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Pulmonías letales, cubiertos a 10.000 dólares y Sinatra en el escenario: luces y sombras de las investiduras más recordadas de EE.UU

El 20 de enero, Joe Biden será investido presidente y su equipo de seguridad vela por preservar la integridad de su toma de posesión ante el posible boicot de los partidarios extremistas de Trump. Repasamos las anécdotas que este ritual democrático ha dejado para la posteridad

Pin de la campaña presidencial estadounidense de 1984 que muestra a Ronald Reagan y George H. W. Bush.
Pin de la campaña presidencial estadounidense de 1984 que muestra a Ronald Reagan y George H. W. Bush.Getty

¿La más fúnebre y calamitosa investidura presidencial de la historia de Estados Unidos? Esta es fácil. Sin duda, la de William Henry Harrison, el 4 de marzo de 1841. Meses antes, Harrison, nacido en Virginia y antiguo héroe de guerra, líder del hoy extinto partido Whig, había derrotado de manera holgada al demócrata Martin Van Buren. El día de su toma de posesión, una gélida ventisca se desató sobre la ciudad de Washington. Sus asesores le recomendaron que, dadas las circunstancias, cancelase la mayoría de actividades previstas y se conformase con una ceremonia de perfil bajo.

Harrison, terco como una mula, pletórico de energía y salud pese a sus 68 años, hizo oídos sordos a las recomendaciones de sus agoreros de guardia. Las bajas temperaturas no iban a privarle de su momento de gloria. Se puso sus guantes de piel de castor y su mejor bufanda y recorrió las calles de la capital federal en un carricoche descubierto. Al llegar a la colina del Capitolio, se subió al estrado al are libre y pronunció el discurso de investidura más largo de que se tiene constancia: dos horas de duración y un total 8.455 palabras dedicadas a glosar el perfecto estado de salud de la Unión y sus óptimas perspectivas de futuro. Y eso que su buen amigo, el legislador y académico Daniel Webster, recomendó al presidente que suprimiese del borrador páginas enteras apelando a su sentido común: “Will, hace mucho frío, y esa gente ha venido aquí a verte y a darte la bienvenida a Washington, no a escucharte”.

El caso es que, como tantos otros políticos enamorados del sonido de su propia voz, Harrison se dejó llevar por la incontinencia oratoria y sometió a la muchedumbre aterida de frío a una perorata digna de Fidel Castro. A continuación, siguió recorriendo la ciudad durante horas dispuesto a darse un intempestivo baño de multitudes. Entrada la noche, acudió en compañía de la viuda de su hijo a tres de los bailes que se daban en su honor. Volvió a casa de madrugada, eufórico pero exhausto, tiritando de frío.

El organismo del veterano político no resistió semejante prueba. Muy pocos días después, Harrison contrajo lo que parecía ser un simple catarro. Aquello derivó en una violenta pulmonía (algunos historiadores consideran que pudo tratarse tal vez de una fiebre tifoidea) que le llevó a la tumba el 4 de abril de ese año, 31 días después de ser investido. Aún hoy, Harrison es considerado por los expertos uno de los peores presidentes de la historia de su nación, juicio un tanto cruel si tenemos en cuenta que apenas pudo ejercer su cargo. Murió con las botas puestas y, en cierto sentido, ni siquiera sobrevivió a su toma de posesión.

Una historia de violencia

El miércoles 20 de enero, salvo sorpresa o catástrofe, Joe Biden será investido presidente de los Estados Unidos. La jornada se prevé fría, pero no parece que las bajas temperaturas vayan a ser el principal obstáculo para que su toma de posesión transcurra sin sobresaltos. A Biden y su equipo les preocupa más bien la amenaza que podrían suponer los partidarios más extremistas del aún presidente, Donald Trump. Por ello han incrementado las medidas de seguridad y cancelado el previsto viaje en tren a Washington DC desde Wilmington, la ciudad del estado de Delaware en que reside el presidente electo. Toda precaución es poca cuando se trata de preservar la integridad de un ritual democrático con algo más de dos siglos de antigüedad y que ha dejado todo tipo de anécdotas para el recuerdo.

