Olas de negacionismo, policías de balcón y juvenofobia: así vivimos los españoles la pandemia
De un día para otro se nos encerró en casa como si fuéramos moradores del norte de Europa y hubo un momento fugaz en que pensamos que quizás esta situación nos iba a hacer salir mejores. A fin de año, esto es difícil de sostener sin haberse tomado antes una botella de cava
Dicen que la guerra saca lo mejor y lo peor de las personas. A la llegada del coronavirus se nos dijo que la pandemia era una guerra, una que librábamos como soldados en pantuflas y batín. Pero este símil bélico no era el más apropiado en un momento en el que lo importante no era el enfrentamiento sino los cuidados. Sin embargo, la pandemia tiene algo parecido a la guerra: ha sacado un poco de lo mejor de las personas… y prácticamente todo lo peor de los españoles. El esfuerzo de los sanitarios, los bancos de alimentos o la solidaridad vecinal. Pero también la crispación política, el fango de las redes sociales, la picaresca a la hora de saltarse las reglas, las fake news, los policías de balcón, la juvenofobia o las olas de negacionismo y conspiranoia. Hubo un momento fugaz en que pensamos que quizás esta situación nos iba a hacer salir mejores. A fin de año, esto es difícil de sostener sin haberse tomado antes una botella de cava.
Los españoles estaban tan tranquilos (es un decir) cuando en la ciudad china de Wuhan surgió uno de esos virus amenazantes que suelen quedarse amenazando desde las páginas de los periódicos. El coronavirus tenía hasta un nombre gracioso, carne de meme y de chiste de oficina, hasta que llegó a Italia, y la devastó, y llegó a España, y la devastó, y a continuación paralizó el mundo entero con una facilidad pasmosa. De pronto, una cosa microscópica que hacía sus tejemanejes genéticos en los orgánulos celulares era capaz de detener literalmente el mundo macroscópico.
El confinamiento “duro”
El confinamiento ahora llamado “duro”, a partir del 13 de marzo, parecía una peli de ciencia ficción. El presidente Pedro Sánchez compareció con cara de pena y voz de padre compungido: “Va a ser muy duro y difícil, pero vamos a parar el virus”, dijo. En esas seguimos. De un día para otro se encerró en casa a los jacarandosos españoles, tan amantes de tomar la fresca, de tocarse mucho, de hablar a gritos, como si fuéramos moradores del norte de Europa.
La realidad se dividió en dos para los no afectados: en el exterior sucedía una catástrofe imprevista (aunque la había previsto insistentemente la comunidad científica) que costaba asimilar. España, y en concreto Madrid, se convirtió en lo peor de lo peor, la ciudad más afectada del país más afectado del entorno. El SARS-CoV-2 se convirtió en la auténtica Marca España a un ritmo televisivo que arrojaba cifras tan increíbles que han dejado de significar nada en nuestro cerebro más allá de una cifra. Una cotización bursátil de la tragedia.
En el interior de los domicilios la vida trascurría extraña y lenta: redescubríamos ritmos vitales olvidados, el autocuidado, la cocina, la gimnasia, la lectura, el tiempo con los seres queridos/odiados, también la ansiedad galopante. Y descubríamos el teletrabajo y la videoconferencia: ahora al hablar con otras personas veíamos nuestra cara hablando en la pantalla. Nuestro propio rostro se volvió hipnótico. Por la tarde salíamos a aplaudir a los sanitarios y a ver, por fin, quiénes eran nuestros vecinos. Hay quien aprovechó la posición privilegiada para ejercer de vigilante, de policía de balcón o sheriff de la escalera. Hubo quien lanzó manzanas a quien se paraba en la calle, o quien abucheaba a quien sacaba a su hijo autista.
Nos familiarizamos con nuevos personajes que serían de crucial importancia en nuestras vidas: el epidemiólogo Fernando Simón, de voz aguardentosa y cejas élficas, que levantó pasiones y algunos odios. Cada ataque de tos en sus ubicuas ruedas de prensa levantaba sospechas: “El problema es que me he comido una almendra justo antes de empezar a hablar”, se excusó en una ocasión. Y el austero y sobrio ministro de Sanidad Salvador Illa, licenciado en Filosofía, vestido como Colin Firth en la película Un hombre tranquilo, con sus gafas de pasta gorda, su actitud enigmática y su elegante forma de indignarse. Un ministro al que se le presagiaba una legislatura gris y que acabó ocupando de manera flemática la primera fila mediática.
Al mirar por el balcón también veíamos otras cosas: ¡había gente trabajando! No eran altos ejecutivos, ni diseñadores web, ni relaciones públicas, ni personal shoppers: eran los trabajadores esenciales, los que no podían faltar, los que mantenían la rotación del planeta. En muchos casos, los peor pagados y los peor considerados socialmente, los más invisibles: reponedores, cajeras, transportistas, limpiadoras o riders (los precarios jornaleros del carbohidrato). Sorpresa.
