Crónica de una reunión de antiguos alumnos: algo supuestamente terrorífico que ya deseo volver a hacer
Si la ficción se encargado de enseñarnos que reencontrarnos con amigos y viejos amores del instituto no trae más que desgracias, esta crónica en primera persona llega para desmentir todo lo que creíamos
“Eva, están organizando un encuentro de nuestra promoción de COU. No sé si te interesa”, leo en un mensaje que aparece así, sin anestesia, en mi móvil. “¿Promoción de COU?” Estamos hablando de hace 30 años. Me suena tan lejano como si me sugiriesen asistir a una reunión de veteranos de la Segunda Guerra Mundial. Apenas recuerdo haber ido al instituto, aunque en un cajón de un mueble de castaño macizo del salón de la casa paterna hay un libro azul con un sello del Ministerio de Educación que lo certifica. La primera reacción es el rechazo. ¿Qué se me ha perdido a mí allí? Con los amigos de la época tengo un trato fluido y si no tengo trato con los demás por algo será. ¿Acaso no tengo nada mejor qué hacer un sábado por la noche? Lo cierto es que no, más allá de zapear entre plataformas para acabar viendo reposiciones de Mentes criminales. Hay otra cuestión tan aterradora que ni siquiera me atrevo a verbalizar: ¿y si nadie se acuerda de mí?
Intento dejar la propuesta en barbecho mental, pero empiezo a sentir síntomas de esa afección que ocasiona tantos disgustos en la vida adulta y cuyo nombre científico es picor de niki. Me obligo a analizar pros y contras. Lo negativo: aburrirme, sentirme desplazada, nunca he sido demasiado sociable, para qué someterme a algo que más que a diversión suena a tortura y además en una ciudad que ya me resulta ajena. Lo negativísimo: verme atrapada en largas disertaciones sobre hijos, hipotecas, oposiciones o derramas, los cuatro jinetes del Apocalipsis conversacional, y carecer de opinión alguna al respecto porque no todos hemos elegido el mismo carril.
También hay pros: desde que un pangolín nos privó de un día para otro del placer de acodarnos en un barra de bar a nuestro libre albedrío me lo pienso dos veces antes de renunciar a un plan y, lo más importante, me apetece comprobar qué aspecto tendrá ahora mi amor platónico del instituto, un término mucho más elegante y ajustado que crush, dónde va a parar. La persona cuya mera presencia hacía más llevadero levantarse cada mañana para declinar en latín o calcular límites que tendían a infinito.
Como entrar en el grupo de Whatsapp no implicaba ningún compromiso y me permitiría otear el ambiente, solicité acceso. Error. Los grupos de más de cien personas deberían incluir la advertencia que Dante se encontró a las puertas del infierno: Abandonar toda esperanza quienes aquí entráis. Tardé en acomodarme al ritmo de saludos y conversaciones cruzadas, pero acabé sumándome con fervor para desespero de la organización, que frenaba nuestra verborrea con más efectividad que el miembro más adusto del claustro. El grupo tiene un carácter informativo, recordaban, no son las escaleras en las que nos sentábamos a cotorrear y compartir los Luckys sueltos que comprábamos en el kiosko. Solución: crear chats alternativos en los que desfogar un interés por aquellos tiempos que hace una semana desconocía sentir. Tanto, que me sorprendí a mi misma pidiendo cita en la peluquería para estar resplandeciente ante personas que unos días antes ni habría saludado en la calle. Dejarse de piedra a una misma a estas alturas también merece figurar en la lista de pros.
Me explican bien el asunto. El encuentro, organizado con esmero por tres excompañeras tan eficaces que les habría confiado la gestión de la pandemia, consiste en una visita al instituto y una espicha, celebración típica asturiana que incluye mucha sidra y mesas rebosantes de chorizo, empanadas, calamares, cualquier cosa a la que se le pueda añadir queso Cabrales y tortilla de patata. Suspiro leyendo el menú, es una mala noche para ser vegetariana. No hay dietas especiales ni se reclaman, tan sólo una persona manifiesta su intolerancia al gluten. En los ochenta no se hablaba de celiaquía ni de alergias alimentarias. Fuimos la generación que sufrió el parche en el ojo, los zapatos ortopédicos, algún corsé metálico y muchos hierros en la boca que entonces se llamaban ortodoncias y no brackets. Tampoco había concepto de LGTB. Estábamos, pero ni éramos ni nadie nos veía como un colectivo, sólo entes sueltos que lo vivíamos cada uno a su manera y siendo nuestros propios referentes.
