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Ted Nugent, el rockero negacionista y deslenguado, acabó admitiendo que el coronavirus existe cuando lo contrajo

El controvertido músico, forofo de Trump y durante décadas azote de cualquier cosa que le pareciese progresista, ha tenido que admitir que la enfermedad va en serio solo tras contraerla. El pasado febrero pedía desde sus redes: “No se crean nada”

El rockero Ted Nugent fotografiado en Londres durante el verano de 1980.
El rockero Ted Nugent fotografiado en Londres durante el verano de 1980.Matt Green (Getty Images)

Hace ahora tres semanas, al ciudadano Ted Nugent, estadounidense de origen escandinavo, le confirmaron que había contraído la covid-19. El hombre se encerró en su residencia de las afueras de Naples, Florida, dispuesto a sobrellevar la enfermedad en silencio. El lunes 19 de abril, dos días después de recibir el diagnóstico, Nugent se despertó con dolores musculares y una fuerte sensación de abatimiento que hizo que le resultase difícil “arrastrarse fuera de la cama”. Con ayuda de su mujer, se puso una de sus impagables camisas estampadas y se sentó en el cuarto de las guitarras para realizar un breve directo a través de Facebook. En él empezaba confirmando que había contraído “el virus chino”, aseguraba que se había sentido “al borde de la muerte” y agradecía a sus seguidores las muestras de “amor, solidaridad y respeto” que estaba recibiendo en esos momentos difíciles.

A renglón seguido, el músico nacido en los suburbios de Detroit hace 72 años se quitaba el traje de ciudadano enfermo y se ponía uno de sus disfraces favoritos, el de fustigador inmisericorde del progresismo y la corrección política. En apenas un minuto de sombrío delirio, sin más coartadas que el malestar general y la fiebre que se estaban cebando con su organismo, Nugent dijo sentirse la víctima inocente del “corrosivo odio” de los simpatizantes de ese “culto satánico que es el partido demócrata”, una “secta de indecentes y desalmados”, seguidores de un “anciano freak” (en referencia al presidente Joe Biden) que se nutren “del dolor y del sufrimiento ajeno”.

El artista respondía así a una decena escasa de comentarios de muy dudoso gusto, aparecidos en redes sociales unas horas antes, en los que usuarios anónimos le deseaban una enfermedad devastadora, cuando no una muerte lenta y dolorosa. Eran gotas de agua emponzoñada en un océano de buenos deseos, mensajes de ánimo o comentarios neutros y en general respetuosos. Pero sirvieron para despertar el ánimo inflamable y beligerante de Nugent, un tipo más que acostumbrado a batirse el cobre contra sus detractores sin dar tregua ni hacer prisioneros.

Lo cierto es que el de Detroit llevaba meses cuestionando no la existencia de la enfermedad que acababa de contraer, pero sí su gravedad y su impacto demográfico. “¿Medio millón de estadounidenses muertos?”, afirmaba en febrero en sus redes. “No se crean nada: dividan esa cantidad, como mínimo, entre diez y no pierdan de vista que Estados Unidos tiene más de 300 millones de habitantes. Me consta que muchos médicos en todo el país están siendo presionados para que atribuyan a ese virus muertes que en realidad se deben a muchas otras causas”.

El rockero Ted Nugent interpreta el himno americano a la guitarra durante un mitin de Donald Trump durante la campaña presidencial de 2020.
El rockero Ted Nugent interpreta el himno americano a la guitarra durante un mitin de Donald Trump durante la campaña presidencial de 2020.Chip Somodevilla (Getty Images)

Para Nugent, la supuesta pandemia no era más que un virus estacional importado de China. Una gripe persistente, pero no muy distinta de las demás, que las élites progresistas habían utilizado como pretexto para “secuestrar” a los ciudadanos y destruir la economía estadounidense. El suyo había llegado a ser un negacionismo sin apenas matices, parco en argumentos y rico en pirotecnia verbal extrema, que los medios de comunicación, como suele ser habitual cuando se trata de Nugent, no parecieron tomarse del todo en serio.

