Chris Offutt: “El 90% de los escritores norteamericanos no saben lo que es alistarte a los 17 en el ejército para tener tres comidas al día”
El escritor, que publica ‘La ley de los cerros’, carga contra la forma en que su país ignora el lugar de donde viene y contra aquello que la literatura margina: a quienes crecen en la clase de sitios en los que él creció
Lleva una enorme piedra colgada del cuello. Es una piedra grisácea con un agujero. Fue así como se la encontró. “Ya tenía el agujero. Lo único que hice fue buscar un cordón y colgármela. Lleva conmigo desde entonces. Entonces yo debía tener siete años. Puede que ocho. Lo único que he hecho en este tiempo ha sido cambiarle el cordón. Así que puede decirse que llevo los cerros literalmente encima siempre”, dice. El que habla es Chris Offutt (Lexington, Kentucky, 65 años), el rey de la grit lit, o literatura del arroyo, el violento y desesperado noir rural de currantes que viven en pueblos pequeños y dolorosamente empobrecidos, descaradamente marginados, a años luz de cualquier tipo de sueño, incluido aquel que debería pertenecerles: el americano. “Crecí preguntándome por qué no había libros que hablasen de los míos, ¿dónde estábamos? ¿Existíamos? Quiero pensar que estoy escribiéndonos para cualquiera que, como yo, se busque y por fin pueda encontrarse”, dice Offutt, y devuelve la piedra a su sitio. Se abrocha la camisa.
De melena abundante y mirada curiosa, a ratos, perdida, a Offutt lo conocimos en España a través de la historia de su padre, Andrew Offutt, el hiperbólico y salvaje, el nada reconocido y múltiple (había al menos 18 autores conviviendo con él, en su despacho atestado de porno, en realidad, en su cabeza) autor de más de 400 novelas. La historia la narró él mismo en Mi padre, el pornógrafo (Malas Tierras). Empezó publicando relatos sobre la vida en tan apartado y maldito rincón del mundo (no se pierdan su debut, Kentucky seco), y acabó dando forma a su propio detective, Mick Hardin, para explorar el lugar, sus injusticias, sus retorcidos encantos, y a sí mismo. “Sí, Mick soy yo. No representa a la gente de allí. Representa a alguien que ha salido de allí, y puede verlo todo desde fuera, pero también lo sigue viendo desde dentro”, dice. No es casual que sea militar. “La carrera militar representa a veces la única salida para un chaval de cierta parte de América. Yo mismo, con otros tres amigos, me alisté a los 17. Ninguno de nosotros llegó demasiado lejos. Yo ni siquiera pasé la prueba física”, confiesa.
No está en los Apalaches el día de febrero en que tiene lugar esta entrevista, sino sentado a una mesa, en el hall de un hotel, en Barcelona. De Barcelona dice que es una ciudad “sofisticada y preciosa” pero también que “sabe de dónde viene”. “Es curioso, la gente aquí parece tener muy claro de dónde viene. Todos saben que hay alguien en su familia que salió de un pueblo como el mío. En Estados Unidos no ocurre eso. Estados Unidos ignora su pasado, porque la clase social es lo único que importa. Cuando llegas alto, olvidas de dónde vienes. No quieres que nada te toque”, asegura. Opina que la visión que tenemos de su país es la que dan los escritores de clase media. Una clase media alta. Los que tienen red. Los que saben que, por mal que les vaya la cosa, si levantan un teléfono, alguien les presta dinero y su vida continúa. “El 90% de los escritores norteamericanos son ese tipo de gente. No tienen ni idea de lo que es alistarte a los 17 pensando que al menos en el ejército tendrás tres comidas al día y una cama”, dice.
“Voy al bosque y me tumbo en el suelo y espero a quedarme dormido, y duermo, un rato, para despertarme, y observar el milagro, los árboles, los pájaros”
La ley de los cerros (Sajalín) es la más reciente entrega de la vida de Mick Hardin, porque sí, las novelas protagonizadas por Hardin son noirs —”en realidad, es curioso lo del noir porque nada nunca es tan simple, nada es en blanco y negro, me gusta pensar que mis novelas exploran los grises”, apostilla—, pero también son un continuará de la vida de su protagonista, que aquí vuelve, por unos días, a su Kentucky natal antes de irse lejos —a Córcega— después de haber dejado el ejército. Allí se reencuentra con su hermana Linda, la sheriff del condado. “Me gusta la idea de que sean hermanos. Normalmente al poli líder le acompaña otro poli tío menor o algo así, y si es una mujer, nunca es su hermana, sino alguien a quien puede dejar de ver si las cosas van mal. Pero ¿qué pasa cuando tienes que llevarte bien con alguien porque es familia?”, se pregunta. Hardin es una versión de sí mismo, y si está solo es porque él también lo está. “Los escritores pasamos el 80% de nuestras vidas delante de una página, completamente solos”, dice.
Y, sin embargo, no querría no estarlo. “Me gusta la idea de que, cuando escribo, abro una puerta y vuelvo a ese lugar. Todos mis problemas desaparecen mientras escribo. Y vuelvo ahí. Cada vez. A mi idea de los cerros”. Así llama a su pueblo, en Kentucky, donde aún, de vez en cuando, visita la casa en la que creció. La última vez que lo hizo se topó con un amigo que acababa de salir de la cárcel —”esa clase de cosas ocurren allí”— y le gritó: “¡Pensé que tu padre había vuelto de entre los muertos! ¡Eres idéntico a él!”. Cuando viaja escribiendo nada parecido le ocurre, aunque podría ocurrirle a Mick Hardin. ¿Y su obsesión con los bosques? Mick Hardin tiende a tumbarse en mitad del bosque, y dormir, sin más, allí. “Yo también lo hago”, confiesa. “Voy a contarte algo que no le he dicho nunca a nadie”, dice a continuación, y traga saliva. “Voy al bosque y me tumbo en el suelo y espero a quedarme dormido, y duermo, un rato, para despertarme, y observar el milagro, los árboles, los pájaros”, dice.
Se emociona al decirlo. Se enjuga una lágrima antes de continuar. “La idea del mundo me parece mágica. Estamos aquí, y es todo tan hermoso. No hay nada como despertar en mitad del bosque y, en ese momento en el que aún estás preguntándote qué pasa, quién eres, ser bañado por un rayo de sol, o el sonido de los árboles. Oír a los pájaros cantar”, insiste. Le encantan los pájaros. Tiene con ellos una relación especial, dice. A veces no hace otra cosa que caminar por entre los árboles para encontrárselos. Allí, en algún lugar del condado de Lafayette, en Misisipi, donde ahora vive, lejos ya de los cerros pero cerca igualmente del bosque. “Me siento en paz ahí dentro”, asegura el tipo que se hizo escritor después de leer Harriet the Spy, el clásico infantil de la infatigable Louise Fitzhugh. “Oh, sí, después de leerlo, empecé a llevar una libreta encima, como la protagonista, para anotar cosas”, confiesa, y, divertido, se saca de un bolsillo una pequeña libreta y un bolígrafo. “Lo sigo haciendo”, dice, y sonríe.
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