Las fotos antiguas que empezaron a aparecer en el grupo –casi todas con alguna piedra centenaria de fondo porque las cámaras sólo salían de casa en situaciones especiales como viajes de estudios o visitas culturales– nos descubrieron lo guapos que éramos sin haber sido conscientes de ello. No hay retinol más eficaz que la juventud ni ácido hialurónico que aporte más tersura al rostro que la certeza de que por delante hay más futuro que pasado.
A las siete de la tarde del día D nos congregamos a las puertas del Instituto Bernaldo de Quirós, un palacio del siglo XVII que podría haber sido el escenario de las actividades extraescolares de Hogwarts, un lujo que no valorábamos, al igual que no le dimos la importancia que merecían a las figuras ilustres que impartieron conferencias que entonces ignoramos: Alberti, Torrente Ballester, Cela, Gala… sentí una punzada de arrepentimiento retrospectivo al ver sus retratos en las paredes. La adulta que me habita lamenta haber dedicado tanto tiempo lectivo a los bares anexos y recordar tan poco de lo aprendido entre aquellas paredes. Incluso de materias especialmente odiosas. Si tuviese que torturar a alguien le obligaría a realizar una circunferencia con Rotring y compás. Hércules sólo consideró una hazaña enfrentarse al León de Nemea porque no se examinó de dibujo técnico en BUP.
“Ahora controlan la asistencia, no se puede pirar”, comenta alguien cuyo hijo estudia allí. Me estremezco doblemente por esos pobres niños cautivos y porque estamos –hace mucho tiempo– en la edad de tener vástagos que ya procrastinan de la misma manera etílica que nosotros. Prefiero ignorar la posibilidad de que alguien tenga nietos. Sufro disforia de edad, ese mal que nos hace sentirnos jóvenes sin serlo. Si los cuarenta son los nuevos treinta, en este reencuentro los cincuenta son los viejos quince.
A medida que van llegando todos constato que el tiempo no nos ha tratado tan mal, en algunos casos incluso ha mejorado al adolescente anodino que fuimos. Los amores platónicos quedan exentos de mácula. Aquella por la que tantas veces imité a Michael Caine en Hannah y sus hermanas, haciendo pasar por encuentros casuales con Barbara Hershey lo que eran movimientos estratégicos que habrían admirado al general Rommel, sigue exactamente igual de radiante. Nadie, ni siquiera la lluvia tiene manos tan pequeñas, me gustaría haberle dicho, o cualquiera de las otras cien ocurrencias que he ensayado, pero al igual que hace tres décadas no dije nada. Me limité a no desmayarme al saludarla y fingir que soy una adulta funcional. Tal vez dentro de otros treinta años sea el momento. Si hay un día en el que habría necesitado una copa antes de las copas es este, pero no imagino ningún acontecimiento en el que me resultase más perturbador acabar borracha y llorosa. El alcohol mezcla mal con la nostalgia.
Ya estamos todos. 120 hombres y mujeres alrededor de los cincuenta. No hay rastro de Privata, Bonaventure o Liberto, tampoco de aquellos guardapolvos que en más de una escalera nos hicieron entender lo que era ser una víctima de la moda, literalmente. Hay menos pelo en las cabezas de ellos y menos moldeadores en las de ellas, el tinte gana por goleada a las canas, por mucho que los editoriales de moda se empeñen, sobran dedos en una mano para contar a las que hemos optado por no remar contra la falta de melanina.
Confieso que sólo tenía noticia de las reuniones de alumnos por la ficción y no tardé en constatar que el cine nos ha mentido toda la vida. Romy y Michele se sentían obligadas a fingir que habían inventado el post it para pasar por triunfadoras y la Peggy Sue de Coppola se desvanecía en su fiesta incapaz de sobrellevar su fracaso vital. Pero, Totó, aquí no estamos en Kansas y no nos relacionamos con el éxito y el dinero a la manera anglosajona. A nadie pareció importarle demasiado la vida laboral ajena, no hubo que fabular una existencia glamurosa fácilmente desmontable en Google.