Abraham Lincoln, sin ir más lejos, se encontró en 1861 con un escenario parecido al que afronta ahora Biden. Tras unas elecciones extraordinariamente reñidas, marcadas por la promesa de Lincoln de abolir la esclavitud, su investidura, el 4 de marzo de ese año, estuvo a punto de sufrir el violento boicot de los Plug Uglies, una banda de delincuentes nativistas que simpatizaba con los propietarios de esclavos del Sur y pensaba asaltar el tren presidencial a su paso por la estación de Baltimore. Alertados justo a tiempo por la milicia del estado de Maryland, los encargados de custodiar a Lincoln eligieron una ruta alternativa que les permitió llegar a su destino sin incidentes. Ya en la capital, escoltado por la Guardia Nacional y protegido por francotiradores en los tejados circundantes, el presidente pronunció un discurso conciliador (“No somos enemigos, sino amigos. No tenemos por qué ser enemigos”) que no sirvió de nada: cinco semanas después estallaba la Guerra de Secesión estadounidense, el peor conflicto armado que ha sufrido el país en su territorio.

16 años y cuatro ciclos electorales más tarde, en 1877, otro presidente republicano, Rutheford B. Hayes, inició su mandato con otra jornada incierta y convulsa. En aquella ocasión, el recuento electoral no finalizó hasta dos días antes de la investidura. El resultado de las elecciones, celebradas cuatro meses antes, había sido impugnado por el candidato perdedor, el demócrata Samuel Tilden. Los estados de Florida, Luisiana, Carolina del Sur y Oregón se habían decidido por unos pocos miles de votos y el segundo recuento exigido por los demócratas se eternizó hasta el punto de crear una crisis institucional sin precedentes.

Hayes llegó a Washington ese 4 de marzo recién confirmado en su cargo, pero confrontado a rumores inquietantes, como la supuesta marcha sobre la capital de un ejército rebelde de mil veteranos de la Confederación a los que lideraba un general sedicioso. Al final, un formidable despliegue militar y la caballerosa actitud de Tilden, que se unió al cortejo presidencial e incluso pronunció unas palabras reconociendo su derrota, consiguieron que la investidura se llevase a cabo sin apenas violencia, pero la mayoría de actos festivos previstos acabaron siendo cancelados para evitar incidentes.

Un juramento, un desfile y un discurso

El primer presidente estadounidense, George Washington, no podía prever nada de esto cuando fue investido en el Federal Hall de Nueva York el 4 de marzo de 1789. Su toma de posesión fue un acto sencillo y en gran medida improvisado pero que, de alguna manera, marcó la pauta de las 66 investiduras que vendrían a continuación: un corto paseo a pie en compañía de sus colaboradores y partidarios al lugar en que se iba a desarrollar la ceremonia, un juramento y un breve discurso lleno de obviedades y buenos deseos.

Por supuesto, la ceremonia se ha ido transformando e incorporando innovaciones en los 232 años transcurridos desde el nacimiento de la república estadounidense. En 1841, John Tyler, sucesor del difunto Harrison, fue el primer vicepresidente en acceder al cargo con la legislatura ya en marcha. Lo hizo en una ceremonia discreta y privada, ya que las cuatro semanas de luto oficial decretadas tras la muerte de Harrison hicieron que no se considerase apropiado programar ningún tipo de celebración ni acto protocolario de cara al público. En 1845, James Polk inauguró la costumbre de concentrar a la multitud en el pórtico Este del Capitolio y, a continuación, también de manera novedosa, pronunció un discurso en absoluto banal abordando sin tapujos la gran polémica del momento: las ventajas e inconvenientes de que la República de Texas se incorporase a la Unión. La prensa opositora no se tomó del todo bien este alarde de originalidad sin precedentes: le criticó por haber aprovechado un momento solemne y de concordia nacional para plantear una cuestión controvertida.

