Bólidos, ocultismo y fotografía erótica: dentro de la villa más fascinante de Turín
El polifacético Carlo Mollino tuvo tiempo de hacerlo casi todo, pero escondió en un palacete decorado por él mismo sus mayores secretos
Carlo Mollino (1905-1973), el hombre que decoró la casa que aparece en estas imágenes, raramente sonríe en las fotografías. Moreno, de bigote escueto, está en las antípodas del arquitecto carismático. Sin embargo, el talento de este turinés, que desarrolló su actividad durante las décadas centrales del siglo XX, desbordó los límites de su profesión y se extendió desde el interiorismo al diseño automovilístico, el mobiliario, la literatura, la fotografía, el esquí y el vuelo acrobático.
Si el intelectual italiano suele basar su obra en una tradición estética a la que le es difícil renunciar, Mollino tomó ese punto de partida para crear un modelo ecléctico. La figura paterna marcó su forma de entender la arquitectura. Eugenio Mollino, ingeniero civil, trasmitió a su único hijo una formación técnica que le resultó muy útil. Al mismo tiempo, la importante fortuna familiar le permitió cambiar de rumbo con frecuencia y aceptar solo los proyectos que le interesaban.
La tensión entre una espiritualidad difusa y este rigor técnico recorre toda su obra. En la Casa Mollino, su último proyecto, el arquitecto alquimista vertió un mensaje esotérico en una estructura, casi un jeroglífico, a la que tan solo podría acceder el iniciado. Pero para comprenderla hay que regresar a las raíces de aquel niño que, a los seis años, ya dibujaba secciones de automóviles y cámaras fotográficas. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura y pronto comenzó una colaboración en el estudio paterno a la que nunca renunciaría, como tampoco abandonó la casa familiar. Supo combinar su labor en la construcción con inquietudes que le llevaron más allá de lo arquitectónico. Tras su graduación, escribió Vida de Oberon (1933), a medio camino entre una autobiografía novelada y un manifiesto lírico que defendía una arquitectura poética basada en la imaginación. Era la época de auge del Movimiento Moderno, y Mollino se alejó de su énfasis social. En sus primeros edificios desarrolló formas orgánicas inspiradas en la naturaleza y en la tradición alpina. Sus interiores se nutren también de un surrealismo entendido como arquitectura psicológica, bajo la influencia de artistas como Max Ernst y Dalí.
Durante la guerra, desarrolló un tratado de fotografía y teorizó sobre el esquí. Más tarde se volcó en el diseño automovilístico y se manifestó como un virtuoso del vuelo acrobático. Mientras tanto, en su estudio, a salvo de la mirada inquisitiva de su padre, exploró la figura femenina en fotografías que oscilan entre la pureza formal, el erotismo y la teatralidad.
Tras los grandes proyectos que le consagraron como uno de los artífices del Turín de posguerra –el Teatro Regio y la Cámara de Comercio–, se volcó en lo que denominó El descanso del guerrero, hoy conocido como Casa Mollino. La pérdida del eje vital que supuso el fallecimiento de su padre y la ausencia de una familia propia –nunca se casó– le llevaron a deslizarse progresivamente hacia la idea de la muerte.
En 1960 inició la reforma del interior de la planta noble de un palacete afrancesado con vistas al río Po. Mantuvo el proyecto en secreto. Tan solo algunos amigos cercanos conocían su existencia. El espacio fue concebido como un objeto simbólico, no destinado a ser compartido. Bajo una apariencia burguesa, el arquitecto dedicó ocho años a dar forma a un interior en el que sintetizó su filosofía vital. En una carta, escribe: “Como el noble chino que amuebla su mausoleo en vida, así estoy preparando, en mi madurez tardía, un camino hacia el ocaso en una secuencia de fotografías y recuerdos: todos son bellos”. La Casa Mollino no solo codifica su forma de entender la existencia, sino que envía un mensaje sutil y complejo más allá de la muerte.
La Casa Mollino marca con coherencia sus obsesiones. Por ejemplo, la egiptología. Las estancias que nunca llegó a habitar y a las que nunca invitó a sus amistades –al menos, no hay constancia de ello– recrean una sepultura egipcia. Así, el río, sobre el que asoma la casa, ofrece una metáfora del curso de la vida. La vegetación que bordea la ribera se traslada al mural boscoso que preside el salón. La mesa de comedor en mármol blanco sugiere la idea del banquete funerario. Las ocho sillas que la rodean enuncian el número mágico de la flor de loto, símbolo de renacer. También las grandes conchas del vestíbulo, que evocan la Venus de Botticelli, hablan de la vida futura. Símbolos florales, espejos, divanes, se desvelan plenos de significado. Incluso los muebles que diseñó, como la biblioteca, ocultan su autoría, lejos de las piezas de madera curvada que alcanzan cifras millonarias en las subastas internacionales.
En el dormitorio, la cama de estilo imperio evoca la barca destinada a llevar al faraón a la ciudad de los muertos. En un almohadón aparece representada la escena en la que la momia real es trasladada a su tumba. El estampado de leopardo que cubre la pared, como el vestido por los sacerdotes en la ceremonia funeraria, es un signo ritual. Las mariposas de su colección, como una bandada de espíritus protectores, están destinadas a acompañarle en el más allá. Objetos de uso cotidiano, fotografías y prototipos de sus diseños pueblan la sepultura.
No deja de ser significativo que la Casa Mollino sea el único interior que ha sobrevivido a su autor. Salvada tras su muerte en 1973 por el ingeniero Aldo Vandoni, en 1999 Fulvio y Napoleone Ferrari la convirtieron en museo. Desde allí se coordina la muestra que, en el Teatro Regio, marcará el medio siglo del fallecimiento de este genio excéntrico; un hombre que dedicó ocho años a preparar esta morada donde, según afirman quienes lo conocieron, no llegó a pasar ni una sola noche.
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