Tras enfermar, Ted ha acabado admitiendo que el virus existe y que es una seria amenaza para la salud, por lo que resulta “razonable” aislarse para evitar contraerlo y contagiarlo. No era esa su postura a mediados de abril, muy poco antes del diagnóstico, cuando empezaba ya a padecer síntomas leves, como una ligera fiebre, pero no por ello dejó de acudir a un concierto improvisado en el restaurante de un centro comercial de Florida. En él repartió abrazos y obsequió a la concurrencia, además de con un par de éxitos de sus años de gloria, allá por los ochenta, con una larga diatriba en la que justificaba el asalto al Capitolio como una respuesta lógica al supuesto “robo” electoral perpetrado por Biden en las pasadas elecciones presidenciales. El organizador del acto, Alfie Oakes, empresario hostelero, simpatizante de Donald Trump e íntimo amigo de Nugent, reconoció que no se había respetado la distancia social ni hecho uso de mascarillas porque “de lo que se trataba era de acercar a Ted a nuestros clientes”. Un músico desaprensivo que creía estar sufriendo un simple catarro, pero hoy sabe que era víctima de la enfermedad cuya importancia tanto había insistido en minimizar.

Si algo no se le puede discutir a Ted Nugent es una cierta coherencia. En las últimas cuatro o cinco décadas, el péndulo de las tendencias mundiales ha oscilado en múltiples direcciones, pero él se ha quedado quieto. En esencia, sigue pensando y comportándose como en 1975, año en que arrancó su carrera en solitario y empezó a convertirse en un poderoso y muy controvertido icono mediático. Por entonces tenía 27 años, estaba en la cresta de la ola y se había labrado ya una imagen de rockero tronado, ultraconservador lenguaraz e indómito, que suscitaba más simpatías que rechazo y permitía incluso la complicidad distante de los que preferían no tomársela al pie de la letra.

Durante años, a Nugent se le concedió una licencia casi universal para ser Ted Nugent. Una impunidad relativa que incluso hoy parece no haber caducado del todo. Opinaba sobre lo divino y lo humano sin que sus excesos verbales le pasasen apenas factura. Su personalidad agresiva y rica en aristas se interpretaba mayoritariamente como un signo de genuicidad e individualismo radical muy en sintonía con la imagen que los Estados Unidos tenían de sí mismos y con el espíritu exaltado y cínico de los setenta y los ochenta.

Ted Nugent, retratado en 1975.
Ted Nugent, retratado en 1975.GAB Archive (Getty Images)

La última generación que tuvo la osadía de reivindicar a este descacharrado verso suelto sin recurrir a coartadas irónicas fue la del hair rock angelino de finales de los ochenta, la de rebeldes reaccionarios, bastardos del punk y el glam, como Axl Rose (Guns N’ Roses) o Sebastian Bach (Skid Row), que encontraron en Nugent una especie de padre espiritual. Luego vendría el grunge, con su intento de feminizar, civilizar y abrir el rock duro a sensibilidades mucho más contemporáneas, y la misoginia, el racismo y la arrogancia patriotera de que hacia gala Ted dejaron de parecer graciosas a una nueva generación de melómanos con el pelo largo.

Perdido el fervor de los hijos y nietos del rock’n roll, Nugent encontró acomodo en los medios de comunicación y en el activismo político. Se convirtió en carne de telerrealidad y en portavoz informal de una derecha sociológica combativa y sin complejos. Lo hizo, justo es decirlo, siendo fiel a sí mismo, pero integrando en su personaje una más que perceptible dosis de humor autoparódico. Nugent aplicó todo su entusiasmo y su artillería dialéctica a la defensa de causas fetiche como las bondades de la caza mayor (reivindicada incluso en casos en que las víctimas eran ejemplares de especies protegidas), el derecho a portar armas o la resistencia activa al ecologismo y el feminismo. Sin embargo, nunca perdió del todo una cierta capacidad de seducción a la que eran sensibles incluso algunos de sus adversarios ideológicos más encarnizados.