En años posteriores, los citados Lincoln y Hayes tuvieron que atrincherarse, tensionando por vez primeras las investiduras que, hasta entonces, habían sido jornadas festivas. En 1896, Grover Cleveland invitó a su predecesor, Benjamin Harrison (nieto del Harrison fallecido en 1841), a compartir con él su carruaje mientras paseaba por las calles de Washington, escenificando así la necesaria cortesía institucional en el traspaso de poderes. La imagen de dos hombres de mediana edad luciendo sombreros de copa y departiendo amigablemente mientras les jaleaba una multitud con banderas se convirtió en símbolo de la reconciliación entre las dos Américas tras los años de inestabilidad que siguieron a la guerra civil.

La gran fiesta de la democracia

En 1901, un político muy popular, Theodore Roosevelt, fue investido presidente por la vía rápida, sin alardes ni ceremonia, tras el asesinato de su predecesor, William McKinley. Cuatro años más tarde, tras ser reelegido, Roosevelt se desquitaría de ese estreno un tanto insípido con una ceremonia fastuosa y un despliegue abrumador de militares con uniforme de gala. La librería del Congreso conserva alrededor de dos minutos de filmación de ese desfile en el que participaron, según contaba a la prensa el propio presidente, “cowboys, indios (empezando por el jefe apache Gerónimo), representantes de los sindicatos mineros, buscadores de oro, reclutas y estudiantes”.

En contraste, la toma de posesión de William Howard Taft, en 1909, volvió a ser un evento rutinario y de perfil bajo. Una tempestad de nieve vació las calles de Washington y el poco carismático Taft se vio obligado a pronunciar su discurso bajo techo, algo que ocurría por primera vez en tres cuartos de siglo. Tal vez se ahorró así inoportunos catarros como el sufrido en su día por el desventurado Harrison. En la siguiente investidura, en marzo de 1913, accedió al poder un intelectual sobrio y circunspecto, Woodrow Wilson. Hijo de un pastor presbiteriano, Wilson fue el primero en cancelar el baile inaugural, que se venía celebrando de manera ininterrumpida desde 1853, porque le parecía incompatible con el rigor y la solemnidad de un acto como el traspaso oficial de poderes en una sociedad democrática.

El discurso de investidura más breve lo pronunció otro fundamentalista de la sobriedad, el republicano Calvin Coolidge, sucesor en 1923 del fallecido Warren Harding, que sufrió un infarto en su segundo año de mandato. Coolidge era hombre de pocas palabras, apodado por la prensa “Cal el silencioso” por sus discursos telegráficos y llenos de pausas incómodos. En cierta ocasión, durante una cena de gala, una dama de la alta sociedad neoyorquina que se estaba esforzando por darle conversación acabó diciéndole: “Pero cuénteme algo, señor presidente, porque acabo de apostar con mi marido que voy a ser capaz de sacarle a usted al menos cuatro palabras”. La respuesta de Coolidge fue: “Ha perdido, señora”.

De los idus de marzo al ritual de enero

Tras la Gran Depresión, Franklin D. Roosevelt introdujo la crucial vigésima enmienda, un cambio en la constitución que trasladaba la ceremonia de investidura del 4 de marzo (aniversario del acceso al poder de George Washington) al 20 de enero. Roosevelt argumentó que se trataba de acelerar en la medida de lo posible el relevo, evitando la parálisis legislativa que se produjo entre noviembre de 1932 y marzo de 1933, cuando el presidente interino, Herbert Hoover, se negó a colaborar con la administración que iba a sucederle retrasando así las primeras medidas del ambicioso plan de reactivación económica que meses después sería bautizado como New Deal. Este año, el analista político Ian Millhiser ha publicado en la revista Vox un artículo en que se argumenta que la reforma de Roosevelt se quedó corta y que el relevo presidencial debería realizarse mucho antes, en torno al 20 de noviembre, unas tres semanas después de las elecciones: “¿Qué consejo de administración permitiría al director de una gran empresa permanecer en su cargo casi tres meses después de ser cesado?”, se preguntaba Millhiser.

Al innovador Roosevelt se le atribuye también la tradición de acudir a misa en alguna de las iglesias de Washington poco antes de iniciar la ruta que lleva al cortejo presidencial a la colina del Capitolio. Lo hizo en 1941 y es costumbre desde entonces, una de las principales concesiones espirituales en una ceremonia de espíritu laico.

