábamos en silencio. Algunos se excitaban, otros se atrevían a besar; chupar el lóbulo de la oreja se consideraba un objetivo razonable. Morrearse era una victoria. La mayoría, como yo, no hacíamos nada; nos limitábamos a tratar de llenar la conversación sin pisar los zapatos de la chica.
Recuerdo que no sabía dónde poner las manos: a veces descubrían una altura menor de la esperada; otras veces tocaban dos hombros desnudos que empezaban a sudar. Esta exploración, mundanamente autorizada, era confusa, vergonzosa e infinitamente sensual. ¿He vuelto a experimentar emociones tan intensas? Una mujer deslumbrante era mi prisionera durante toda una canción. La melodía solía ser tan hermosa que te daban ganas de llorar. Incluso si la persona no nos gustaba, la música nos persuadía de que estábamos experimentando un momento de absoluto romanticismo. Había lentos clásicos: Rain And Tears de Aphrodite’s Child, Hotel California de los Eagles, Still Loving You de los Scorpions, How Deep Is Your Love de los Bee Gees, Angie de los Rolling Stones. Cuando la canción terminaba, cambiábamos de pareja.
Los chicos se lanzaban a por la chica más guapa: en París, en 1983, se llamaba Olivia Berghauer. Nunca he querido buscar su nombre en Google, me niego a saber qué fue de ella. De las otras chicas decíamos cruelmente que eran “elementos decorativos”. Hoy todo esto es inconcebible. Quizá los lentos fueran un sistema organizado de dominación masculina, como los dibujos animados de Walt Disney y el abrir la puerta del coche. Desde luego, las chicas podían rechazar una invitación para bailar lento, pero eso “no se hacía”. También estaba el “cuarto de hora americano” en el que las chicas invitaban a los chicos. Esta vengativa costumbre permitía que los jóvenes amantes de los lentos se dieran cuenta de que la chica que les invitaba y que permanecía pegada a ellos nunca era la que preferían. Y, sin embargo, también ocurría que, al final de una canción, acabábamos enamoradísimos de quien había dado el primer paso.
Como escribió Gainsbourg, “Nos amamos lo que duró una canción”. El amor duraba el mismo tiempo que A Whiter Shade Of Pale de Procol Harum; el amor duraba cinco minutos y 54 segundos. Era agradable dejarse sorprender, dejarse llevar, no decidir nada, incluso ceder bajo la presión de una pelirroja pecosa con gafas, nada extraordinario, que de repente se convertía en la mujer más bella del mundo. Y aquí está la frase más escandalosa de esta página: el mundo de Tinder es un mundo sin sorpresas.
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