“Ya no me afeito”, “visto de colores claros” y “uso camisetas viejas”: cómo ser padre cambió mi forma de estar en el mundo
Tener un bebé cambia la vida a todos los niveles: no solo los viajes o la vida social se vuelven más complicados, sino que lo inmediato y cotidiano como comer, vestir, leer o ver series también se transforma por completo

El ser humano es ese animal fascinante capaz de asumir las consecuencias sísmicas de la paternidad sobre una rutina más o menos hecha. Y una vez ejecuta la procreación y de manera nada imprevisible ve su vida puesta del revés, tiene la indecencia de quejarse y de decirle a todo aquel que quiera escucharle, esté o no predispuesto al ítem conversacional bebés, que tener hijos “te cambia mucho la vida.” Ese ser humano soy yo, escribiendo estas líneas bajo el gorjeo musical de un lactante de tres meses.
Pero es que tener hijos, en efecto, te cambia mucho la vida. Y aunque todo el mundo espera que la paternidad traiga consecuencias sobre la vida social, sobre irse de copas o viajar en vacaciones, no siempre asumimos que la llegada de un bebé puede cambiar lo más cotidiano e inmediato: tu forma de vestir, tus rutinas de higiene, tu alimentación y tus hábitos de lectura.
El chándal ineludible: nulla aesthetica sine ethica
Lucía tiene 37 años y es profesora de Filosofía en un instituto público de Madrid. Quizá por deformación profesional, ha decidido tomarse con calma y cierta distancia socrática la influencia en su outfit del niño que dio a luz hace cuatro meses. “Desde el embarazo, sufro una crisis de armario. Cada etapa implica un cambio en el cuerpo y en la talla. Tengo toda la ropa de cuando estaba buena guardada en bolsas para ver si vuelvo a estarlo alguna vez”, confiesa. Su ética de la resignación frente al armario se extiende también a la colorimetría: “Yo ahora sólo me fijo en que los colores no destiñan con los vómitos radioactivos. El negro lo destituí para dar paso al beige, al gris, y a los colores claritos, que camuflen las regurgitaciones”.

Regurgitaciones. La espada de Damocles de la palabra con r pende sobre la cabeza de cualquier padre. El dandy que sólo se ponía el pijama cinco minutos antes de ir a dormir y era capaz de lucir camisa de seda mientras cocinaba o pasaba la fregona aprende la utilidad de desempolvar camisetas promocionales durante el bullicio doméstico en cuanto se convierte en padre.
“Lo raro, lo ofensivo incluso, sería traer un niño al mundo y que tu vida siguiera igual”
Gabriela, madre de dos niños, coincide en la claudicación textil, en su caso para sumergirse en el concepto abisal de la confy mom. “La vestimenta cambia muchísimo. Si ya antes te dabas cuenta de que los vaqueros eran un poco incómodos y te preguntabas: ¿por qué me tengo que poner esta prenda?, cuando eres madre tiras de ropa elástica que te permita echarte a correr y tirarte al suelo. El mundo de la falda y las medias y las cosas bonitas pero incómodas queda atrás”. La lactancia es otro de los factores que abren la puerta a nuevos estilismos. “Para las mujeres, el gran melón es buscar ropa cómoda con la que dar el pecho. Necesitas sacarte los pechos en cualquier situación y no puedes vestir cualquier cosa. Toda mi ropa está adaptada a eso”.