De banderas, memes y conspiraciones
La pandemia trajo variopintas expresiones masivas y populares, de corte berlanguiano. Allá por mayo, las vociferantes huestes de Vox y alrededores salieron a tomar las calles ondeando banderas españolas de manera obsesiva. Tanta bandera ocupando el campo visual provocaba una sensación lisérgica. Para un extraterrestre aquella manifestación sería incomprensible, porque no se sabía muy bien qué reclamaban aquellas personas más allá de mostrar la bandera en todos los tamaños y formatos, como si se tratase de un amuleto que cuanto más agitasen más probablemente derrocase a la “dictadura socialcomunista”. Un gobierno que, por lo demás, comparecía con la misma bandera a la espalda.
El germen de estas protestas banderófilas se hallaba en el fango del Twitter copado por la ultraderecha, que tachaba al presidente de “enterrador” y se enseñoreaba en lo digital a base de bronca. Y en otro movimiento de gran curiosidad sociológica: las protestas de lo que se llamó “cayetanos” en la calle Núñez de Balboa. Allí, en el madrileño barrio de Salamanca, tradicional feudo de los ricos de España, se manifestaban los vecinos con no menos banderas y al ritmo de las cacerolas pidiendo “libertad”. De pronto, la anterior solidaridad interclasista y apolítica se rompió: salir a aplaudir a los sanitarios era de izquierdas, salir a aporrear la cacerola era de derechas. Las dos Españas florecían de forma inevitable en los balcones.
El otro gran movimiento popular e internético/callejero ha sido el de los negacionistas y los conspiranoicos. Este grupo social era diverso y se jactaba de estar “despierto” en vez de “dormido”, de “investigar” las cosas y no tragarse el “discurso oficial”, aunque, mayormente, esas investigaciones no pasasen la profundidad de tres clicks consecutivos en YouTube, de meter la cabeza en el algoritmo polarizador que llaman “el agujero del conejo”, donde la razón se ensucia con las teorías mas estrafalarias.
En la concentración de la plaza Colón, en Madrid, donde la liaron parada y ni siquiera se presentó el inopinado gurú Miguel Bosé (“Yo soy la resistencia”, dijo en redes), se hacía evidente su gran diversidad: desde los que negaban la existencia del virus a los que creían en una conspiración mundial organizada por Bill Gates, los masones, George Soros y el club Bildeberg, o los partidarios de la teoría del virus chino-comunista (con la que coqueteaba Donald Trump). “El conocimiento te hace soberano”, decía la camiseta de uno. También los que aprovechaban la coyuntura, como un grupo de drags queens, o algo así, que pedía la vuelta de la nightlife a la ciudad, la única postura respetable de todas.
La nueva normalidad
La nueva normalidad ha sido nueva pero no muy normal. Se fueron los jabalíes que habían vuelto a tomar la periferia de algunas ciudades, se dejaron de oír los trinos de los pájaros y los ciudadanos volvieron a pisar las calles con la ansiedad de coger sitio en una terraza. Se demostró que no sabemos utilizar la ciudad si no es con la coartada de ir al trabajo, de shopping o de cañas: había quien nunca había paseado sin objetivo, por el mero gusto de pasear. Algunos colectivos antes invisibilizados, como los maniquíes o los osos gigantes de peluche, ahora conviven en igualdad de condiciones con los humanos, haciendo hueco en las plateas de los teatros y en las mesas de los restaurantes, comiéndose las gotículas por nosotros.
La sensación que domina hoy el país es de incertidumbre y temporalidad, todo es provisional y nadie puede o quiere hacer planes a largo plazo. Los gobernantes estatales y autonómicos andan como despistados, erráticos, mosqueando a los científicos, cuyas asociaciones han denunciado de forma insistente el poco caso que les hacen, y lidiando con los mil y un sectores que piden ayudas mediante performances de medio pelo porque su negocio se va a pique. La gente pierde sus trabajos, sus casas, las asociaciones del ramo alertan del crecimiento inminente de la pobreza extrema, la exclusión social, el sinhogarismo.
Los números de fallecidos por la pandemia sigue siendo alta, pero la cifra de muertos parece haber perdido su capacidad de asombrar e incluso de asustar: los seres humanos nos acostumbramos rápido incluso a las mayores tragedias. Con la llegada acelerada, casi milagrosa, de las vacunas hay quien alberga esperanzas de que todo vuelva a su cauce con premura. Otros señalan que estas navidades no se deberían estar celebrando y que lo importante es salvar las navidades que vienen. Existe la sensación de que con el fin del año 2020 todo lo malo se acaba y las cosas solo pueden mejorar. “No es el principio ni el fin, pero es el principio del fin”, en palabras del ministro Illa. Pero nada asegura que 2021 vaya a ser un buen año. Lo que es seguro es que veremos cosas tan raras, o más, que en este aciago y bizarro 2020.
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