Como muestra, un botón. En 2007, le invitaron a un debate sobre caza en el programa de Howard Stern. Su rival fue el animalista y productor de Los Simpson, Sam Simon. Nugent llegó a calificar a Simon de cobarde, melifluo y afeminado por no asumir que la “hombría” consiste en “cazar nuestra propia comida, como han hecho nuestros antepasados desde la prehistoria”. Pese a lo crispado que resultó el debate, músico y productor se tomaron una copa juntos tras el programa, y Simon acabó apreciando la cordialidad y simpatía de Nugent. Le pareció un tipo capaz de reírse de sí mismo y conducirse con respeto y sensatez en cuanto las cámaras dejaban de rodar y él aparcaba su personaje. Meses después, el artista fue invitado a hacer un breve cameo en Los Simpson en el que se mostraba, por supuesto, como un energúmeno y el bocazas obsesionado por defender causas ultraconservadoras con argumentos de brocha gorda. En un capítulo posterior de la serie, Homer Simpson se mostraba dispuesto a apoyar a Ted en su candidatura a la presidencia de los Estados Unidos, cautivado por su tendencia a “llamar a las cosas por su nombre”.

Simon no ha sido ni mucho menos el único en padecer un cierto síndrome de Estocolmo en presencia de Nugent. Tres años antes, en 2004, Courtney Love llamó en directo al programa de Stern para decir que una de sus primeras relaciones sexuales había sido con “el tío Ted”, al que aseguraba haber realizado una felación entre bastidores tras un concierto: “Por entonces yo tenía 12 años, estaba a punto de cumplir 13”, declaró en tono neutro, pero de una cierta gravedad, la actriz y cantante. Interrogado por Stern sobre la veracidad de la historia, Nugent se limitó a decir que no lo recordaba, pero sin descartar en absoluto que fuese cierta.

El cantante ya había hecho una bastante explícita apología del sexo (ni siquiera consentido) con menores en Jailbait, un éxito de 1981. Además, su biografía incluye un episodio un tanto escabroso que apunta en la misma dirección: la relación sentimental que mantuvo en 1978 con la adolescente hawaiana Pele Massa, que por entonces tenía 17 años, 13 menos que él. Nugent llegó a firmar un acuerdo con los padres de Massa para convertirse en tutor legal de la menor y que estos le autorizasen así a tener relaciones sexuales con ella. Tras la llamada de Courtney Love, Stern hizo una somera y un tanto frívola referencia a ambos hechos, la canción y el escándalo sexual, como si ese patrón de presunta pedofilia de Nugent recién traído a colación por Love y ni siquiera negada por el músico fuese un detalle menor, una excentricidad sin importancia.

La licencia para ser Ted Nugent se extendió también a otros aspectos controvertidos de su vida privada. En 2009, su segunda esposa, Shemane Deziel, reconocía con condescendiente desenvoltura que acababa de descubrir que Ted tenía “otros cuatro hijos en edad adulta”, fruto todos ellos de relaciones no estables. El propio Nugent remataba la información con una frase que sorprende en boca de un (presunto) defensor de los valores familiares: “Si te pareces a mí y tu madre acudía a mis conciertos hace 20 o 30 años, ahórrate la prueba de ADN: lo más probable es que seas hijo mío”.

Otra muestra, en fin, de lo poco que la incontinencia verbal penaliza a este hombre tan fuera de época, tan excesivo en todo y tan proclive a pisar todos los charcos que se crucen en su camino, fue su paradójica defensa de la libertad sexual de mayo de 2011, en una entrevista con el periodista británico Piers Morgan: “Hay algo que me resulta profundamente repulsivo en el sexo entre hombres. Creo que es contrario a la naturaleza, además de profundamente raro, pero si me dices que te gustan los hombres yo te diré que no soy nadie para juzgar el sentido de la moral de otras personas. Te diré que se trata de vivir y dejar vivir. Además, tengo muchos amigos homosexuales”. Así es Ted Nugent, un hombre capaz de pasar en cuestión de segundos, sin contradicción aparente y sin previo aviso, de una homofobia encarnizada y tabernaria a un canto a la diversidad y la tolerancia. Puede que los días de escalofríos y fiebre que le ha tocado padecer en su mansión de Florida le hayan hecho cambiar de opinión sobre los peligros del “virus chino”. La que permanece inalterada es esa visión del mundo basada en certezas tan innegociables como contradictorias que forjó para sí mismo a mediados de los setenta, cuando se convirtió en portavoz de la América reaccionaria que jamás se avergüenza de sí misma.

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