El cuerpo femenino no es el único sensible a los cambios de talla en este proceso. La obligada reclusión de los primeros compases de vida de un lactante, sumada a la ansiedad del primerizo, puede derivar igualmente en visitas tan frecuentes como furiosas a la nevera. “Mi mujer dice que he engordado bastante. Y mis pantalones también”, admite Adrián, de 35 años. Deportista nato, trabaja como monitor en un gimnasio, pero desde que su hijo nació el pasado mayo se ha pasado a la experiencia deportiva vicaria. “Cuando el niño duerme, necesito estar entretenido con algo que haga poco ruido y no moleste. Ahora consumo muchas más horas de móvil que antes. Lo pongo sin sonido y me empapo de videos de Instagram de descensos en bici, algo que ahora puedo hacer menos porque soy papá”.
Un bebé como filtro para el FOMO
Adrián ha pasado de consumir poco contenido a través de pantallas a buscar ahí un refugio. Su caso no es, sin embargo, el más habitual. “Antes mi pareja y yo veíamos series de plataformas sin filtro. Ahora no vemos absolutamente nada porque estamos reventados. La maternidad y la paternidad te arrasan con el cansancio. No te da la cabeza para Netflix”, dice Gabriela. Lucía coincide. “En el caso de los audiovisuales, solo podemos ver cosas muy cortas”. Su pareja, Xacobe, explica que se ven limitados por la labilidad de ese interregno quebradizo que va desde que el niño se duerme hasta que hace sonar la primera alarma nocturna de querer teta, brazos o simple atención: “A veces te planteas ver algo, pero tienes que esperar a que el niño esté en la cuna. Y para entonces, en tu cabeza se dibuja una balanza: en un lado está ver una película y en la otra está dormir. Y casi siempre gana dormir”.
“Cuando el niño duerme, necesito estar entretenido con algo que haga poco ruido y no moleste. Ahora consumo muchas más horas de móvil que antes”
El caso de Andrea, valenciana de 34 años, es especial, porque ni ella ni su marido son padres, sino que hace siete meses acogieron a un menor de casi dos años de edad. Si la vida te da un vuelco cuando traes al mundo a un ser microscópico cuyo contacto con la realidad extrauterina puedes acompañar desde el primer segundo, cuando tras un laberíntico proceso de adiestramiento burocrático de la mano de Servicios Sociales pasas a dar hogar temporalmente a un niño que habla y camina en casa, el terremoto alcanza cotas desconocidas en la escala Ritcher del qué ha pasado aquí. “Nos quitamos todas las plataformas que teníamos y a cambio contratamos Disney+, descubriendo así lo difícil que es mantener unos principios, antisionistas en este caso [la compañía está señalada por el movimiento BDS], cuando interfieren en la felicidad de un niño. Pero si nos quitamos las plataformas no fue tanto por el gasto, ya que se recibe una ayuda económica mensual cuando acoges, como por la desaparición del tiempo para poder ver nada en ellas”.

En estos siete meses de acogida no han visto ni una sola película en casa cuya clasificación no sea de +0 años. “La parte positiva es que he superado el FOMO de no estar al día de absolutamente todo y pienso que las series y películas realmente buenas perdurarán en la conversación y en las recomendaciones una vez el niño se haya ido con su familia de origen o adoptiva, así que me estoy quitando la morralla elevada por el hype. La maternidad como filtro de calidad audiovisual”, resume Andrea.
Higiene en declive
Otra consecuencia de la crianza que no suele venir en los manuales es la transformación de los padres en seres harapientos. “Mi higiene personal ha variado muchísimo”, revela Lucía. “Lo de lavarme los dientes tres veces al día se acabó. Me los lavo dos veces si tengo un día bueno. Y si no, una vez antes de irme a la cama. Y la ducha diaria es imposible. Como mínimo, hay un día a la semana en el que no me ducho”. Su marido, Xacobe, tampoco es capaz de seguir el ritmo: “Ya no me paro a recortar la barba como hacía antes, sino que la dejo evolucionar a una fase greñuda”.
Lucía no ha encontrado tiempo para cortarse el pelo desde que dio a luz. A cambio, la naturaleza ha decidido arrancárselo de manera natural, pues no deja de recoger mechones en el filtro de la ducha. A Gabriela también se le cayó el pelo durante el postparto a jirones. “Todas pasamos por un saneamiento en el que decimos: antes de quedarme calva, me corto la mitad de la melena o me cambio el pelo a un estilo cómodo. No tanto por los famosos tirones que dan los niños, sino por verte un poco favorecida y por la comodidad. En las primerizas, lo más común es cortarse el pelo por debajo de la oreja”.

