El enigma Sade: seis discos en 40 años y una turbulenta época en Madrid
El debut de Sade, ‘Diamond life’, cumple cuatro décadas mientras la artista mantiene intacta su influencia sobre artistas de todas las edades y no cesan los rumores sobre un regreso a la música
Sade Adu es una figura misteriosa que siempre huyó de los focos, un icono de la moda que odia la fama y una cantante que no pretendía serlo. Ha vivido larguísimas etapas de silencio creativo. Una voz de terciopelo y seda que escondía vivencias abruptas. La suya, sin ir más lejos, es una biografía con todos los ingredientes para convertirla en una película. Y precisamente porque no se ha hecho una película ni se ha hablado demasiado de ella, es más magnética.
Nació en Ibadan (Nigeria) en 1959 con el hombre de Helen Folasade Adu. Su padre era economista. En uno de sus viajes a Londres, conoció a una enfermera británica y se casaron. Cuando Sade tenía cuatro años, sus padres se separaron y ella se trasladó con su madre a Colchester (Reino Unido). A finales de los años setenta estudió moda en la célebre Saint Martins, en Londres, y comenzó a hacerse un pequeño hueco como diseñadora y modelo. Pero la música se interpuso en su camino, “por accidente”, como declaró ella a The New York Times. “Conocí a gente en la escena de clubes de Londres, un día me preguntaron si quería cantar en un grupo y decidí probar. No tenía ningún tipo de formación académica y, de hecho, sigo viendo más la música como consumidora que como artista”.
En 1980 se incorporó como corista a Arriva, un grupo de funk latino, y en 1981 pasó a formar parte de Pride. Aquellla era una banda de ocho miembros con cantante masculino y un funcionamiento un tanto peculiar. Tocaban mucho por Londres y, en un momento dado, su mánager les propuso a ella y al guitarra y saxofonista Stuart Matthewman que preparasen un proyecto paralelo para telonear al grupo principal. Sade empezó a componer, y en aquellos conciertos de apertura, el público pudo escuchar por primera vez futuros éxitos como Smooth Operator. “Todo el mundo alucinó inmediatamente con Sade por su aspecto y el modo en que sonábamos. En aquel momento, no había nada que se pareciese remotamente a aquello, todo era muy simple y muy desnudo. Empezó a aparecer un montón de gente interesada en ella y en aquel sonido, más que en la banda principal”, recordaba el guitarra hace unos años en una charla para la Red Bull Academy.
Con Sade y Matthewman se quedaron el bajista Paul Denman, el batería Paul Cooke y el teclista Andrew Hale. El mánager y productor Robin Millar decidió grabarles una maqueta, la movió entre las discográficas y todas la rechazaron al principio. Sus canciones, aducían, eran muy largas y sonaban muy jazz en una época dominada por el technopop y los Nuevos Románticos. No era lo que se llevaba. Sade salía entonces con el periodista Robert Elms, que trabajaba en la revista de tendencias The Face. Este les puso las canciones a sus compañeros de redacción y, acto seguido, le dieron una portada.
Su mánager organizó un concierto en la sala Heaven, invitó a todos los periodistas que pudo, y un millar de personas se quedó en la puerta sin entrada. Al día siguiente, todas las grandes discográficas la querían fichar. Algunas entonaban cantos de sirena y se ofrecían a llevarla a EE UU a grabar con Quincy Jones, pero la cantante tenía una idea muy clara de hacia dónde quería llevar su proyecto. Sade no era solo ella, era una banda, y conminó a Epic (el sello que se llevó el gato al agua) a que, en el contrato, estuviesen también sus cuatro compañeros.
Con esa formación grabaron el primer álbum de Sade. Diamond Life apareció el 16 de julio de 1984 y fue un bombazo: vendió diez millones de discos en todo el mundo y se convirtió en el álbum de debut más vendido de la historia a cargo de una vocalista británica (el récord duró 24 años, hasta que se lo arrebató Adele). Eso sí, la entrada en el mercado estadounidense le costó un poco más. En Epic no sabían muy bien cómo venderlo, hasta que decidieron comenzar por las cadenas más especializadas en música negra. En la portada de la edición americana, que se publicó en 1985, incluyeron junto al nombre de la cantante su pronunciación correcta (”sha-day”) para evitar confusiones con el marqués de Sade.