Tampoco se escuchó la gran pregunta: “¿Estás casada?”. Ese cliché que en las comedias románticas sobre reencuentros empuja a tantas mujeres a agenciarse una pareja falsa para cumplir las expectativas de la sociedad. Certifico que una soltera sin compromiso puede campar feliz por una fiesta de cincuentañeros sin sufrir la presión social. Tampoco hay ninguna pandilla de arpías cuestionando modelos de vida que no se ciñan a sus expectativas, ni matones dispuestos a seguir extendiendo su reinado de la humillación. Al contrario, todo el mundo es encantador y parece sinceramente contento de estar allí. Tenemos motivos, estamos vivos y lo suficientemente sanos como para bailar. Y lo más importante: nos han prometido que en toda la noche no sonará reguetón.
Por misántropa que una se perciba, es difícil evitar que permee cierto entusiasmo por haberse reencontrado. Entre esos aparentes desconocidos hay personas que se merecen más de un renglón en la biografía autorizada de cada uno. Como esas amigas que te sujetaron el pelo cuando vomitabas tras un empacho de combinados terroríficos. Para qué tomar una vulgar cerveza si podías echarte al gaznate un Licor 43 con Cointreau o mosto Greip con Marie Brizard –hay dentistas millonarios gracias a la coctelería de los ochenta–. Si la Unesco estuviese centrada en lo importante esa clase de amigas hace tiempo que habrían sido consideradas Patrimonio de la Humanidad.
En una cita así no merece la pena refugiarse en el cinismo, tampoco en la melancolía. Aquí hemos venido a jugar y a vivir la experiencia completa. Resulta inútil esforzarse por evitar el contacto físico o esquivar anécdotas en las que no siempre salimos bien parados. La sucesión de conversaciones casuales sirvió para desbloquear recuerdos, hacer terapia y recordar las personas que fuimos, que no están tan lejos como creemos de las que seguimos siendo. Fue tan fluido y agradable que no pareció un reencuentro tras tres décadas en los que cada uno acumula ya demasiadas capas de decepciones aderezadas con toppings de pequeñas tragedias cotidianas, sino la fiesta final de un curso que se alargó demasiado. A pesar de los temores iniciales no hay nadie que no sea recordado, que no forme parte de alguna historia divertida, vergonzante o ridícula que se ha seguido contando. La percepción real de que todos le importábamos a alguien es tan cálida y reconfortante como el más mullido de los plumíferos.
Al llegar a casa –de día, conste– descubrí algo sorprendente: no había hecho ni una foto. Por primera vez he sido una de esas personas espirituales que disfrutan la vida sin una lente por medio, que viven la experiencia en lugar de documentarla. Me prometo que no volverá a pasar. Otro milagro: en una reunión de más de cien adultos nadie ha hablado de política. No se ha discutido sobre conflictos territoriales, investiduras o los efectos de la inflación sobre el aceite. Admírense. Se han otorgado Premios Princesa de Asturias de la Concordia con menos motivo. Sí hemos bailado mucho, aunque nunca se baila suficiente, y cantado a voz en grito todo el repertorio de la edad de oro del pop español.
Escribía hace unos días Irene Vallejo que cuando una relación se rompe, muere un dialecto. Un duelo que no es exclusivo del amor romántico. Una forma de entenderse forjada tras muchas horas compartiendo pupitre permitió que esa noche de sábado continuásemos conversaciones que se habían interrumpido hacía treinta años. “¿Por qué dejamos de vernos?” es una pregunta retórica que nadie articuló porque todos conocemos la respuesta: la vida es un jardín de senderos que se bifurcan y a cada uno nos ha llevado en una dirección, pero aquellas vivencias compartidas nos vertebraron, nos han hecho las personas que somos, nos han llevado a esa noche, a esa fiesta. A la mañana siguiente, en un grupo con más resaca de emociones que de alcohol, se pide ya otra reunión. Este éxito merece una secuela. El cine lo desaconseja, hay pocas segundas partes que hayan sido buenas, pero si algo hemos aprendido de esa noche es que el cine nos miente.
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