La higiene doméstica va a la par que la humana en las casas de los padres primerizos. “La limpieza es lo peor, la casa da asco, si para limpiar los baños necesito una hora y el niño demanda atención cada quince minutos, pues claro, no se puede, y el fin de semana, que puedes disfrutar un poco, pues no te apetece”, se justifica Adrián. Lucía y Xacobe, por su parte, han decidido buscar “ayuda externa” por primera vez en su vida para mantener su piso en un estado decente. “Tras la llegada del bebé, se ha juntado que nos resulta imposible tener la casa limpia con que nos sentimos responsables de la limpieza de una forma nueva. Si no hay niños en casa, puedes tolerar cierto nivel de suciedad, pero cuando tienes un hijo te saltan todas las alarmas. De ahí que hayamos buscado ayuda”.
Comer, beber, amar y gastar
Otro de los cepos invisibles de la crianza te atrapa a la hora de comer. La sobreabundancia de literatura y cháchara podcastera sobre la alimentación de los bebés y sus circunstancias opaca a menudo el invisible drama de la alimentación de los padres, abreviado en la necesidad de escoger entre dos escaseces: la monetaria y la temporal. Ni tienes tiempo para cocinar como cocinabas antes ni te atreves a gastar en comida a domicilio por miedo a comerte el futuro de tu hijo. “Tener un hijo es carísimo, sobre todo si te metes en todas las modas. Nosotros antes pedíamos comida una o dos veces a la semana: peli, manta, sushi y una buena botella de vino. Ahora, ni de coña. Muy puntualmente. No sólo por el tema económico, sino porque tus hábitos de cocina cambian radicalmente”, cuenta Gabriela. El proceso de diseñar los menús en su cabeza ha abandonado cualquier posibilidad de improvisación. “De repente tienes que pensar en dar de comer a dos personas más, que sea todo saludable, equilibrado, al mediodía, a la cena, a las ciento cincuenta meriendas que toman los niños a lo largo del día, porque siempre tienen hambre… ¿Qué pasa? Que las madres y los padres al final lo que comemos son restos. La vida es un resto de comida”.

Uxía, madre de una niña de un año, tiene una visión menos apocalíptica. “Me sorprendió lo poco que se gasta al tener un bebé el primer año de vida, por lo menos en el lugar en el que vivo, una ciudad pequeña. Las escuelas infantiles son gratuitas. Si haces lactancia exclusiva no tienes que comprar fórmula. Casi toda la ropa, juguetes y accesorios son prestados”, expone, aunque admite que, en términos económicos, ahora piensa más en el largo plazo. “Empecé a hacer algo que en mi vida habría imaginado: recibir educación financiera”. El testimonio de Uxía rompe muchos de los prejuicios con los que a menudo los padres quejicosos empantanamos nuestra propia felicidad. Porque sí, un bebé trae cambios; pero ¿por qué nos cuesta hablar de los cambios positivos, de los descubrimientos? “Tengo un entorno de amigos y familiares muy acogedor con los bebés, incluso los que no tienen hijos. Los amigos cercanos tienen hijos de edades parecidas y los que no los tienen se adaptan a quedar por la tarde. Me gusta llevar a mi hija a todas partes siempre que puedo: recados, reuniones, viajes. Intento no renunciar a demasiadas cosas e incluirla a ella. Antes de tener un bebé pensaba que no eran bien recibidos en ciertos sitios pero hasta ahora mi experiencia es muy positiva: todo el mundo se alegra de ver a un bebé. Creo que a veces somos un poco paranoicos pensando que nuestros bebés pueden molestar a la gente, pero estando embarazada y siendo madre noté una calidez y un trato superamable hacia mí”.

Los padres, en fin, somos quejicas por naturaleza. El único gimoteo más insoportable que el de un bebé es el nuestro. Todos los cambios nos parecen puñaladas en nuestra identidad. Y por más que tratemos de mentalizarnos, el camino del padre primerizo está sembrado de sorpresas puntiagudas, algunas materiales, en forma de minas de juguetes, y otras metafóricas, en forma de cambios tan minúsculos como vertebradores de un estilo de vida reconocible. Lo raro –lo ofensivo incluso– sería traer un niño al mundo y que tu vida siguiera igual. ¿Pero qué otra manera de demostrarles a nuestros hijos, años después, cuando sean grandes, la irracionalidad vocacional del amor, las cuotas de indignidad a las que el ser humano está abocado a cambio de trascender su legado, que enseñarles un viejo artículo publicado en la prensa nacional en el que un coro de padres asustados se juntó para lamentar que el heroico precio a pagar fue no comer tanto sushi, vestir camisetas feas y ver menos Netflix? Para ellos queda.
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