Diamond Life sonaba a lujo, pero lo cierto es que la de Sade en aquel momento no era, precisamente, una vida de diamantes. Ella residía junto a Elms en un viejo parque de bomberos reconvertido, sin calefacción, y con el baño en la escalera de incendios. De hecho, uno de los temas de aquel primer álbum, When Am I Going To Make A Living, la compuso en la parte de atrás de un resguardado de la lavandería mientras esperaba a que su ropa saliera de la lavadora.
“Muchas de mis letras son pequeñas historias sobre mis experiencias y las de mis amigos”, declaró en 1985 a The New York Times. “Todos esos clichés de la sofisticación glamurosa tienen poco atractivo para mí. ¿Quiero vivir la versión británica de la serie Dinastía? ¡No, gracias!”. “La palabra sofisticado me hace pensar en algo artificial. Si se considera que es algo deslumbrante, entonces no me apunto”, le contaba a Mingus B. Formentor en su entrevista para EL PAÍS en 1986. “Ignoro qué razones han llevado a contemplarme como una figura de cóctel, vestida de noche con un lujoso traje”.
“Lo sucedido con Diamond Life supuso un auténtico shock para mí, especialmente porque yo nunca había soñado con la fama, e inmediatamente pensé que no quería volver a grabar otro disco”, le confesó a Agustín Gómez Cascales en la revista Shangay en el año 2000. “No se me ocurría nada peor que volver a pasar por aquello, no me apetecía convertirme en una figura pública a niveles tan masivos. Nunca me gustó ser famosa”, añadía. “Pensar que el periodo de éxito de Diamond Life coincidió con una de las etapas más tristes de mi vida me da un poco de pena, pero tengo muy claro que hay una parte de este negocio que me encanta y otra que no soporto”.
Aparte de aquel súbito ascenso a la fama para la que ella no se consideraba preparada, lo cierto es que no todas las críticas de sus canciones y conciertos fueron positivas. Muchas se enfocaron desde el prisma de la sospecha, como si solo fuera un producto de moda, o la acusaron de falta de sustancia, de ser algo supuestamente superficial o de una excesiva gelidez en su puesta en escena. Pero lo cierto es que su influencia fue también importante y propulsó un cambio de tendencia en el pop del momento, abriendo el camino para toda una escena de neo soul y el denominado sofistipop. Fue en esa época cuando conquistó los corazones de futuros músicos de todo el mundo. Uno de ellos era un joven Miqui Puig.
“Yo en los años ochenta era un devoto de los gabanes y ese jazz cool que practicaba gente como Everything But The Girl o Working Week (grupos también producidos por Robin Millar). Sade además era de una belleza extraña que te atraía. Ella era más comercial para los auténticos, pero mi amor y devoción nació allí, en aquellos años de hombreras y solos de saxo”, recuerda el músico, para quien la anglo-nigeriana fue una influencia clave. “Para mí Sade es el icono, los jóvenes británicos que me hicieron lo que soy. Y musicalmente es elegancia extrema, soft sin almíbar y sobre todo una manera muy británica de entender el soul. En Sade reconozco el reggaelovers, el UK soul, el clubbing… todo”. De su álbum de debut, Puig valora el hecho de que “así como el abuso de algunos aspectos más sintéticos de aquella época a veces son un lastre en el envejecimiento de mis discos favoritos, Diamond Life y ese sonido más orgánico y cálido le sigue sentando muy bien”.
No es su mejor álbum, según el que fuera líder de Los Sencillos. “Mi favorito de su carrera es Love Deluxe (1992), pero Sade es un poco como Neneh Cherry: siempre acierta. Sin olvidar que la banda es quizá un núcleo pétreo de pulsión y encaje con la figura de Adu”, sentencia.