Cuatro años más tarde, en 1945, FDR insistió en que la toma de posesión, desfile al pórtico Este incluido, se liquidase en apenas 15 minutos. El país estaba aún inmerso en la Segunda Guerra Mundial y no era momento de celebraciones. Roosevelt fallecería tres meses después, el 12 de abril del 45, dando paso a Harry Truman en una de las nueve investiduras sobrevenidas (y, por tanto, no festivas) que se han dado en la historia.

John F. Kennedy camina hacia su asiento en su baile inaugural celebrado el 21 de enero de 1961.
John F. Kennedy camina hacia su asiento en su baile inaugural celebrado el 21 de enero de 1961. Getty

Cenas de gala, orquestas sinfónicas y poemas

La irrupción del más rotundo glamur aristocrático se produjo en 1961, con la investidura de John Fitzgerald Kennedy, 24 horas de celebración por tierra mar y aire que dejaron el listón muy alto de cara a investiduras posteriores. Frank Sinatra fue el anfitrión de la cena de gala previa, la noche del 19 de enero, un evento en que se llegaron a pagar 10.000 dólares por cubierto para alcanzar una recaudación total cercana a los dos millones de dólares (unos 15 millones de euros al cambio actual). Al día siguiente, frente a un pórtico abarrotado, Marian Anderson cantó el himno estadounidense y un tema de Leonard Bernstein. El poeta Robert Frost, a sus 86 años, recitó de memoria su poema The Girl Outright en lugar de la oda que acababa de dedicar al nuevo presidente y que a última hora decidió no leerle.

Dos años y medio más tarde, el 22 de noviembre de 1963, se produjo el reverso amargo de esa jornada de esperanza y exaltación democrática: Lyndon B. Johnson juró su cargo a bordo del Air Force One en presencia de Jacqueline Kennedy pocas horas después de que el marido de esta, JFK, fuese asesinado en Dallas. Tras ese violento anti-clímax que dio carpetazo a la última gran edad de la inocencia en la política norteamericana, se han sucedido ceremonias con tan poco lustre como la segunda investidura de Johnson o las dos de Richard Nixon, el célebre apretón de manos sobre el estrado con que Gerald Ford dio paso a Jimmy Carter en 1976 o el despliegue de fuegos artificiales con que Ronald Reagan consiguió darle algo de relieve, en 1985, a la enésima ceremonia boicoteada por una ola de frío.

Bill Clinton congregó a una auténtica multitud y pronunció un discurso enérgico y memorable en 1993 (“América no tiene ningún defecto que no puedan curar sus inmensas virtudes”). Los Clinton y los Bush escenificaron en 2001 una reconciliación modélica tras unas elecciones, las de noviembre de 2000, que Al Gore perdió en beneficio de George W. Bush en los tribunales, el año de la polémica paralización del segundo recuento en el estado de Florida. Y Obama atrajo en 2009 a una concurrencia sin precedentes, entre 1,5 y 2 millones de personas por las calles de Washington. La suya fue una semana inaugural de una intensidad desconocida, que incluyó hasta diez fiestas oficiales, el paseo a pie fuera de protocolo de la pareja presidencial por la Avenida de Pensilvania, las actuaciones de Aretha Franklin y la orquesta de John Williams o el poema recitado por Elizabeth Alexander.

Barack Obama en el ascensor de la Casa Blanca después de asistir a su baile inaugural en la madrugada del 21 de enero de 2009.
Barack Obama en el ascensor de la Casa Blanca después de asistir a su baile inaugural en la madrugada del 21 de enero de 2009.Getty

Ocho años más tarde, el 20 de enero de 2017, en la última (e infame) anécdota que han dado de sí las investiduras estadounidenses, Donald Trump aseguró contra toda evidencia haber batido con su propia ceremonia el récord de asistentes de la de Obama. El portavoz de la Casa Blanca, Sean Spicer, defendió al día siguiente la tesis presidencial citando supuestas cifras del departamento de tráfico de Washington DC que la institución mencionada se apresuró a desmentir. La consejera presidencial, Kellyanne Conway, quiso precisar que Spicer se había basado en “datos alternativos”. Como suele decirse, aquellas lluvias trajeron estos lodos.

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