Sus años en Madrid, entre la discreción y la turbulencia
Convertida ya en una estrella internacional, Sade no tardó en grabar su segundo álbum. Promise se publicó en 1985. Para él rodó tres videoclips que contaron como asistente de dirección con Carlos Scola Pliego, un madrileño que por entonces se estaba haciendo un camino en la industria audiovisual. La cantante no llevó nada bien la extenuante gira que acompañó al disco, ni su creciente popularidad ni, peor todavía, la muerte de su padre, así que decidió marcharse de Inglaterra y buscar un exilio tranquilo en la capital de España. Allí se reencontró con Scola y se enamoraron locamente. El madrileño acompañó a Sade durante las sesiones de grabación en Francia de su tercer álbum, Stronger Than Pride (1988) y contrajeron matrimonio (“en un castillo español”, según informaba la prensa británica de la época, sin ofrecer más detalles) en octubre de 1989.
Como ya se contó en esta pieza de ICON, “su carácter discreto no ha dejado muchos datos sobre su vida en la capital, pero de la época quedan aún los datos de que se habría comprado un piso cerca del parque del Retiro y que sería habitual verla por allí paseando a su perro”. Por las redes circula una foto de la pareja caminando feliz -ella portando una bolsa de El Corte Inglés-, y también hay testimonios de personas cercanas a la industria que la solían ver por discotecas de moda como Pachá.
Pero lo cierto es que su matrimonio no fue precisamente un camino de rosas. Solo llevaban un año casados cuando ella, literalmente, huyó a Londres. “Fue una situación muy triste. Me tuve que marchar muy rápidamente, con una maleta muy pequeña. Tuvieron que pasar cinco años para que dejara de ser algo que afectara a mi forma de sentir”, declararía ella a la revista The Fader años después. El divorcio no se firmó hasta 1995. Nunca trascendieron los detalles del mismo, y ninguno de ellos dos hizo nunca una declaración pública detallando lo que había sucedido, pero sí es cierto que la artista quedó tocada. Desde entonces, sus lanzamientos han sido cada vez más espaciados, y sus entrevistas más escasas. En 2000 entregó Lovers Rock y, en 2010, Soldier Of Love, su último álbum hasta la fecha.
¿Un regreso?
En los últimos catorce años, han ido surgiendo rumores cada cierto tiempo sobre un nuevo álbum y gira de Sade. Esta llegó a entregar un par de temas nuevos por sorpresa, como Flower Of The Universe, para la película Un pliegue en el tiempo, de Ava DuVernay, y The Big Unknown para Viudas, de Steve McQueen. Ambas canciones aparecieron en 2018, el mismo año en que Stuart Matthewman declaró que estaban componiendo con calma de cara a un próximo disco. Nada más se supo hasta que, en 2022, Brad Pitt y el productor francés Damien Quintard ofrecieron una entrevista a la revista Billboard promocionando la nueva etapa de los míticos estudios Miraval, con cuya propiedad se había hecho el actor estadounidense. Allí revelaron que la primera artista que había grabado tras la reforma de ese espacio había sido Sade. Desde entonces hasta hoy, ninguna noticia.
Lo que sí se puede certificar es que, en estos años de silencio, el culto a Sade ha crecido bastante, su influencia ha sido reconocida por infinidad de artistas de todo pelaje, desde el rap (Kanye West) al avant rock (Sonic Youth) o el nu metal (Deftones). Es el suyo un estatus similar al de Kate Bush, de quien todo el mundo espera también fervientemente un regreso, aunque lo cierto es que Sade no ha tenido un revival mediático tan fuerte como el experimentado por la autora de Running Up That Hill gracias a la serie Stranger Things.
“Creo que su figura hoy está en Solange, en Erika de Casier y otras muchas”, afirma Miqui Puig. “Grandes canciones y mucho misterio. Su vida en Madrid, su influencia en Robert Elms, todo eso me encanta como leyenda y, ¡qué caray!, prefiero la vida discreta y la dignidad en la madurez. Yo no acudo a comebacks por el miedo a la decepción, pero uno de Sade pinta que sería distinto, lo demuestra su carrera comedida, esa que evita la decadencia y la parodia. Los temas espaciados en bandas sonoras son más que correctos, me sacian. Pero, con ese inapelable legado, tampoco pasaría nada si no vuelve. Cada día un joven puede descubrir su música, y eso sí que lo envidio”, concluye el músico catalán.
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